Jorge Javier Romero Vadillo
22/08/2024 - 12:02 am
Una Constitución facciosa y fantasiosa
“La diferencia entre un derecho exigible y uno aspiracional es fundamental”.
La semana pasada hice un repaso de los fracasos constitucionales a lo largo de la historia de México. Mi intención era dejar claro que una de las fuentes de la falta de legitimidad del orden jurídico en este país es que, tradicionalmente, el instrumento jurídico superior, la Constitución, ha sido producto de una facción vencedora y no de un amplio consenso nacional. Sin embargo, existen otros elementos que contribuyen a la débil aceptación de la ley. Uno de ellos es la inclusión en la Constitución de proclamas irrealizables, programas políticos y derechos imposibles de exigir, en lugar de normas realmente aplicables.
Para ser eficaz, una constitución debe ser un documento sólido y sobrio, diseñado para perdurar y garantizar los derechos fundamentales de la ciudadanía. No puede convertirse en una lista de deseos o promesas inalcanzables que, en lugar de fortalecer el Estado de Derecho, terminan debilitándolo. Es crucial que solo se incluyan aquellos derechos que son realmente exigibles, es decir, aquellos que el Estado puede garantizar de manera efectiva. Si se integran en la Constitución derechos que no pueden hacerse efectivos, se genera una disonancia entre lo que se promete y lo que se puede cumplir y la percepción social es que se trata de un documento hueco e irrelevante.
Un derecho solo tiene sentido en la Constitución si existe la capacidad real del Estado para hacerlo valer. Si, por ejemplo, se establece en la Constitución el derecho al acceso universal a una vivienda digna—un objetivo deseable, sin duda—pero no se crea un mecanismo claro y factible para su cumplimiento, se convierte en una mera declaración de intenciones. Un Estado que promete lo que no puede cumplir erosiona la legitimidad de su Constitución y la confianza en sus instituciones. Eso fue, en buena medida, lo que ocurrió con muchos de los derechos incluidos a lo largo del régimen del PRI, por los sucesivos presidentes que querían dejar su huella en el texto constitucional.
La diferencia entre un derecho exigible y uno aspiracional es fundamental. Un derecho exigible es aquel que un ciudadano puede demandar ante los tribunales y que el Estado está obligado a cumplir. Por otro lado, los derechos aspiracionales, aunque bien intencionados, dependen de la capacidad fiscal del país, la infraestructura disponible y la voluntad política para materializarlos.
Otro problema de la Constitución mexicana de 1917, desde su origen, es que se convirtió en un repositorio de normas específicas y contingentes que deberían ser abordadas por la legislación ordinaria. Las propuestas de López Obrador de incluir la prohibición de vapeadores o de las drogas químicas son ejemplos evidentes de este despropósito. Este tipo de decisiones, por su naturaleza, deberían estar sujetas a revisión y ajuste a medida que cambian las circunstancias sociales y tecnológicas. Cuando se incluyen ese tipo de temas en la Constitución, se les congela en el tiempo y se dificulta la adaptación a las nuevas realidades. Las constituciones deben centrarse en los principios fundamentales que guían al Estado y a la sociedad, mientras que los detalles normativos deben ser objeto de las leyes ordinarias, de suyo más flexibles y dinámicas.
Pero lo más grave de lo que está a punto de ocurrir con el orden jurídico mexicano radica en el intento de manipular la Constitución para servir a los intereses de corto plazo de una mayoría circunstancial. Durante las décadas de hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la Constitución fue reformada repetidamente para ajustarse a las necesidades políticas del presidente en turno. Aunque estas reformas contaron con los votos legislativos necesarios, nunca hicieron que la Constitución fuera más legítima o respetada. De hecho, este constante manoseo del texto constitucional solo sirvió para minar su autoridad y generar desconfianza en el sistema político.
Una Constitución debe ser un pacto duradero entre todos o casi todos los sectores de la sociedad, no una herramienta para imponer la voluntad de una mayoría temporal. Cuando una Constitución es manipulada para servir a intereses particulares, se convierte en un documento vacío, incapaz de cumplir su función fundamental de unir a la sociedad bajo un marco común de derechos y obligaciones. La historia del régimen del PRI en México ilustra claramente cómo una mayoría legislativa puede abusar de su poder para modificar la Constitución a su antojo, pero este tipo de modificaciones nunca resulta en un fortalecimiento del Estado de Derecho o en una mayor cohesión social. Por el contrario, suelen erosionar la confianza en el sistema político y debilitar la legitimidad del texto constitucional.
Una Constitución que se manipula según los caprichos de una mayoría circunstancial, como la que Morena intenta conseguir mediante una sobrerrepresentación legislativa lograda con un fraude a la ley, deja de ser un pilar de estabilidad democrática. La mayoría calificada con la que pretenden reescribir el orden constitucional sería, en sí misma, una manipulación abusiva de la Constitución vigente. Lo grave es que todo parece indicar que el Consejo General del INE ya se doblegó y les entregará la mayoría calificada en la Cámara de Diputados y casi se las pondrá en bandeja en la de Senadores.
Con esa sobrerrepresentación fraudulenta pretenden imponer una reforma integral del Poder Judicial, con la clara intención de someterlo al control del Ejecutivo. Con ello, se pretende manipular la Constitución para someter todos los poderes a la arbitrariedad presidencial, para convertir al texto fundamental de nuevo en un mero instrumento de dominación, en lugar de un pacto social que debe ser inclusivo y duradero. Lo de la legitimidad electoral de los jueces es una tomadura de pelo, como ha quedado claro en Bolivia, donde apenas el diez por ciento del electorado participa en los comicios judiciales, es decir, las bases cautivas del partido en el poder.
El reto de cualquier sociedad democrática es garantizar que su Constitución refleje un consenso amplio. La experiencia histórica en el mundo ha demostrado que el verdadero valor de una Constitución radica en su capacidad para ser un marco sólido e inclusivo, no en su flexibilidad para adaptarse a los intereses de quienes detentan el poder en un momento determinado.
Cuando se aprobó la Constitución española de 1978, Alfonso Guerra, entonces subsecretario general del Partido Socialista Obrero Español y uno de los principales negociadores del amplio pacto político en el que se basó la nueva ley fundamental, dijo que aquella era la primera Constitución de la historia de España que no era resultado de la imposición de una facción sobre las demás, sino el resultado de un amplio acuerdo que incluía a todas las corrientes relevantes de la sociedad española, desde los resabios del franquismo hasta los comunistas, por lo que sería la primera duradera y eficaz. No se equivocaba.
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