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Antonio María Calera-Grobet

22/10/2022 - 12:04 am

Sobreescritura

“Por cuenta del sol torna el petróleo en latas de sardinas, y saca las arañas de las covachas, atibórralas en tu mimbre, saca tu luz”.

“Y donde ahora posan las barricadas más abstractas, de donde fijas la puya de tus venganzas, en esas muletas de donde dejas asomarse al odio y a la más áspera de tus amenazas, penderán medallas, y árboles, y cantos que hablen de la selvas y de las estepas africanas”. Foto: Shutterstock.

Aullido de los dolores crispados,

entrelazamiento de todas las contradicciones,

de los grotescos, de las inconsecuencias: la vida.

Tristan Tzara.

 

En lugar de esas caretas cuelga un ramo de claveles, la carcasa rojiza de un centollo. Y escribe sobre la esa factura de gasolina una conseja dinámica pero que no se entienda, algo así como: “A calzón quitado ganancia de fotógrafos”. En lugar de esas gavetas contratemos un carro de helados, y llamemos a las puertas y ventanas de mujeres y hombres lúcidos más no elegantes. En vez del tapete agujereado, pon unos mosaicos andaluces, o imagina que ahí aún hay tepetate y se guarece una familia de tlacuaches. Deshaz el muro de yeso, no habrá nada en su lugar hasta nuevo aviso, y lego les caemos con una sublimación de sábanas como pequeñas embarcaciones partiendo al horizonte. Sé marino, mariano, marisco como nadie, a más no poder apuntalados tus patos, garzas y gaviotas, en perfecta formación de “>”. Y más: donde nos han restregado esos bridones, insignias de guerras palíndromas, pegaremos con engrudo todas las etiquetas de vinos que bebamos hasta morir, sentados a una madera, como si fuéramos una jauría de perros guareciéndose de la batalla, fulminados por el calor y lo intrínseco, arrasados por lo ultravioleta del amor acojonante. Quiero que bebamos más vinos fríos del bello Portugal, vinos verdes, que son blancos y hasta amarillos, de sabor a tuna dulce en la garganta, buches de elíxires que se asienten como jóvenes hermosas a las piernas de sus hombres resistentes pero melancolizados.

Dejaremos ir las ojeras y pondremos una repisa firme para descansar los ojos, tomando como pretexto esa la clase de comarca que es el Bronx o Nueva Orleans, esa clase de maravillas como decir . Limaremos los callos de los nudillos, las manchas blancas de la cara, los overoles enmohecidos por el tiempo y sembraremos elotes y hierbas de la milpa, charolas de chocolates y bidones de agua fresca, y listones dorados, y un olor a vainilla o lavanda, un camino de terracería que lleva al mar por primera vez, olor de montículo de arena horadada por cangrejos o pies juguetones en una conversación con la sal. Y en vez de esos guantes pones macetas y en vez de las caries hojas de menta. Desbrozas los campos quemados y siembras nuevos hombres, y llamas, y peces, cardúmenes de pececillos plateados como prueba de la existencia de la poiesis y los nuevos augurios. Y siembras papayas y sandías y cabelleras rubias, siembras zapotes y juegos mecánicos en donde no quepa la pulpa de enfermedad alguna. Y en vez de culebras dejas caer un soplido y un marcapasos y una operación exitosa en el hospital de los hombres. Pedazos de madera y bisagras y cocidos y hierbas para sazonar lo que se coma en el jardín de las delicias. Y en vez de esa cara pones la de la luna, la de las constelaciones culturales del siglo xx, pones una sonrisa futurista y ballenas, y grades coreografías de mamíferos surcando las estepas, y ciclones, y bergamotas, y clarividentes que nos digan que estamos en los cierto, y que ahí en donde pensamos está el futuro no hay nada, y que el ahora es el pedazo de carne más valioso que comer. Y a cambio de tus zapatos viejos con hoyos, que pisaron sangres de otros pueblos, a cambio de tus patas de gallo y tus pezuñas enquistadas de hongos profanando otros templos, otras tumbas otros féretros islas sangradas para otras almas distantes y hasta ocultas a la tuya, te dejaré frazadas de paños húmedos, limpios como el agua clara del pozo, como los ojos del pájaro que se asoma a tu ventana, como los pedazos de madera cubiertos por la selva, tan transparentes que no podrás quizá verlos. Y donde ahora posan las barricadas más abstractas, de donde fijas la puya de tus venganzas, en esas muletas de donde dejas asomarse al odio y a la más áspera de tus amenazas, penderán medallas, y árboles, y cantos que hablen de la selvas y de las estepas africanas, y una brújula, y lápices de grafito fino, y libretas para escribir todas la mañanas e imágenes y almohadas y más: antílopes, pingüinos y libreros de hojas y mágicas. Y en donde ahora estamos parados, habrá un pozo, y un tesoro escondido, y un cráneo de puma y una osamenta que de tan blanca pareciera pulida por el rumor del oleaje lunático y ahí, un puño cerrado, el dije de un puño cerrado, y las alhajas de obsidiana, y un juego de dados que caen siempre en el buen lado, el lado de la luz el lado de la magia blanca, el lado de los brotes y los capullos, el lado de las crisálidas y las metáforas más vivas y mejor plantadas. Y un borrico niño, y un cerdo pequeño, y un pedazo de cuero como señal, imagen metafórica de la vida misma. La cultura, y un potro y un halo y un piano, y unas polainas para bailar contigo todas las mañanas. Por cuenta del sol torna el petróleo en latas de sardinas, y saca las arañas de las covachas, atibórralas en tu mimbre, saca tu luz.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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