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María Rivera

23/06/2021 - 12:00 am

Desapariciones

Hace diez años, sucedieron en nuestro país algunas de las más grandes atrocidades de la llamada guerra contra el narcotráfico.

Una fosa clandestina en México. Foto: Cuartoscuro.

Hace diez años, sucedieron en nuestro país algunas de las más grandes atrocidades de la llamada guerra contra el narcotráfico. Solo en aquel año, la delincuencia organizada secuestró y asesinó a cientos de pasajeros de autobuses en San Fernando, Tamaulipas. Las brechas de los caminos fueron usadas como cementerios clandestinos para aquellos que fueron obligados a bajar de los camiones, forzados a pelear y asesinados sin piedad, a golpes. Se encontraron en esas brechas más de doscientos cuerpos, pero uno de los delincuentes responsables aseguró, una vez preso, que en realidad habrían asesinado a seiscientas personas. En ese terrible año también ocurrió la masacre de Allende, en Coahuila, donde la delincuencia prácticamente desapareció un pueblo, arrasó con la vida de cientos de personas, mujeres y niños, en la más atroz impunidad.

También hace diez años, por esta descomunal violencia, surgieron los movimientos de víctimas y de familiares de desaparecidos. Colectivos de madres buscando a sus hijos en la tierra, con sus manos, surgieron por todo el país. Pensaba en esto hoy por la mañana al leer sobre la estela de desapariciones que se han denunciado en Tamaulipas y Nuevo León, con el mismo modus operandi que antes. Desapariciones en carreteras, familias, trabajadores que nunca llegaron a su destino. Nuevamente.  Nuevamente masacres que rebasan la comprensión, como el asesinato de personas al azar. Y no es que hubiera dejado de haberlas, por supuesto, pero parecía al menos que ciertos fenómenos se habían detenido. Ya no. No solo son las carreteras de Tamaulipas y Nuevo León, sino de Jalisco. Los asesinatos en Guanajuato, en Michoacán, en Reynosa. Síntomas que ya están extendiéndose y con elocuencia nos hablan de que nuestro país sigue muy enfermo. Asesinatos de migrantes, también, que en medio de la pandemia no causaron la indignación que merecían. Asesinatos de activistas, defensores de los recursos naturales y de la tierra, como Tomás Rojo, están develando el mismo rostro de antes, las mismas heridas.

Las mismas heridas, decía, pero en medio de un contexto muy diferente: sumidos en una pandemia, con medio millón de fallecidos, lastrados por una crisis económica y con un presidente que está más preocupado en criticar a la clase media, y en dar sermones morales, que en atender lo urgente.

Ensordecedor, el ruido que hay en el país. Niños sin medicamentos para el cáncer, población sin medicamentos básicos, violencia creciente, el covid en ascenso, la dispersión de la variante Delta que amenaza al mundo, pero la discusión versa sobre las aspiraciones de una clase social o sobre los conservadores… en pocas palabras, estamos ciegos y sordos ¿no le pasa a usted también? ¿no tiene la sensación de que estamos siendo arrasados continuamente por una marea de asuntos irrelevantes?

Parte de las consecuencias de que la agenda pública esté constantemente determinada por las mañaneras, que sabemos no son precisamente informativas, sino ejercicios demagógicos y propagandísticos del movimiento de López Obrador, es justamente que la atención gira en torno a ellas. Y no es que carezcan de importancia, pero todos los días, el auditorio termina discutiendo sobre las pullas políticas de López Obrador. Sí, es importante señalar todos esos tópicos escandalosos como que el presidente desearía que todos fuéramos pobres y felices, humildes y sin aspiraciones, o que ataca ciudadanos y medios impunemente. Está bien, pero muchas otras cosas, como ruido de fondo ominoso, están ocurriendo. Un ruido como un mar de fondo, bramante. El presidente y su gobierno tendrían que estar ocupados en resolver esos asuntos, no en golpear a enemigos, en hacer propaganda, en hacer ruido.

¿Qué harán para detener esa ola de violencia que está azotando al país? ¿dónde están los desaparecidos? ¿qué harán para detener la dispersión de la variante Delta? ¿seguirán con la misma estrategia criminal y permitirán que nos colonice para descubrir que la India no era un caso tan anómalo? Ay, querido lector, ya sé: parecen preguntas retóricas, pero no hay que dejar de hacerlas. Porque, precisamente, hay que tratar que alguien las conteste, antes de que esa marea crezca, gigantesca y nuevamente, en medio del ruido, perdamos la oportunidad de evitarla ¿estaremos a tiempo?

Le decía, hace diez años ocurrieron en este país las peores atrocidades, mucha gente sufrió lo indecible, se perdieron miles vidas, y durante este año, por no tener la estrategia correcta, fallecieron medio millón de personas. La pandemia está lejos de haber acabado, atravesamos por un momento de extremo riesgo. Ese debería de ser el tema de las mañaneras: salvar vidas, de los reales enemigos: el crimen organizado, el coronavirus, el desabasto.

Temo, sin embargo, que seguiremos inmersos en las ruidosas batallas del presidente.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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