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Jorge Javier Romero Vadillo

23/11/2012 - 12:00 am

El PRI frente al botín

Faltan apenas unos días para que el PRI regrese al poder. Mucho se ha escrito ya sobre las diferencias que habrá entre el nuevo Presidente y sus antecesores de la época clásica del régimen monopólico, cuando el titular del Ejecutivo era el señor del gran poder que ejercía el arbitraje final sobre toda cuestión política […]

Faltan apenas unos días para que el PRI regrese al poder. Mucho se ha escrito ya sobre las diferencias que habrá entre el nuevo Presidente y sus antecesores de la época clásica del régimen monopólico, cuando el titular del Ejecutivo era el señor del gran poder que ejercía el arbitraje final sobre toda cuestión política o económica relevante que en el país ocurría. Ahora el Presidente no tendrá el control del Congreso, la Suprema Corte ha ganado en autonomía y los gobernadores, incluso los de su propio partido, no son ya más simples empleados nombrados desde Los Pinos a los cuales el Presidente en turno pueda remover si se muestran díscolos pues le deben el cargo a los electores.

Sin duda, el poder omnímodo de la vieja presidencia no volverá, pues mucho se ha ganado en la construcción de la democracia mexicana y en la limitación del poder a través de la ley, pero tampoco estamos ante un escenario en el que la vuelta del PRI al poder se dé en condiciones plenas de vigencia de una institucionalidad legal-racional que obligue al viejo partido a desarrollar un repertorio estratégico nuevo, apegado al orden jurídico.

El diseño del gobierno que Peña Nieto ha planteado, con una Secretaría de Gobernación encargada de la seguridad pública, de la inteligencia y de la negociación política y una Secretaría de Hacienda encargada de los dineros y del control de la administración pública ha llamado a escándalo, pues hay quienes ven en ello la muestra de que el viejo PRI viene de regreso; varios diputados y comentaristas le han dedicado encendidas críticas por autoritario y centralista. En cualquier régimen democrático, empero, el jefe del gobierno busca organizar su administración de la manera que considera más eficiente; los ajustes de ministerios, las concentraciones de funciones o el cambio en el reparto de atribuciones son normales. Nadie se sorprende porque se sabe que más allá de que las funciones las concentre una u otra dependencia, éstas se llevarán a cabo con estricto respeto a la ley pues las realizarán funcionarios de carrera que ocupan sus cargos por sus méritos y conocimientos, no por su lealtad partidista, por lo que resulta relativamente irrelevante si dependen de un ministerio o de otro.

El problema en México es que el orden jurídico no ha terminado de consolidarse como el marco auténtico de reglas del juego que norman el ejercicio del poder. Tradicionalmente, la ley en México ha sido un referente para que los políticos administren la negociación de la desobediencia; la aplicación de la norma ha sido siempre personalizada y ha dependido de los recursos o la fuerza de los diferentes actores y de su cercanía o lejanía respecto al poder. El asunto no es si la Secretaría de Gobernación concentra a las fuerzas de seguridad del Estado, función que le correspondería en cualquier régimen democrático, sino si esa o cualquier otra dependencia ejerce su tarea con profesionalismo y apego al derecho.

Si bien todos los partidos mexicanos cojean del mismo pie en lo que se refiere a la falta de compromiso con el orden legal, el PRI ha sido tradicionalmente el especialista en la administración particularista del derecho. Y tradicionalmente ha basado su manera de gobernar y mantener la paz en el reparto de rentas públicas entre sus clientelas. De ahí que eso de lidiar con funcionarios heredados, que le deban su cargo a un concurso de oposición y no a la gracia del señor secretario, no se les da. El PRI siempre ha basado su control político en la capacidad discrecional del gobernante de dar y quitar el empleo público, por lo que un servicio público profesional no va con su naturaleza. Lo suyo es el sistema de botín, donde los puestos son garantía de disciplina y mecanismo de castigo. El sistema de incentivos del ejercicio del poder priista premia la disciplina y la lealtad, no el mérito o la capacidad. Baste ver el nivel de la mayoría de sus cuadros para notar que sus principales virtudes no han sido la especialización técnica o la capacidad profesional.

Lo relevante del diseño del nuevo gobierno no es si Gobernación o Hacienda van a ser súper secretarías. Lo notable es que para ejercer su poder como sabe hacerlo al PRI le estorba incluso el precario servicio profesional que surgió en la época de Fox y que mucho tiene de simulación. Nada de concursos para nombrar directores generales. De lo que se trata es de repartir el botín entre los leales y de que ejerzan los cargos como fieles transmisores de la voluntad presidencial. Así ha sido siempre, así saben hacer las cosas, no con apego a rígidos mecanismos burocráticos, sino con la flexibilidad que da el control vertical de la clientela y el reparto discrecional de la nómina burocrática.

Y nada como un spoil system, como se le llama en inglés a este tipo de burocracias de reparto de botín, para manejar el presupuesto con la flexibilidad que requiere la negociación permanente de la desobediencia. Un burócrata que le debe el cargo a su jefe y que sabe que se irá con él no tiene horizonte de largo plazo ni tiene que rendir más cuentas que las que le pida el que lo nombró. Su desempeño no será evaluado por sus cualidades técnicas ni por su apego a la norma, sino por su lealtad y discreción.

El problema es que el elemento más importante para mejorar el desempeño de una administración pública y reducir los márgenes de la corrupción es un reclutamiento meritocrático que le de a los funcionarios un horizonte de largo plazo que no dependa de su lealtad partidista, pero eso de la mejora del desempeño nunca ha estado entre los objetivos del PRI. De lo que se trata es de repartir los recursos entre los leales para así mantener la paz y el orden aunque todo funcione de manera mediocre.

Mientras, a lo lejos, se escucha al ex presidente Ernesto Zedillo, que en el desierto clama: “Un propósito principal de todos los mexicanos, de las organizaciones y de los partidos políticos, debería ser reconstruir en el lapso de unos cuantos años un verdadero Estado de derecho que ofrezca seguridad y justicia”, y dice que esa sería “la construcción institucional más importante desde la Revolución Mexicana” que garantizaría no sólo la seguridad sino un mejor desempeño económico en las condiciones complejas de la competencia globalizada. Será para la próxima, porque a Peña Nieto y su partido les gusta hacer las cosas como aprendieron de sus próceres.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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