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Antonio María Calera-Grobet

23/12/2017 - 12:00 am

Los días terrenales (o los cuentos que nos contamos en navidad y año nuevo)

No. Comprendemos bien que ya cansados, con la clepsidra en la mano, tarde o temprano nos habremos de ir de acá, de esta cosa lo mismo suntuosa que precaria, frágil y caprichosa que hemos acordado entre todos (a veces con mayor vehemencia, otras con tedio ingente, a través de las más cruentas desilusiones) como realidad. Porque todo, a fin de cuentas, es cuestión de tiempo. Tal es el orden de las cosas y lo asumimos no a contrapelo sino con humilde entereza. Y quizás ahí, pues, el meollo de todo esto. Que ya habiéndonos bañado una y otra vez en “el río”, habiendo tirado la pirinola miles de veces en esta viña “del señor”, reconocemos que nunca más ni el río ni nosotros seremos los mismos, y que habría que ir dimensionándolo todo con mayor sabiduría, es decir, sin cobardía ni límites, partiendo del conocido puerto de la fatalidad.

“Habría que empezar aquí y ahora, mañana al alba que ya es tarde…”. Foto: Cuartoscuro

No es que los años pasen más rápido, lo sabemos. Así lo sentimos porque nos hacemos más viejos. De pronto, como un chasquido, así de súbito, nos vemos ya enfrascados en las fiestas por el final de un año que, según nuestra conciencia, acabábamos de inaugurar. Tal vez se trate de una alarma de nuestro mentado reloj biológico que, a estas alturas, hace las veces de llamado de atención, nos invita a darnos cuenta (qué peculiar frase ésta: nos pasa revista, nos pide acusar el recibí del flujo eléctrico entre nuestras dendritas, en fin, a que nos caiga el veinte de una vez) de que las cosas ya no son como antes, que hay que poner los pies en la tierra y comenzar a hacer eso que llamamos vivir. Y por mucho no es que uno quiera que las cosas sigan siendo de la misma manera veinte o cuarenta años después. No, francamente no: la eternización de la juventud es deseo de una minoría, continúa sobrevalorada acaso por los más mundanos y nadie con dos dedos de frente pensaría en hacerse de un bidón en aquella Fuente de la Eterna Juventud, extenderse los días a la manera vampírica.

No. Comprendemos bien que ya cansados, con la clepsidra en la mano, tarde o temprano nos habremos de ir de acá, de esta cosa lo mismo suntuosa que precaria, frágil y caprichosa que hemos acordado entre todos (a veces con mayor vehemencia, otras con tedio ingente, a través de las más cruentas desilusiones) como realidad. Porque todo, a fin de cuentas, es cuestión de tiempo. Tal es el orden de las cosas y lo asumimos no a contrapelo sino con humilde entereza. Y quizás ahí, pues, el meollo de todo esto. Que ya habiéndonos bañado una y otra vez en “el río”, habiendo tirado la pirinola miles de veces en esta viña “del señor”, reconocemos que nunca más ni el río ni nosotros seremos los mismos, y que habría que ir dimensionándolo todo con mayor sabiduría, es decir, sin cobardía ni límites, partiendo del conocido puerto de la fatalidad.

¿Por qué debemos sentirnos en la cuenta regresiva de fin de año para comenzar a enlistar lo que debemos rehacer o cambiar, extirpar de veras de nuestra oscura personalidad? ¿Por ejemplo abandonar de una vez la terrible competencia de la que somos parte, la envidia y la soberbia que tanto enferman, la tontería con que solemos untar buena parte de las decisiones más cruciales, la monstruosa fiaca con que al parecer nacimos o que al parecer toca a nuestra puerta en todas las oportunidades que nos brinda el mundo? ¿Por qué de pronto, cínicos hasta el disfraz, nos abrimos de capa en estas fiestas para dizque sacar lo más bello o puro que tenemos y nos atrevemos, al fin, a perdonar u olvidar, reivindicar al otro separado en la nata agria de nuestro falso humanismo? Por demás torpe y mentirosa, por decir lo menos, esta asepsia, esta programada pantomima de botar el lastre de nuestros cuerpos y mentes cada que llega el mes de diciembre, ¿no es así? Este simulacro de cernir, en cada mojonera decembrina, las ideas de los pretextos, lo fundamental de lo contingente, decantar los pensamientos propios de los inoculados y recomenzar como un milenarismo miope, desde el grado cero.

Como si toda la parafernalia de esa serie ya no de acontecimientos sino de programaciones (la apretada agenda entre falsas fraternidades para propinarse brindis cursis, los intercambios de regalos a diestra y siniestra para taponar las incomunicaciones tejidas con tanto cuidado, en fin, el concierto “cocacoloso” de abrazos con deseos de prosperidad en que se ha convertido la Navidad) en realidad nos calara hondo, nos tajara en el pecho un hueco para albergar ahí algunas pocas pero reales reflexiones sobre cómo llegar a ser mejores seres en el porvenir. Pero tal cosa no sucede verdaderamente. Perdemos, una y otra vez, la posibilidad real de reflexionar, de tomar al toro por los cuernos y dejar de mentir a los demás, mentirnos a nosotros mismos. Ni siquiera nos dejamos ver que esas fiestas de fin de año, ese salvoconducto de amor y paz que nos soltamos a nosotros mismos, ese cuento que nos contamos como zona de introspección cultural que, si bien constituyen convenciones asimiladas por la cultura y sus tradiciones, son en verdad, para el mundo secular, días comunes y corrientes, días terrenales sin más. Mientras nos permitimos regresar a los templos, que no siempre a la meditación o la autoconciencia, querámoslo ver o no, nos cuadre o no, la maldad sigue sobrecogiendo los hombros de los vivos, las enfermedades cunden y el ritmo del capitalismo salvaje sigue decapitando a millones de personas sobre la faz de la Tierra, cosa que no se deja ver necesariamente en la armada escenografía, la pomposa coreografía de nuestra burbuja invernal.

Habremos de irnos. Nos iremos borrando, sí. Lo sabemos desde Nezahualcóyotl. Que la cornada la llevamos por dentro desde que nacemos y no sabemos cómo pero nos iremos de acá. Por ello es que pensamos y repensamos, hasta con morbo, cómo habrá de figurarse ese trance. Pensamos que nos iremos en un terrible accidente automovilístico, en los brazos de una tragedia natural como las que vemos en televisión, en el largo respiro de una grave enfermedad o un cáncer fulminante. Ponemos muchos rostros a la manera en que pensamos habremos de firmar ese finiquito de vida sin percatarnos de que lo que en serio nos urge imaginar es el talante con que nos estamos yendo, el estilo verdaderamente íntimo con que decidiremos irnos, cómo es que pisaremos la Tierra en este lapso, cómo habremos de amar en este lapso tanto a la Natura misma como a los que en ella vivimos: a nuestros familiares, amigos, a los demás seres vivos.

Y es una lástima. Que en el meollo de estos menesteres que se tejen entre la alegría de la vida y el inmarcesible advenimiento de la muerte, nunca nos permitamos el tiempo necesario para madurar nuestras ideas, que pareciera nos atrevemos apenas superficialmente a rastrear en nuestros pensamientos sólo cobijados por coyunturas de este tipo, subterfugiamente, en lo oscurito. Vaya contradicción: preferimos que nuestro deseo lo constaten otros (publicamos la lista de nuestros retos, de los anhelos de cambio, del cumplimento de ciertas metas) a que dichos sueños, por lo menos parcialmente, sean cumplidos por nosotros. Así, ya ni semanas ni meses después, a los pocos días de haberlos fijado, volvemos a cultivar y con creces aquellas parcelas secretas de nuestro ser que tan secretamente detestamos y prometimos en su momento exterminar, aniquilar, devastar. El resultado: que pudimos habernos acercado a la poesía, al arte real de saber vivir, y nos conformamos con pasar el tiempo estancados en el cumplimiento de un mero proceso, el palomeo de la potencia que significa estar vivos. Y tal cosa no nos llevará muy lejos. Porque en todo acto humano, la mentira oculta emerge tarde o temprano: ahí es cuando se desenmascara quién jugó limpio y quién como villano. Quién como humano y quién como asno.

Paremos. Habría que empezar aquí y ahora, mañana al alba que ya es tarde (cualquier día será el indicado si lo hacemos pronto, todos serían el marco más hermoso para fincar en sus horas el primer día del resto de nuestras vidas), a abrirnos de una vez a la claridad, a la madurez. A saber: vivir no como Dios manda sino como uno se lo ha mandado. Porque no hay que hacer lo que se debe hacer. Nuestro deber consiste en hacer lo que queremos hacer, y es más, al revés: lo que casi nos hace. Dejarnos hacer. Ésa y no otra es la libertad a la que podemos aspirar. Amar así, vivir así, como guste usted nombrarlo, querido lector, es algo que en definitiva queda en nuestras manos. Por ello, sin adoctrinamientos ni panfletos, ame. Ame como usted ama. Ame hasta el tuétano porque sin ello, sin amor, todo lo demás podría valer una mierda: la política, el arte, la más dura literatura. Ame hasta que caiga muerto. No como una plausibilidad filosófica, sino como un acto de suma practicidad. Hay que amar no como idea sino como un tatuaje fijo en nuestra conciencia y en nuestro cuerpo, una verdad evidente que se demuestre de facto y quede como prueba de la legítima fusión entre las más altas experiencias: erótica, religiosa, política, todas mezcladas en una suerte de personalísima poética, y en donde dicha ansia de claridad, de ágil y transparente vigilia se asuma, de cara a nuestra extinción, como una exigencia espiritual altamente reconstructora, salvadora. ¿Para qué? Para dar cabida al fin a un sueño largamente aplazado: morir de amor en nuestras propias llamas, en el detrito que arroje el despojo de nuestro cuerpo luego de haberlo hinchado, extenuado, sobrevivido.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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