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María Rivera

23/12/2020 - 12:03 am

Navidad

Ah, qué Navidad más triste, la verdad, cuántas sirenas de ambulancias. Cuántos pésames, cuánta zozobra, cuántos podrían hoy estar entre nosotros todavía.

Ah, qué Navidad más triste, la verdad, cuántas sirenas de ambulancias. Foto: Crisanta Espinosa, Cuartoscuro.

Intenté comprar un arbolito por servicio a domicilio, imposible. Demasiado tarde, ya se habían agotado. Decidimos, entonces, poner lucecitas en toda la sala como si el árbol fuera toda la estancia. Cuando vi las lucecitas tuve un acceso de conciencia: sí, es Navidad en unos días, pensé, saliendo de la sensación de irrealidad que producen estos tiempos. Compré una pavita para cocinarla, suficiente para dos personas; mi hija y yo. No he escuchado villancicos, ni nada en el ambiente se parece a todas las navidades de mi vida. Ahora que las pienso, las miro con nostalgia, parecen recuerdos de alguien más. Llevamos casi un año en cuarentena y para este momento, la normalidad ya es otra cosa: zozobra y cubrebocas, no mucho más. Tampoco tenemos ánimos, usted sabe, para mucho. Muchas desgracias suceden en muchas familias mexicanas, en la mía también. Este año, durante la cuarentena, mi tío, el hermano de mi madre, sufrió una embolia, su esposa tuvo neumonía, y mi padre enfermó de un cáncer terrible que en cuatro meses lo devoró. Todos adultos mayores que, por la pandemia, no pudieron atenderse a tiempo. Son también, víctimas indirectas de una estrategia que decidió que hospitales se reconvertirían dejando a pacientes sin atención, pero sobre todo, que activamente dejó circular al virus en el país, lo que nos obligó a confinarnos, posponer las citas médicas, ponderar las urgencias, descuidar nuestra salud.

Hoy muchos ya no están, y muchos otros no estarán porque siguen muriendo en los hospitales o en sus casas ante el criminal descontrol epidémico que padecemos. Una total tragedia.

Enrabiada tristeza, lector querido, es lo que yo tengo cuando pienso en lo mucho que hemos sufrido estos meses y por la situación en que la Navidad nos encuentra, en medio de un tsunami. Imperdonable negligencia, la dosificación de enfermos y de muertos, usados como indicadores. Muertes aceptables, tecnócratas inhumanos al volante. Nada de apoyos consistentes y universales para la población. Como escribía hace una semana, estamos cada vez más cercados por la amenaza invisible que se extiende inclemente: cada día son más, cada día son más cerca. No solo es la Navidad extraña y solitaria, sino la manera en que, incluso las fiestas, servirán para traernos más tristeza. Gente que sigue saliendo, familias que deciden reunirse sin importarles, en lo más mínimo, poner en riesgo a personas vulnerables. Personas vulnerables que se exponen sin tener el menor asomo de conciencia de la naturaleza del virus, que se ensaña con enfermos crónicos y viejos, que se infiltra en las células de muchos sin dar ninguna noticia ¿cuántas vidas se hubieran podido salvar si la gente entendiera el fenómeno de los asintomáticos?, ¿si la comunicación gubernamental hubiese sido desde el principio verídica?, ¿y cómo sería nuestra vida hoy si se hubiesen tomado las medidas necesarias para contener al virus? Seguro, cientos de miles de personas, que hoy ya no están entre nosotros, cenarían hoy con sus familias. Basta ver la mortalidad en otros países, sobre todo asiáticos, para confirmarlo. Todo, hicimos todo mal, porque se confío en mitigar al virus. Una especie de selección natural. Esa es nuestra tragedia, y duele. Duele mucho. Trataron de ponerle una correíta a un tigre que nos arrastró a su paso. Si no existiera la vacuna en el horizonte, al menos como una suposición de donde asirnos, el virus seguiría su camino inclemente para contagiarnos a todos y matar cientos de miles mexicanos más. Así de brutal, grotesca y criminal fue la decisión que se tomó.

Estos tiempos extremos nos han mostrado, como inmejorable ejemplo, que la política determina nuestras vidas de una manera cardinal: es una ilusión que los ciudadanos podamos escapar de ella. Nunca, como ahora, podemos ver sus efectos, palparla en nuestras vidas, nuestros cuerpos y el de nuestros seres queridos.

Las malas políticas nos han dejado indefensos, inermes ante la muerte. Si la gente no puede evitar contagiarse porque el virus está muy extendido, si además no tiene acceso a una atención médica gratuita y de calidad, y además nadie la apoya económicamente cuando pierde el trabajo, las opciones que tiene se reducen a confiar en la buena suerte y en que haya una cama disponible con ventilador, que la enfermera y los médicos estén capacitados.

Qué enrabiada tristeza da constatar la falta de Estado que México padece. Justo cuando necesitábamos que funcionara lo poco que funcionaba, decidieron cortarlo de tajo. Aún me pregunto, seriamente, si el Presidente fue informado en febrero de lo que realmente ocurría. Si decidió con información veraz avalar una estrategia criminal, si creyó que las críticas eran de “fifís, conservadores, chayoteros sin chayote”, si no le preocupó, en algún momento, el dato de que eran los pobres, viejos y enfermos crónicos a los que peor les iría, ¿pudieron estar todos ciegos ante la catástrofe que se cernía sobre el país? ¿O sencillamente no les importó y decidieron sacrificar personas antes que aplicar controles fronterizos, invertir en pruebas y personal para aplicarlas masivamente, cortar las primeras cadenas de contagio?, ¿de verdad valió la pena apostarle a los megaproyectos y abandonar a la gente a su suerte?

Ah, qué Navidad más triste, la verdad, cuántas sirenas de ambulancias. Cuántos pésames, cuánta zozobra, cuántos podrían hoy estar entre nosotros todavía. Aquellos a los que se les cruzó la pandemia para acabar con sus vidas, los que amábamos y hoy lloramos como sobrevivientes de nuestra tragedia colectiva.

No sé, querido lector, si este Gobierno vaya a tener palabras para disculparse alguna vez, lo que sí sé es que nosotros ya no tenemos palabras para el horror que aún caerá sobre nosotros los próximos meses. Porque no, las simulaciones de semáforos rojos que están llevando a cabo, con gente en las calles, negocios abiertos, gente llegando al país, auguran todavía semanas muy peligrosas. Cuídese mucho, no salga si puede, no se vaya de vacaciones a otra ciudad si es de la CdMx, aléjese de las fiestas navideñas, cuide su vida y la de los que más quiere. Falta aún lo más difícil antes de que la futura vacunación llegue al nivel requerido para crear una inmunidad colectiva.

Y sobre todo y como sea, como pueda, no se exponga en la Navidad: su decisión será la felicidad de su familia, se lo aseguro, en los años por venir.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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