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Alma Delia Murillo

24/01/2015 - 12:01 am

La grandeza que no podemos ver

Los árboles viejos ascienden, sus troncos gruesos con anillos nuevos. Todo cuanto vemos crece en la tierra. Y todo lo que no vimos apoya su peso inmortal en nuestros oídos

Fotografía tomada de la red
Fotografía tomada de la red

Los árboles viejos ascienden, sus troncos gruesos

con anillos nuevos. Todo cuanto vemos crece

en la tierra. Y todo lo que no vimos

apoya su peso inmortal en nuestros oídos

y canta.

(Tracy K. Smith)

Hace muchos años hice un pacto conmigo misma que a menudo olvido, es un pacto simple pero casi imposible de cumplir cabalmente: detenerme a mirar. Aprender a contemplar el entorno y habitarlo al mismo tiempo no es cosa fácil.

Ha de ser porque estamos acostumbrados, sistemáticamente acostumbrados, a ver sólo por encima, a pasar de largo, y particularmente en mi caso, que tengo una maestría en neurosis cotidiana; a pensar todo el maldito tiempo en inquietudes o preocupaciones que me consumen los sentidos y me sustraen del milagro de estar aquí y ahora.

Pero a veces, cuando la realidad me agarra distraída y mi insoportable, obsesivo y limitado cerebro no va pensando en cualquier pequeñez, ocurre la magia.

Llevo un mes corriendo regularmente en el bosque de Chapultepec, específicamente en la primera sección; he contado ya que durante años correr ha sido mi ansiolítico pero también mi pequeño lujo porque tengo el tiempo para ello, porque mi cuerpo puede hacerlo, porque me parece un enorme privilegio tomar  hora y media cada día para entregarme a esa actividad sin la que ya no me concibo. El caso es que un paso tras el otro voy entregada a toda clase de pensamientos redundantes y, como no corro en la pista sino a campo traviesa (por definirlo de algún modo) pues voy como caballo, con la mirada al frente para no romperme la cabeza tropezando con alguna piedra, tronco, irregularidad en el terreno, basura o lo que se presente.

Digamos que voy mentalmente en la pendeja pero físicamente alerta, suena rara la mezcla pero así es.

Una vez concluida la carrera busco un rinconcito para estirar los músculos, allá en los Viveros de Coyoacán ya tenía mi lugar favorito entre dos pinos blancos, pero aquí todavía no me hallo y, como no me hallo, pues aún no lo encuentro y cada ocasión hago los estiramientos en un sitio diferente; el asunto es que hace unos días, buscando el anhelado lugar con el aliento entrecortado para decirlo con una elegante pátina clasemediera, o echando el bofe, para decirlo con honestidad y haciendo que valga en todo la metáfora pues hay días que me siento una res a punto de extirpar el pulmón; levanté la cara y ahí estaba el prodigio que yo, en mi absoluta cortedad, no había visto.

El Ahuehuete es, literalmente, un pedazo de árbol pero qué pedazo; levantar la cara y recorrer despacio su cuerpo bellísimo es ir exhalando el alma, el ejercicio constituye casi un exorcismo para erradicar la legión de demonios que lleve encima el contemplante en turno.

Y digo contemplante porque creo que debería existir como vocablo para definir un oficio pero en el diccionario no lo incluyen, aún así, yo me niego a usar la palabra observador porque no es lo mismo ver para analizar que ver para descubrir atributos divinos en el entorno. Contemplante, no observador. Sea pues.

Así que ahí estaba “El Sargento”, hay una pequeña placa a sus pies donde dice que tal es su apodo e incluye una ficha con una leyenda que va más o menos de este modo: Es el árbol mayor del bosque, tiene más de 500 años, una circunferencia de 12.5 metros y llegó a medir más de 40 de altura. Ahuehuete en lengua náhuatl quiere decir “Viejo del Agua”.

Comencé a hiperventilar; llorar con los pulmones expandidos luego de la carrera es una sensación tremenda porque el oxígeno circulando en el interior es demasiado pero no pude evitarlo, es que los árboles a veces me hacen llorar. Sobre todo cuando mi memoria asocia las palabras “árbol”, “viejo”, “agua” e irremediablemente pienso en mi abuela. Y decir abuela es decir origen y de ahí para adentro, es increíble cómo una hebra aparecida repentinamente puede jalar todos los nudos, retazos y recuerdos que nos dan identidad.

Es que hay que levantar la cara, joder.

Levantar la cara, cerrar la boca, aguzar el oído y, el reto mayor: ignorar el odioso, maligno y tan frecuentemente nocivo vicio de pensar y repensar los refritos de nuestras necedades. Al menos yo, que me declaro oficialmente cansada de mi cerebro y sus manías, esas que constantemente no me permiten ver que la vida está llena de grandeza mientras yo sigo absorta en las insignificancias.

@AlmaDeliaMC

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