Desde las primeras palabras y los primeros pasos
el desprendimiento se inicia
no hay tiempo para verlo;
la necesidad y el asombro eligen sus caminos,
después la costumbre y el olvido.

Este reino que multiplica su imagen en cada palpitar
adhiere nuestra respiración a las cosas,
a sus ciclos,
a sus inagotables historias,
una tras otra,
nos satura de temores
y deseos por igual.

Somos parte ya de un avasallamiento,
que horada la atmósfera, hasta absorberla,
apropiándose de nuestros movimientos más inocuos;
despojándonos de algo que sabemos perdido,
y que no podemos recordar y menos nombrarlo.

De pronto sentimos a manera de tormenta interior
las precipitaciones de cada día,
los fuertes estremecimientos, exigencias y emociones
que las mismas noches ya no pueden apaciguar.

Ahí estamos a la intemperie, de cualquier manera;
desnuda certeza del nacimiento y la muerte,
sin ropaje alguno, sin peso, solo con la intuición.

Y aquella primera prueba,
sus rastros, sus huellas;
la enseñanza tan antigua del desprendimiento:
la disciplina de la desaparición
que nos confronta e inspira.

Sin este misterio la libertad es una fuga
y un engaño.

Creo en esa primera oración
que pronuncia la madrugada,
creo en esta visión que no deja de azorarnos:
las caravanas de familias infatigables,
acechadas por jaurías,
conservando el fuego de lo posible;
el silbar de los vientos y la cadencia de los mares,
entre los cuerpos prófugos de eternidad
que se alumbran por momentos
y se consumen sin más,
en las ciudades anudadas de humo negro,
rojo, naranja, motas azules y oro;
los arcoíris del asfalto
que extravían los presagios.

¿Acaso serán los últimos paisajes
las circunferencias
en el ardor de los iris?

Tomás Calvillo Unna

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