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Óscar de la Borbolla

24/08/2015 - 12:00 am

Tres cafés derramados

A mi hermano Mario. Las palabras no siempre dicen lo mismo cuando hablamos; y no me refiero a la obviedad de las distintas acepciones que muchas de ellas tienen, ni al hecho contextual de que no sea lo mismo que un amigo en tono juguetón nos diga: “Te voy a matar”, a que nos lo […]

Foto: Tomada de Internet
Foto: Tomada de Internet

A mi hermano Mario.

Las palabras no siempre dicen lo mismo cuando hablamos; y no me refiero a la obviedad de las distintas acepciones que muchas de ellas tienen, ni al hecho contextual de que no sea lo mismo que un amigo en tono juguetón nos diga: “Te voy a matar”, a que nos lo diga un desconocido en una calle solitaria, sino a esas extrañas ocasiones, y en verdad que son raras, en que entendemos las palabras en su sentido hondo; por lo general cuando hablamos o escuchamos, las palabras llegan cubiertas por la pátina del uso cotidiano y descargan un contenido anémico en nuestra conciencia: las entendemos por encimita, en su significado vago.

Así, todos los días, decimos “amor” o “muerte”, sin que estas palabras nos iluminen o no muerdan. Y no es que no sepamos su sentido, sino que nuestra conciencia está por lo general aletargada para las descargas semánticas. La dimensión de la palabra “muerte” es muy distinta si llega a nosotros derivada del famoso silogismo “todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre, Sócrates es mortal”, que si llega cuando estamos padeciendo el duelo por la muerte de un ser muy próximo que nos dejó solos. Entonces sí su destello nos ciega y propiamente podemos afirmar con el alma escaldada que comprendemos su sentido.

Y otro tanto ocurre con la palabra “amor” que habitualmente usamos como un mote desvaído para referirnos a quienes viven con nosotros. Pero a veces “amor” es un incendio, una sacudida que resquebraja los cimientos de nuestra vida o una urgencia feroz por llegar a un encuentro.

Pero no sólo pasa con estas dos palabras que, entre todas, tienen una señera posición, sino con las palabras comunes y corrientes. Yo recuerdo una breve pieza teatral de Ionesco: La lección, donde un profesor de idiomas enfurecido porque su alumno no entiende el significado de la palabra “cuchillo” termina clavándolo en el alumno. Y también recuerdo el brillo especialísimo que tuvo la palabra “hijo” cuando salieron del quirófano a decirme que había nacido Ulises.

Qué pálidas son normalmente las palabras, cuan poco dicen; son menos que palillos de dientes en la boca, van y vienen en las conversaciones sin que nadie quede estupefacto por ellas, y por ello casi no me explico la prohibición que hizo Platón en La República, cuando, alarmado, por el estremecimiento que producían las palabras de Homero en los oyentes recomendó la supresión de términos como “cócito” (río de las lamentaciones) porque espantaban a la gente. Se ve que eran otros tiempos. Hoy se puede decir prácticamente cualquier cosa y sin que nadie experimente ningún sobresalto.

¿Tendremos encallecido el tímpano que ya ni ante el clamor del término “justicia” nos emocionamos?

Las palabras han perdido su filo, su tino, ¿no habrá manera de quitarles el cochambre que las ha vuelto romas! ¿Que digan nuevamente lo que mientan, que lastimen, que enciendan, que vuelvan a la vida!

Está bien -no, no está bien, pero está- que en la vida cotidiana, en el tráfago adormecido de los días, usemos solo fantasmas de palabras; pero ¿y en la poesía? ¿No era acaso ese el sentido del poeta? ¿Devolvernos las cosas como si por primera vez fuesen dichas? ¿Dónde están los poetas que tendrían que mostrarnos a lo pelón las vísceras de todo lo que existe y, más aún, ensanchar el lenguaje dando nombre a aquello en lo que todavía no hemos reparado?

Al último poeta que recuerdo es a Pablo Neruda recreando con sus odas elementales el mundo de la gente, regresando vivos el aceite, la cebolla, el martillo…; haciendo poemas que arrancaban su opacidad a las palabras simples. Qué poco decimos y escuchamos de las palabras, qué comunicados más toscos intercambiamos: en que oscuro cuchitril vivimos sin siquiera darnos cuenta de que hemos perdido los filos y los brillos del mundo.

Twitter: @oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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