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Antonio Calera

24/08/2019 - 12:04 am

Come y ama

Te hice de comer. Nunca mejor dicho. Porque cuando uno cocina a los suyos, consanguíneos o no, bellísimos amantes, compañeros de vida, tal manufactura se ha visto untada, se ha visto físicamente herida, afectada, por la imagen de esos otros.

Y sobre las mesas (yo diría mejor: plataformas de despegue), levitamos. Lo que no significa que perdamos peso. Lo ganamos. Foto: Cuartoscuro.

En memoria de mi amigo Juan y su “Covadonga”

A la mesa hay un canto. Todo canta. Cantan los platos contra los vasos, nuestros pechos henchidos de placer, por lo comido y más aún: por el relato que hemos creado los invitados, entre plato y plato, y por el que, casi imperceptiblemente, nos hemos transportado. ¿A dónde? Al fondo de nosotros mismos, de la memoria de nuestros apellidos e incluso de los tiempos. Desde que todo era mineral, una tabla química de los elementos. Porque el viaje en el caracol de los recuerdos se alimenta luego de nociones, y más tarde apenas de intuiciones vagas certezas más bien culturales, casi genéticas, que derivan en el punto original, en el que las barbaries supuestamente cayeron ante las civilizaciones y las culturas nos hacen los que somos: que hagamos lo que hacemos.

Por eso: cuando invitas al otro a tu mesa, ¿en verdad a quién invitas? Invitas a una historia, situada al otro lado de la tuya, para unirlas con un río de palabras, éxtasis y sonrisas. Esa alegría renueva la propia vida de quienes hubieron sido congregados a tu mesa. Luego de ese tobogán más o menos entendido del comer, de su vértigo y su marea, luego de ese “transportarnos” por emociones, traficar ideas, quedamos varados sobre la playa, en un intersticio de agua y arena. ¿Es una resaca? Puede ser. Somos lo mismo continente que quiere ser agua, archipiélago, que un grupo de rocas que aspiran a convertirse en placa, en asidero. Y ahí, en esa sensación de éxtasis y tristeza, la pregunta es, en verdad démonos cuenta: ¿en verdad hubo platillos y mesa? ¿Qué fue lo que pasó?

Pasó el tiempo, claro está, y pasaron hombres y mujeres por un túnel del tiempo, y pasaron los olores y los colores de un mundo compartido por ellos en perfecta armonía. Se dio cita ahí la gran escultura social del comer, la gran epifanía. Es una logia. La belleza de ser equidistante a un centro de mesa. La idea de ser geometría.

Por eso el ordenamiento de los cubiertos sobre una superficie es geometría inútil. Las viandas y vituallas se ordenan como cada uno de los invitados desee. No son una imposición, un decreto. Las cartografías del amor son sinuosas y cambiantes. En todo caso, los prejuicios y directrices causan indigestión y deben devolverse como masa masticada. Lo que se debe de hacer y con toda la fuerza es una alineación de pechos. Lo demás no es que esté de más  o de menos, simplemente sale sobrando. Uno se lleva lo que alimentó el pecho, no el estómago que, tarde o temprano, se irá por la tubería, por un caño. La etiqueta se lleva por dentro, no por fuera. Sólo los espíritus pobres, cobrizos y oxidados, llevan sus etiquetas por fuera: esos que se autonombran pilotos por correr carritos los domingos y guardan mentalmente un Porsche delante de su casa de paja y tejas, con su familia muerta de hambre. Ahora bien, como todos sabemos, el arte y el estilo tienen que ver con el relleno, no con la salmuera.

Los mapas del amor nos enseñan por dónde habrá que embriagarnos. Porque quedaremos ahítos, eso sí.  Embriagados, por supuesto. Pero no sólo de bacalao, no sólo de asado: también de sentido, de mundo relatado, cocinado por nuestro ser ahí, con el otro en estado puro. El otro abierto que no ensimismado. Y el relato levantado es todo lo que debería interesarnos del mundo del comer. El verdadero alimento, el verdadero sustrato. Siempre el relato cocinado por nuestra historia: no crudo, no insípido de realidades. “Crudos” en todo caso los cubiertos, de acero inoxidable, inertes sobre esa mesa, si es que realmente las hay. Tan fríos esos cubiertos como un perro en un baldío sin un hueso que roer.

Y sobre las mesas (yo diría mejor: plataformas de despegue), levitamos. Lo que no significa que perdamos peso. Lo ganamos. Peso específico y absoluto del ser se gana al comer. Ese levitar es olvidarse del mundo ruin, de las tropelías de los políticos del orbe que no sabrían cómo comer ahí con los elegidos a sentarse. No sabrían ni qué decir de ellos, de su gente, de su cerebro. Por eso, los políticos de ahora deben estar en el lugar del perro sin hueso, y los perros cómodos en nuestra mesa. Eso sí que es justo, damas y caballeros. Comer es poner las cosas en su sitio.

Por ejemplo, recordar que no todo es trabajar. También distraerse, abrir un paréntesis para nuestra paz. No la tranquilidad de pagar las cuentas, los requerimientos mundanos a los que nos obliga el mundo de hoy. Eso es sobrevivir, tributar. Y ese zafarnos, desarticularnos de la maquinaria del tiempo aniquilador del sosiego humano, no es darle la espalda a lo que habrá que encarar ahora o más adelante. Es tomar aire, recargar pilas, rellenarnos de sangre. Amar nuestra sangre, a los de nuestra sangre roja casi dorada, lúgubre y perfecta, germinadora, dador de belleza.  Y se puede llevar más allá: darnos el tiempo para velar armas, abrirse paso y quedarse con lo que vale. No en el mercado: en el ser. Lo que es caro para la ganancia de lo verdadero: vivir. Y en plural y en gerundio. En otras palabras: para que estemos, no muriendo sino viviendo.

Fuera caretas: quien no pueda sentarse a la mesa (salvo que pueda excusarse debido a una urgencia accidental, una jugarreta del destino), es porque algo esconde. Quien se siente y no hable, no sonría, no diga lo que le puede, lo que lo vence, hace su jubileo, lo hace temblar de llanto o le quita el aliento es, llanamente, un cobarde. No para ver a los demás: para verse a sí mismo entre los demás. Y siendo un ser social eso es fracturarse. Como alguien que fuese llamado a hacer arte y decidiera sólo hacer caricaturas de ese arte. Por eso: no te hagas el elegible a sentarte, no te mientas ni lo hagas a los demás. Mejor di a los otros: ustedes no me interesan por ahora (en verdad él no se interesa a sí mismo) y, como pusilánime que soy, antes de faltarles el respeto, antes de emborracharme sólo de tragos y no de ustedes, hermanos altos, fuertes de pecho para amar, me voy.

Nunca insistas en invitar a un burro a la mesa. Lo que Natura no da, ni Salamanca, ni Zeus, ni Master Card, nadie lo prestará. Los burros parecen hombres y mujeres comunes. Ten cuidado. Se parecen tanto que hasta te has rodeado de ellos. Elige bien porque de ello depende tú felicidad. Por siglos has sido lastrado por ellos, Mándalos a comer al patio con los políticos, Mándalos al carajo.

La “comestibilidad” de los alimentos, analicémoslo, muy frecuentemente está ligada, imbricada medularmente, a la capacidad amatoria de quien los ha preparado y dispuesto para el disfrute de los otros. No se habla aquí de la sazón, de la frescura o nivel del artificio de lo que se come, sino de una categoría ulterior. ¿Cuál? Que si lo que uno come ha sido levantado desde el contubernio más humanista, desde una suerte de confabulación para salivar del alma y de los sexos, será comido, atragantado con la más salvaje fruición. Como lo es, las más de las veces, compartir un pedazo de masa frita en una esquina.

Te hice de comer. Nunca mejor dicho. Porque cuando uno cocina a los suyos, consanguíneos o no, bellísimos amantes, compañeros de vida, tal manufactura se ha visto untada, se ha visto físicamente herida, afectada, por la imagen de esos otros. Como si hubieran sido ahogados, picados y cocinados e incorporados a un plato. Así, la invitación a sentarse a la mesa, no comienza nunca, a decir verdad, con un deseo de buen provecho, con el ritual convenido por cada grupo para agradecer los alimentos a lo que les plazca. Comienza con la mezcla de ingredientes en cazos sobre calderos, y sigue hacia incorporar un elemento principal es la imagen de esa otredad ensoñada, imaginada, que formará parte esencial del ágape. Esa imagen, quizá, sea la que nos haga levantar un amor comestible. Todo lo demás es fast food. Comida de máquinas para máquinas: diésel. Y por más que los fingidores lo hagan pasar por festín señorial, aunque tantos y tantos humanos (muchos más de los que hacen bien el amor) sean fanáticos del aceite para autos, se trata de nuestro símbolo del fin, de la muerte humana, del olvido del placer. Los prehumanos, los olvidados de sus facultades, festejan alrededor de este falso fuego, de esta pira de neumáticos.

Entonces decir: “Te hice de comer” no es para nada una metáfora. Ese a quien imaginamos está en el guisado que se ha puesto en el plato, su plato. Es antropofagia, hasta ese momento, simbólica. Que tal frazada de comerse al otro como límite del deseo se convierta en realidad, dependerá del buen gusto y la calidad humana de quien cocina y quien come. Dependerá de que los poetas verdaderos, dispuestos carnalmente al sacrificio por placer, estén a la altura de sus sueños, de cumplir con los deseos de sus seres amados. Ahora sí: “Buen provecho”.

Por ejemplo, ¿beber de la sangre de nuestros amantes es algo grosero, denigrante? No lo creo. Menos que comer un pollo frío sacado de la nevera luego de tres meses para revigorizarlo un horno de microondas. Eso sí que debería estar prohibido. Como darle de comer siempre lo mismo a nuestros hijos. Porque si uno es lo que come deberíamos odiar tener “Niños Quesadilla”. Bello será beber el sudor, la sangre, los fluidos de nuestros seres queridos. Eso se llama magia, humanidad a secas. Corrección: a húmedas. ¿O vamos a salir gazmoños y santurrones?

Debemos dudar no de quien no sepa cocinar, tampoco de quien no sepa comer fino o exótico. No del que coma poco o mucho. Tampoco de quien no coma picante o no guste de pasar su comida con vino. No. Debemos dudar a ultranza, in extremis, tanto como para largarlo de nuestra morada, de quien no quiera ser ingrediente de nuestro caldo: el cocido grupal y hediondo del estar vivo con el otro. No vale la pena cruzar palabra alguna con quien no se quiera licuar en esos caldos. Están realmente muertos los que no quieran ser parte de ese gran jolgorio: el que escupe la vida a la cara de la muerte. Eso es lo que importa: nada más. Pensar, compartir, ligarnos con quien amamos. Comer es cruzarnos. Comer es coger. Lo hacemos porque nos incendia como verdadero poema (Huidobro), nos quita las caretas, nos hierve la sangre y las ideas. Las caretas son unicel, poliestireno, hule espuma. No madera, no casa, no selva, no la tempestad que implica hacer amor al comer. Eso es comer: hacer amor, propagarlo. Comer: hacernos arder. No con aceite de auto. Que jadeemos: no al primer hervor. Nunca. A fuego lento. Que vivamos un momento de compartición amorosa con ese él o ella, aquellos que definamos como el más puro amor. Y eso, fuera de títulos nobiliarios, universitarios, honorabilísimos membretes de pacotilla, es a lo más alto, a lo más digno que aspiramos como humanos.

Entonces comer ni es comer. O si se quiere, comer es hacer un poema colectivo, una esculura social que solamente comienza con ese proceso fisiológico de la ingesta, de por sí elementalmente biológico y vergonzante, escatológico que, si hiciéramos un esfuerzo por denostarlo, sería casi asqueroso. Masticar, engullir, tragar con base en saliva ácida o dulce, como insectos. Es decir: comer es algo que no sólo va con el cuerpo de quienes preparan y desaparecen los alimentos. Va con el alma de estos. Con su disposición comprometida, real (¿de realeza?), por la aventura del ser. Del ser como uno es frente a los demás. Comer, entonces, sea un mole barroquísimo o unos mejillones con vino blanco, comamos cordero, quesos con una sidra “Trabanco”, estará siempre relacionado con la liviandad y la transparencia.

Y con el olor. Pero no el que proviene del vapor de los cuencos hirvientes. Con la cosa aérea que es, al menos por unas horas, olisquear nuestra ínfima libertad. ¿Importa la ropa o el auto que traes, la casa o tu status social? Sí. Importa para saber de lo que hay que deshacernos, lo que hay, más vale pronto que tarde, tirar. A la basura la basura. A la hermosura la hermosura. No te pierdas en el anonimato, no pierdas la cordura. Esos ojos que ves, esos labios que te dicen sus historias, es la más grande de tus fortunas. Así comas sobre un comal, papas. Papas con sal. Ya estuvo suave de siempre olvidarnos, basta ya de prolongar nuestra verdad. Come, entonces. No postergues eso que te hizo y hace ser lo que eres. Ese pastel de cumpleaños, pobrecito con su merengue de pobres, color azul y rosa como de cuento de hadas, esa galleta con cajeta, ese arroz con huevo, ese fideo seco. En donde sea y como sea. No con quien sea. Con quien es.

*Los buenos modales, los reglamentos o cartillas morales aplicados por cualquier tipo de conservitas infumables, son pretextos para cortar el relato que es lo que en verdad comemos. Para derribar nuestro humilde castillo de naipes tan lentamente construido. Quien pida modales deberá garantizarlos y (salvo los excelentísimos críticos de arte o escritores mexicanos, también los directores técnicos o futbolistas, políticos culturales, empresarietes milagro de este entorno), no es muy sabido que exista un humano que las traiga todas consigo. De manera que sería muy recomendable no exigir nada. Para salir todos avante. Sin cola que nos pisen, la corten y la pongan a cocinar. Disfruta y deja de jorobar, no te vayas por las ramas. Vive y deja vivir al que quiere comer como le venga en gana. ¿O cómo es que comiste un pollo, un mango, incluso un pescado? Claro, con las manos. ¿Y comer libremente de nuevo te daría vergüenza? No te niegues al negar y deja de chingar. El chiste es estar. Participar. Ni los modales importan ni los gustos. ¿O a ese o esa que le pone jugo Maggi a su pizza, come pescuezos de pollo con salsa Valentina, cueritos en el estadio o manitas en vinagre en el más pobre estado vas a dejarle de hablar? ¡No vaya a ser tu novia o tu mamá!  ¿Sabes lo cruento que significaría que te dejaras de hablar?

“Yo a lo tuyo”, escribió Gabriel García Márquez en una servilleta de tela que ahora se muestra como decoración en un restaurante cualquiera. Y el colombiano sabía lo que decía. Se vale. Todo es de todos. No las mujeres ni los hombres que nos corresponden con amor. Eso no es comer. Eso es denigrarnos. Pero vaya que es verdad que la construcción del poema que llamamos “comer” está relacionado a lo que cada quien quiera entender por una “orgía”. Porque las orgías, del tipo que sean, son una cosa colectiva. Es una orquesta el comer, una sinfonía. Cada uno toma su puesto en la orquesta. No importa si es el primer violín, se encargue de hacer arte con la bella cebra que es un piano, o toque un triángulo o los platillos muy de vez en cuando. Cada quien sonará como un cañón, como un cometa al estrellarse sobre la tierra siempre y cuando uno sea de veras, uno se abra de tajo sobre la mesa. Tú, dime, a ti mismo debes decírtelo: si no es para chupar todo el jugo a los tuyos, ¿a qué has venido aquí?

¿Es miedo? Porque el miedo no vale aquí. Una cosa es que se nos ponga la piel chinita y otra muy diferente es ser gallina. Un momento. Las gallinas nos dan huevos. Son magia pura. Corrección: los que no le meten al hambre de estar vivos no nos dan huevos. Nos dan jaquecas, pretextos. Poner todos los huevos de tu gallina en una canasta o en varias depende sólo de tu deseo. Pero no te lastres con seres calculadores, adjetivadores, criticones de todo lo que se mueve y no. Se vale decir lo que sea pero no limitar al otro. Esos que tajan son manteles para manchar, servilletas de uso, parquímetros afuera de los santuarios del comer. ¡Vivan las gallinas! ¡Vivan los ovarios y los huevos! Vivan los santuarios del comer que pueden ser un sitio en Francia o en La Merced. ¡Que vivan las pieles chinitas! Y sean sofritos los que no nos dan salvo quejas, su canasta vacía de cualquier forma de simpatía.  Esos nunca en ninguna mesa. Jamás. No más.

¿Y esta intolerancia tan espesa? Porque en tu mesa, que ojalá sea vasta y bella en todo lo que no se ve y es lo que nos mueve, habrá un canto. En el amor hay siempre un canto. Y si ciernes bien, si espesas bien todo lo que te rodea, todos en tu mesa cantarán. Cantarán los pechos henchidos hasta de tus muertos que aguardarán por su plato ahí sentaditos. Todos los que coman contigo cantarán henchidos de placer por haber juntos cocinado un relato. Y ahí es que sabrás a través de ellos, de los tuyos congregados, a qué has venido aquí: a cantar. A saber que, entre cuerpos y cuerpos, platos y platos, vaya que los has, imperceptiblemente, transportado. ¿A dónde? A donde siempre hubieron soñado.

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