LECTURAS | “La esposa joven”, de Alessandro Baricco

25/03/2017 - 12:05 am

“¿Cómo podemos definir la novela de Alessandro Baricco? ¿Un apólogo surrealista, un relato entre filosófico y libertino, una caprichosa y audacísima historia de amor?” (Lorenzo Mondo, La Stampa).

Ciudad de México, 25 de marzo (SinEmbargo).-Tras cumplir dieciocho años y según lo acordado previamente, la Esposa joven regresa de Argentina y se presenta en casa de la Familia para poder casarse con el Hijo, su prometido. Sin embargo, hay un pequeño problema: éste ha partido en viaje de negocios y nadie sabe con exactitud cuándo va a volver, ni si lo hará. Se inicia así una larga espera en una villa italiana, a principios del siglo XX, en la que la joven tendrá la oportunidad de ir conociendo en profundidad al Padre, empeñado en mantener en orden un mundo con tendencia al caos y a la hipérbole, pese a la fragilidad de su corazón; a la Madre, cuya exuberante belleza está en el origen de no pocas locuras y bancarrotas, y experta en formular silogismos inescrutables; a la Hija, que mantiene en secreto su propia espera, pese a una discapacidad que aumenta su voluntad de gozar de la existencia; y, en fin, al Tío, sumido en un sueño del que sólo despierta ocasionalmente para actividades cotidianas o para dar sabios consejos. Todo ello bajo la atenta mirada de Modesto, el mayordomo, quien es capaz, con sus golpes de tos, de asesorar a la Esposa joven para moverse en ese excéntrico mundo.

Una de las novelas más audaces de Baricco, con ese sabor agridulce propio de sus obras, en la que se combinan sabiamente páginas de un erotismo inaudito, divertidas escenas de vida familiar, reflexiones sobre el arte de vivir, y también de morir, y digresiones de un narrador que medita, a la par que los crea y les da voz, sobre esos personajes y esos mundos de ficción tras los que se enmascaran sus propias experiencias.

Por autorización de Anagrama, transcribimos unas páginas de La esposa joven, de Alessandro Baricco

La esposa joven, de Alessandro Baricco. Foto: Especial

Los escalones para subir son treinta y seis, de piedra, y el anciano los sube despacio, circunspecto, casi como si fuera recogiéndolos uno a uno para conducirlos hasta el primer piso: él es un pastor; ellos, sus tranquilos animales. Modesto es su nombre. Sirve en esa casa desde hace cincuenta y nueve años; es, por tanto, su sacerdote.

Al llegar al último escalón se detiene frente al amplio pasillo que se prolonga sin sorpresas ante su mirada: a la derecha, las habitaciones cerradas de los Señores, cinco; a la izquierda, siete ventanas, cerradas con postigos de madera lacada.

Es justo el amanecer.

El anciano se detiene porque tiene una enumeración personal que debe actualizar. Lleva la cuenta de las mañanas que ha inaugurado en esa casa, siempre de la misma manera. Así que añade otra unidad que se pierde entre los millares. La cuenta es vertiginosa, pero no está preocupado: oficiar desde siempre el mismo ritual matutino le parece coherente con su trabajo, respetuoso con sus inclinaciones y típico de su destino.

Después de pasar la palma de las manos sobre la tela planchada de los pantalones –en los costados, a la altura de los muslos– adelanta la cabeza casi imperceptiblemente y pone en movimiento de nuevo sus pasos. Ignora las puertas de los Señores, pero al llegar a la primera ventana, a la izquierda, se detiene para abrir los postigos. Lo hace con gestos suaves y exactos. Los repite con cada ventana, siete veces. Sólo entonces se vuelve, para juzgar la luz del amanecer que entra en haces a través de los cristales: se sabe todos los matices posibles y por su naturaleza sabe cómo será el día: puede deducir, a veces, borrosas promesas. Dado que van a fiarse de él –todo el mundo–, es importante la opinión que se forme.

Sol velado, suave brisa, decide. Así será.

Entonces recorre de regreso el pasillo, esta vez dedicándose a la pared antes ignorada. Abre las puertas de los Señores, una tras otra, y en voz alta anuncia el comienzo del día con una frase que repite cinco veces sin modificar ni el timbre ni la inflexión.

Buenos días. Sol velado, suave brisa.

Luego desaparece.

No existe hasta que vuelve a aparecer, inmutable, en el salón de los desayunos.

Debido a antiguos acontecimientos sobre cuyos detalles se prefiere por ahora guardar silencio, la costumbre se cierne sobre ese despertar solemne, que luego se convierte en festivo y prolongado. Concierne a toda la casa. Nunca antes del amanecer, esto es taxativo. Esperan la luz y la danza de Modesto en las siete ventanas. Sólo entonces consideran que ha terminado para ellos la condena de la cama, la ceguera del dormir y la apuesta de los sueños. Muertos, la voz del anciano los trae de vuelta a la vida.

Entonces salen en enjambre de las habitaciones, sin ponerse ropa encima, sin pasar siquiera por el alivio de un poco de agua sobre los ojos, en las manos. Con los olores del sueño en el pelo y en los dientes, nos cruzamos en los pasillos, en las escaleras, a la salida de las habitaciones, abrazándonos como exiliados que regresan a alguna tierra lejana, incrédulos por haber escapado de ese embrujo que nos parece la noche. Separados por el obligatorio sueño, volvemos a constituirnos como una familia y desembocamos en la planta baja, en el gran salón de los desayunos como un río subterráneo que ahora sale a la luz, presagiando el mar. Lo hacemos mayormente riendo.

Un mar aparejado, de hecho, es la mesa puesta de los desayunos; un término que nadie ha pensado nunca en utilizar en singular, donde sólo un plural puede restituir la riqueza, la abundancia y la disparatada duración. Es evidente el sentido pagano de agradecimiento: la calamidad de la que se ha huido, el sueño. Sobre todas las cosas vela el imperceptible deslizamiento de Modesto y de dos camareros. En un día normal, ni de Cuaresma ni de fiesta, el fasto ordinario ofrece tostadas de pan blanco e integral, rizos de mantequilla colocados sobre la plata, mermelada de nueve frutas, miel y puré de castaña, ocho tipos de bollos que culminan en un inimitable cruasán, cuatro pasteles de diferentes colores, una copa de nata montada, fruta de temporada siempre cortada con geométrica simetría, un despliegue de raros frutos exóticos, huevos del día presentados en tres tiempos de cocción diferentes, quesos frescos más un queso inglés llamado Stilton, jamón de granja en finas lonchas, taquitos de mortadela, consomé de buey, fruta confitada en vino tinto, galletas de maíz, pastillas digestivas de anís, cerezas de mazapán, helado de avellana, una taza de chocolate caliente, pralinés suizos, regalices, cacahuetes, leche, café.

El té es detestado; la manzanilla, reservada a los enfermos.

Se puede entender entonces cómo una comida considerada por la mayoría un rápido paso de la jornada en esa casa es en cambio un complejo e interminable procedimiento. La práctica cotidiana exige que estén en la mesa durante horas, hasta limitar con el ámbito del almuerzo, que de hecho en esa casa nunca se puede hacer, como en una itálica imitación del brunch de más alto rango. Sólo a cuentagotas, de vez en cuando, algunos se levantan para luego reaparecer en la mesa parcialmente vestidos, o lavados, las vejigas vaciadas. Pero se trata de detalles que apenas se pueden percibir. Porque a la gran mesa, todo hay que decirlo, acceden los visitantes del día, familiares, conocidos, postulantes, proveedores, eventuales autoridades, hombres y mujeres de la Iglesia: cada uno con su propio tema. Es praxis de la Familia recibirlos allí, en la corriente del torrencial desayuno, en una forma de informalidad exhibida que nadie, ni siquiera ellos, sería capaz de distinguir del súmmum de la arrogancia, que es recibir a la gente en pijama. La frescura de la mantequilla y el mítico punto de cocción de las tartas inclinan, de todas formas, a la amabilidad. El champán siempre en hielo, y ofrecido con generosidad, es suficiente por sí solo para motivar la presencia de mucha gente. Por eso, no resulta raro ver alrededor de la mesa de los desayunos a decenas de personas, de forma simultánea, a pesar de ser sólo cinco en la familia; y en realidad cuatro, ahora que el Hijo varón está en la Isla.

El Padre, la Madre, la Hija, el Tío.

Temporalmente en el extranjero, en la Isla, el Hijo varón.

Finalmente se retiran a sus habitaciones hacia las tres de la tarde, y en media hora salen de ellas rebosantes de elegancia y de frescura, como todo el mundo reconoce. Las horas centrales de la tarde las consagramos a los negocios: la fábrica, las granjas, la casa. Al atardecer, el trabajo solitario –se medita, se inventa, se reza– o las visitas de cortesía. La cena es tardía y frugal, consumida cada uno a su aire, sin solemnidad: reside ya bajo el ala de la noche, por lo que tendemos a despacharla, como un inútil preámbulo. Sin despedirnos, a continuación partimos hacia la incógnita del sueño, cada uno exorcizándola a su manera.

Desde hace ciento trece años, todo hay que decirlo, en nuestra familia todos han muerto de noche.

Esto lo explica todo.

En particular, esa mañana, el tema era la utilidad de los baños en la playa, sobre los que Monseñor, mientras se metía a paletadas nata montada en la boca, albergaba sus reservas. Intuía en ello una incógnita moral evidente, sin atreverse, no obstante, a definirla con exactitud.

El Padre, hombre de buen carácter y, en caso necesario, feroz, estaba ayudándolo a enfocar el asunto.

–Si es tan amable, Monseñor, recuérdeme dónde se habla de ello, concretamente, en el Evangelio.

A la respuesta, evasiva, sirvió como contrapeso el timbre de la entrada, al que todo el mundo prestó una mesurada atención, tratándose obviamente de la enésima visita.

Se ocupaba de ello Modesto, quien abrió como siempre y se encontró delante a la Esposa joven.

No era esperada para ese día, o tal vez sí, pero se habían olvidado.

Soy la Esposa joven, dijo.

Usted, anotó Modesto. Luego miró a su alrededor, sorprendido, porque no era razonable que hubiera llegado sola, y en cambio no se veía a nadie hasta donde alcanzaba la vista.

Me han dejado al final del paseo, dije, tenía ganas de contar mis pasos en paz. Y dejé mi maleta en el suelo.

Tenía, tal y como se había acordado, dieciocho años.

La verdad es que yo no tendría ninguna reserva en mostrarme desnuda en la playa –estaba indicando la Madre mientras tanto–, dado que siempre he tenido cierta inclinación por la montaña (muchos de sus silogismos eran realmente inescrutables). Podría citar por lo menos una docena de personas, proseguía, a las que he visto desnudas, y no hablo de niños o de viejos moribundos, hacia quienes siento cierta comprensión de fondo, aunque…

Se interrumpió cuando la Esposa joven entró en la sala, y lo hizo no tanto porque la Esposa joven hubiera entrado en la sala, sino porque había sido introducida en la misma por una alarmante tos de Modesto. Tal vez ya he dicho antes que, en sus cincuenta y nueve años de servicio, el anciano había puesto a punto un sistema comunicativo laríngeo que toda la familia había aprendido a descifrar igual que si fuera una escritura cuneiforme. Sin tener que recurrir a la violencia de las palabras, una tos –o, en contadas ocasiones, dos, en las formas más articuladas– acompañaba sus gestos como un sufijo que aclaraba el significado de los mismos. En la mesa, por poner un ejemplo, no servía ni un solo plato sin acompañarlo con una aclaración de la epiglotis, a la que confiaba su personalísima opinión. En esa circunstancia específica, introdujo a la Esposa joven con un siseo apenas esbozado, lejano. Indicaba, todo el mundo lo sabía, un nivel muy alto de vigilancia, y ésta es la razón por la que la Madre se interrumpió, cosa que no solía hacer, ya que anunciarle un invitado, en una situación normal, no era diferente a servirle agua en su vaso, ya se la bebería luego con calma. Se interrumpió, por tanto, volviéndose hacia la recién llegada. Reparó en la edad inmadura de ella y con un automatismo de clase dijo.

–¡Cariño!

Nadie tenía ni la menor idea de quién era.

Luego debió de abrirse una rendija en su mente tradicionalmente desordenada, porque preguntó

–¿En qué mes estamos?

Alguien respondió Mayo, el Farmacéutico, probablemente, a quien el champán hacía insólitamente preciso.

Entonces la Madre volvió a repetir ¡Cariño!, pero esta vez consciente de lo que estaba diciendo.

Es increíble lo rápido que ha llegado mayo este año, estaba pensando.

La Esposa joven amagó una reverencia.

Se habían olvidado, eso era todo. Todas las cosas estaban acordadas, pero desde hacía tanto tiempo que luego se había perdido una memoria exacta. No debía deducirse de ello que hubieran cambiado de idea: eso, en todo caso, habría sido demasiado cansado. Una vez decidido algo, en esa casa no se cambiaba nunca, por razones obvias de economía de las emociones. Simplemente, el tiempo había pasado con una velocidad tal que no sintieron la necesidad de llevar la cuenta del mismo, y ahora la Esposa joven estaba allí, probablemente para llevar a cabo lo que había sido acordado hacía tiempo, con la aprobación oficial de todo el mundo: casarse con el Hijo.

Resultaba fastidioso admitir que, ateniéndose a los hechos, el Hijo no estaba allí.

No pareció urgente, de todas formas, detenerse en este detalle, y así todo el mundo se dedicó sin titubeos a un feliz coro de bienvenida general, diversamente matizado con sorpresa, alivio y gratitud: esta última por la marcha de las cosas de la vida, que parecía ajena a las humanas distracciones.

Porque ahora que he empezado a contar esta historia (y esto a pesar de la desconcertante serie de acontecimientos que me impresionó y que desaconsejaría embarcarse en una empresa semejante), no puedo evitar esclarecer la geometría de los hechos, según como voy recordándola poco a poco, anotando por ejemplo que el Hijo y la Esposa joven se habían conocido cuando ella tenía quince años y él dieciocho, acabando gradualmente por reconocer, el uno en el otro, un correctivo suntuoso a las indecisiones del corazón y al aburrimiento de la juventud. Ahora resulta prematuro explicar por qué singular camino, pero es importante saber que más bien rápidamente llegaron a la feliz conclusión de que querían casarse. A sus familias respectivas el asunto les pareció incomprensible, por motivos que tendré tal vez la forma de clarificar si las garras de esta tristeza acaban por soltar la presa: pero la personalidad singular del Hijo, que tarde o temprano tendré fuerzas para describir, y la nítida determinación de la Esposa joven, para transmitir la cual me gustaría encontrar la lucidez necesaria, aconsejaron cierta prudencia. Se acordó que era mejor transigir y se pasó a desatar algunos cabos técnicos, en primer lugar la no perfecta alineación de sus respectivas posiciones sociales. Cabe recordar que la Esposa joven era la única hija de un ganadero que podía alardear de otros cinco hijos varones, mientras que el Hijo pertenecía a una familia que desde hacía tres generaciones fraguaba sus beneficios en la producción y el comercio de lanas y tejidos de cierto valor. El dinero no le faltaba ni a una parte ni a la otra, pero indudablemente eran dineros de especies diferentes, uno desatado por telares y elegancias antiguas; el otro, a partir de estiércol y atávicas bregas. El asunto provocó un páramo de timorata indecisión que se superó más tarde, cuando el Padre anunció de forma solemne que el matrimonio entre la riqueza agraria y las finanzas  industriales representaba el natural desarrollo de la iniciativa del Norte, trazando una clara vía de transformación para todo el País. Se deducía de ello la necesidad de superar esquematismos sociales que a esas alturas pertenecían al pasado. Dado que formalizó el tema con estos términos exactos, pero lubricando la secuencia con un par de buenas blasfemias colocadas artísticamente, la argumentación pareció convencer a todo el mundo, con su mezcla de irreprochable racionalidad e instinto veraz. Decidimos simplemente esperar a que la Esposa joven llegara a ser un poco menos joven: había que evitar posibles comparaciones entre un matrimonio tan bien ponderado y determinadas uniones campesinas, apresuradas y vagamente animales. Esperar, además de ser de indudable comodidad, nos pareció la certificación de una actitud moral superior. El clero no tardó en confirmarlo, olvidando aquellas oportunas blasfemias.

Así que iban a casarse.

Ya puestos, y dado que esta noche siento sobre mí cierta ilógica ligereza, quizá inducida por las luces afligidas de esta habitación que me han prestado, me siento con ganas de añadir algo sobre lo que ocurrió poco después del anuncio del compromiso, por iniciativa, sorprendente, del padre de la Esposa joven. Era un hombre taciturno, tal vez bueno, a su manera, pero también caprichoso, o inopinado, como si el demasiado trato con algunos animales de trabajo le hubiera transmitido una carga de inocua imprevisibilidad. Un día comunicó con palabras descarnadas que había decidido intentar una definitiva apoteosis de sus negocios emigrando a Argentina, a la conquista de pastos y de mercados, cuyos detalles había estudiado en su totalidad en las invernales noches de mierda sitiadas por la niebla. Las personas que lo conocían, vagamente desorientadas, decidieron que a semejante determinación no debía de ser ajena la frialdad  existente en el lecho conyugal, tal vez una ilusión de juventud tardía, probablemente una sospecha infantil de horizontes infinitos. Cruzó el océano, con tres hijos varones, por necesidad, y con la Esposa joven, por consuelo. Dejó a su esposa y sus otros hijos vigilando la tierra, con la promesa de que se reunirían con él si las cosas salían bien, cosa que llevó a cabo posteriormente, transcurrido un año, vendiendo incluso todas sus propiedades en el país y apostando todo su patrimonio en la mesa de juego de la pampa. Antes de partir, sin embargo, realizó una visita al Padre del Hijo y le confirmó por su honor que la Esposa joven se presentaría con el pistoletazo de su decimoctavo año para cumplir con la promesa de matrimonio. Los dos hombres se estrecharon la mano, en lo que en aquellos lares constituía un gesto sagrado.

En cuanto a los dos prometidos, se despidieron aparentemente tranquilos y secretamente desorientados: tenían, debo decir, buenas razones para estar de una forma y otra.

Una vez que los granjeros hubieron zarpado, el Padre pasó unos días en un silencio inusual para él, dejando de lado prácticas y costumbres que consideraba imprescindibles. Algunas de sus decisiones más inolvidadas habían nacido en similares suspensiones de la presencia, por lo que toda la Familia estaba resignada a grandes novedades cuando por fin el Padre habló breve, pero clarísimamente. Dijo que cada uno tenía su propia Argentina y que para ellos, líderes de la industria textil, Argentina se llamaba Inglaterra. Hacía algún tiempo que, de hecho, observaba ciertas fábricas del otro lado del canal de la Mancha que optimizaban de manera sorprendente su línea de producción: entre líneas, se intuían beneficios que a uno le provocaban mareos. Hay que ir a ver, dijo el Padre, y posiblemente copiar. Luego se volvió hacia el Hijo.

Irás tú, ahora que has sentado la cabeza, le dijo haciendo un poco de trampa en los términos de la cuestión.

Así que el Hijo partió, feliz incluso de hacerlo, con la misión de estudiar los secretos ingleses y traer de vuelta lo mejor, para la futura prosperidad de la Familia. Nadie se esperaba que volviera en el plazo de unas pocas semanas; y luego nadie se percató de que no volvía, ni siquiera en el plazo de algunos meses. Pero eran así: ignoraban la sucesión de los días, porque su objetivo era vivir uno solo, perfecto, repetido hasta el infinito: por tanto, el tiempo era para ellos un fenómeno de lábiles contornos que resonaba en sus vidas igual que una lengua extranjera.

Todas las mañanas, desde Inglaterra, el Hijo nos enviaba un telegrama con un texto inmutable: Todo bien. Se estaba refiriendo, por supuesto, a la insidia de la noche. Era la única noticia que en casa queríamos saber de verdad: además, nos hubiera resultado demasiado cansado dudar de que el Hijo podía hacer otra cosa, en esa ausencia prolongada, que cumplir con su deber, sazonado a lo sumo por alguna leve y envidiable desviación. Evidentemente, las fábricas inglesas eran numerosas y merecían un análisis en profundidad.

Dejamos de esperarlo: total, ya volvería.

Pero volvió antes la Esposa joven.

Deja que te mire, dijo la Madre, radiante, una vez que se hubo recolocado la mesa.

Todo el mundo la miró.

Se percataban de un matiz que no sabrían determinar.

Lo dijo el Tío, despertándose del sueño que estaba durmiendo desde hacía largo rato, echado en una butaca, una copa de champán, llena hasta el borde, aferrada entre los dedos.

Usted debe de haber bailado mucho, señorita, por allí. Me alegro.

Luego bebió un sorbo de champán y volvió a dormirse.

La del Tío era una figura agradecida en la familia, e insustituible. Un misterioso síndrome, del que era el único enfermo conocido, lo mantenía atrincherado en un sueño perenne del que salía, con brevísimos intervalos, con el único fin de participar en la conversación con una puntualidad a la que todos nos habíamos acostumbrado ya a considerar obvia y que, por el contrario, era, evidentemente, ilógica. Había algo en él que era capaz de aprehender, incluso en sueños, todos los sucesos y todas las palabras. Es más, ese provenir de otra parte parecía a menudo conferirle tal lucidez, o tal ojo singular sobre las cosas, que dotaba a sus despertares y a sus relativas apreciaciones de una resonancia casi oracular, profética. Aquello nos tranquilizaba mucho, porque sabíamos que podíamos contar en todo momento con la provisión de una mente hasta tal punto descansada que podía desatar como por arte de magia cualquier nudo que se presentara en el razonamiento doméstico o en el vivir cotidiano. No nos molestaba, por otro lado, el asombro de los extraños frente a esas hazañas singulares, detalle que confería a nuestra casa una razón más para hacerla atractiva. De regreso con sus familias, los invitados a menudo llevaban consigo el legendario recuerdo de ese hombre que podía, mientras estaba dormido, quedarse detenido en acciones incluso complejas, entre las que sujetar una copa de champán llena hasta el borde no era más que un pálido ejemplo. Podía, en sueños, afeitarse, y no pocas veces se le había visto tocar el piano mientras dormía, si bien marcando los tiempos levemente ralentizados. No faltaban quienes decían que lo habían visto jugar al tenis completamente dormido: parece que despabilaba sólo para los cambios de campo. Refiero todo esto para que conste, pero también porque hoy me ha parecido vislumbrar una coherencia en todo lo que me está ocurriendo, y por eso mismo hace unas horas que me resulta sencillo oír sonidos que, de lo contrario, presa de las garras del extravío, se convierten en inaudibles: por ejemplo, el tintineo de la vida, a menudo, sobre la mesa de mármol del tiempo, como perlas dejadas caer. El ser gracioso de los seres vivos; esta particular ocurrencia.

Eso es, sí, debe de haber bailado mucho, confirmó la Madre, yo no sabría decirlo mejor, y además a mí nunca me han gustado los pasteles de fruta (muchos de sus silogismos eran realmente inescrutables).

¿Tangos?, preguntó turbado el notario Bertini, para quien pronunciar la palabra Tango ya era de por sí algo sexual.

¿Tangos? ¿Argentina? ¿Con ese clima?, preguntó la Madre, pero no se sabía a quién.

Puedo asegurarle que el tango es de origen claramente argentino, pespunteó el notario.

Entonces se oyó la voz de la Esposa joven.

Viví tres años en la pampa. Nuestro vecino estaba a dos días a caballo. Un sacerdote nos traía una vez al mes la Eucaristía. Una vez al año nos íbamos de viaje a Buenos Aires, con la idea de asistir al estreno del Festival de la Ópera. Pero nunca llegamos a tiempo. Siempre estaba mucho más lejos de lo que pensábamos.

Decididamente, poco práctico, observó la Madre. ¿Cómo pensaba tu padre encontrar así un marido para ti?

Alguien le comentó que la Esposa joven era la prometida del Hijo.

Es obvio, ¿usted cree que no lo sé? Planteaba una observación general.

Pero es verdad, dijo la Esposa joven, allí bailan el tango. Es hermosísimo, dijo.

Se sintió esa misteriosa oscilación del espacio que anunciaba siempre los imponderables despertares del Tío.

El tango le proporciona un pasado a quien no lo tiene y un futuro a quien no lo espera. Luego volvió a dormirse.

Mientras, la Hija miraba, silenciosa, desde su silla al lado del Padre.

Tenía la misma edad que la Esposa joven, una edad, permítaseme el inciso, que no tengo desde hace un montón de años. (Ahora, al volver a pensarlo, tan sólo veo una gran confusión, pero también algo que me parece interesante, el derroche de una belleza inaudita e inutilizada. Lo que por otra parte me lleva de nuevo a la historia que pretendo relatar, aunque sólo sea para salvar mi vida, pero seguramente también por la sencilla razón de que hacerlo es mi trabajo.) La Hija, decía. Había heredado de la Madre una belleza que en aquellos lares sonaba aristocrática: porque a las mujeres de esa tierra se reservaban limitados fogonazos de esplendor –la forma de los ojos, dos piernas afortunadas, el negro azabache del pelo–, pero nunca esa perfección completa y rotunda –fruto aparente de mejoras seculares aportadas en la sucesión de infinitas generaciones– que la Madre aún conservaba y que ella, la Hija, replicaba milagrosamente, bajo el oropel, por si fuera poco, de la edad feliz. Y hasta ahí, todo bien. Pero la verdad se hace evidente cuando salgo de mi elegante inmovilidad y me muevo, desplazando irremediables cuotas de infelicidad, por el inmodificable hecho de ser inválida. Un accidente, tendría algo así como ocho años. Un carro que se escapa de las manos, un caballo desbocado de repente, en una calle estrecha entre las casas, en la ciudad. Los médicos venidos desde el extranjero, insignes, hicieron el resto, ni siquiera fue por incompetencia: por mala suerte, quizá, aunque en cualquier caso de una forma complicada y dolorosa. Ahora camino arrastrando una pierna, la derecha, que si bien fue diseñada a la perfección, está provista de un peso razonable y carente de la más mínima idea de cómo armonizarse con el resto del cuerpo. El pie posa grave y un poco muerto. Tampoco el brazo es normal, parece capaz solamente de tres posiciones, y tampoco resultan demasiado elegantes. Se diría que es un brazo mecánico. Así, ver cómo me levanto de una silla y salir a mi encuentro, para un saludo, o un gesto de cortesía, supone una experiencia extraña, de la que el término desilusión puede ofrecer una pálida idea. Hermosa más allá de las palabras, me desplomo ante el mínimo andar, convirtiendo en un instante toda la admiración en piedad y todo el deseo en desazón.

Es algo que sé. Pero no me siento inclinada a la tristeza, ni tengo talento para el dolor.

Mientras la conversación se había trasladado hasta la tardía floración de los cerezos, la Esposa joven se acercó a la Hija y se inclinó para besarla en las mejillas. Ella no se levantó porque en ese momento quería ser hermosa. Hablaron en voz baja, como si fueran viejas amigas, o tal vez por el repentino deseo de serlo. Instintivamente, la Hija se dio cuenta de que la Esposa joven había aprendido la distancia, y que nunca iba a abandonarla, habiéndola elegido como su forma particular e inimitable de elegancia. Será ingenua y misteriosa, siempre, pensó. Van a adorarla.

Luego, cuando ya retiraban las primeras botellas vacías de champán, la conversación tuvo un instante de suspensión colectiva, casi mágica, y en ese silencio la Esposa joven preguntó de una bonita manera si podía hacer una pregunta.

Pues claro que sí, cariño.

¿El Hijo no está aquí?

¿El Hijo?, soltó la Madre a fin de darle tiempo al Tío para salir de su otro lugar y echar una mano, pero dado que no sucedía nada, ¡Ah, el Hijo, claro!, prosiguió, el Hijo, obviamente, mi Hijo, por supuesto, es una buena pregunta. Luego se volvió hacia el Padre. ¿Querido?

En Inglaterra, dijo el Padre con absoluta serenidad. ¿Tiene usted idea de lo que es Inglaterra, señorita?

Creo que sí.

Eso es. El Hijo está en Inglaterra. Aunque de forma provisional, por descontado.

¿Quiere decir que va a volver?

Sin duda alguna, en cuanto lo llamemos.

¿Y van a llamarlo?

Ciertamente es algo que tendríamos que hacer lo antes posible.

Hoy mismo, delimitó la Madre, empleando una sonrisa que guardaba para las grandes ocasiones.

Así, por la tarde –y no antes de finalizar la liturgia del desayuno– el Padre se sentó en su escritorio y aceptó tomar nota de lo que había sucedido. Lo hacía, por lo general, con cierto retraso –me refiero a tomar nota de los hechos de la vida, y en particular de los que suponían cierto desorden–, pero no quisiera yo que esto se interpretara como una forma de entorpecida ineficiencia. Era, en realidad, una lúcida cautela de orden médico. Como todo el mundo sabía, el Padre había nacido con eso que a él le gustaba definir como «una inexactitud del corazón», expresión que no debe ser situada en un contexto sentimental: algo irreparable se había astillado en su músculo cardíaco, cuando aún era una hipótesis en construcción en el seno de su madre, de manera que nació con un corazón de cristal, al que primero los médicos y luego, a continuación, él mismo se habían resignado. No tenía cura, salvo una aproximación prudente, y ralentizada, al mundo. Según los manuales, un sobresalto particular, o un desasosiego sin preparación, se lo llevarían por delante en el mismo instante. El Padre, de todas formas, sabía por experiencia que no había que tomarlo tan al pie de la letra. Comprendió que estaba de prestado en la vida, y de ello había derivado un hábito de la cautela, una inclinación hacia el orden y la confusa certeza de habitar un destino especial. A esto hay que remitir su buen carácter natural y su ocasional fiereza. Deseo añadir que no le tenía miedo a la muerte: tenía con ella el grado suficiente de confianza, si no de intimidad, como para saber con certeza que la sentiría llegar a tiempo para hacer buen uso de ella.

Así que, ese día, no se dio una prisa particular en tomar nota de la llegada de la Esposa joven. En cualquier caso, una vez liquidados los deberes de costumbre, no rehuyó la tarea que le aguardaba: se inclinó sobre el escritorio y sin titubeos redactó el texto del telegrama, concibiéndolo con respeto a elementales exigencias de economía y con el propósito de alcanzar la irrefutable claridad que se hacía necesaria. Contenía estas palabras:

Regresada Esposa joven. Apresurarse.

La Madre, por su parte, decidió que no había ni siquiera que discutir: no teniendo un hogar propio y, en cierto sentido, tampoco una familia en tanto en cuanto todas sus posesiones y parientes se habían trasladado a Sudamérica, la Esposa joven se quedaría esperando allí en su casa. Dado que Monseñor no pareció presentar ninguna objeción moral, dada la ausencia del Hijo bajo el techo familiar, se le pidió a Modesto que preparara la habitación de invitados, de la que todos, por otra parte, bien poco sabían, puesto que nunca invitaban a nadie. Estaban moderadamente seguros de que existía, de todos modos. La última vez estaba ahí.

Alessandro Baricco nació en Turín. Foto: efe

Alessandro Baricco (Turín, 1958), además de numerosos ensayos y artículos, es autor de las novelas Tierras de cristal (Premio Selezione Campiello y Prix Médicis Étranger), Océano mar (Premio Viareggio), Seda, City, Sin sangre, Esta historia, Emaús, Mr Gwyn, así como Tres veces al amanecer, publicadas en Anagrama, al igual que la majestuosa reescritura de Homero, Ilíada, el monólogo teatral Novecento, los ensayos de Next. Sobre la globalización y el mundo que viene y Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación.

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