PROSA | La degradación se volvió el pan de la cuarentena. Otra vez, los susurros en su oreja

25/07/2020 - 12:04 am

Estaba sentenciada al distanciamiento social en casa de su abuela. No había querido nombrar el terror que le provocaba una presencia que se colaba por la puerta del cuarto; que se recostaba en mitad de la noche entre las cobijas de ella, y que poco a poco había optado por tornar, de la caricia fugitiva, hacia la violencia. Una noche, la despertó la asfixia y su cuello oprimido y a punto de reventar entre las manos del aparecido. La amenaza sigilosa.

Resguardarse es lo que dictaron los Santos y los Justos desde el orden celestial de la conferencia mañanera. Esto es el paraíso, y aquí las cosas permanecen estáticas, oprimidas bajo una discreta violencia que no tarda en estallar.

Por Fernanda Mora Triay

Ciudad de México, 25 de julio (SinEmbargo).- El paraíso está lleno de cosas que no podemos cambiar… —creyó haber leído en un manga, una vez, hace tiempo, poco antes de que el mundo se pusiera de patas pa’rriba, todavía más volteado, todavía más cerdo. En primer lugar está el hambre; no hay nada qué hacer con el hambre.

Si no hubiera perdido el trabajo de manicurista en el pequeño estudio de uñas sobre Avenida Tláhuac —en donde las habilidades “mujeriles” que tanta obscena segregación le habían causado toda la vida, ahora resultaban indispensables, y además, le habían dado chance de sentirse persona en la jodida existencia; con sus trazos de diosa delicada y clarividente, nadie sabía como ella lo que iba bien y lo que iba mal sobre un diseño de acrílico, fluoresente, recubierto de glitter y gelish, otra suerte hubiera corrido por sus miembros de hada.

Ahora, estaba sentenciada al distanciamiento social en la casa de su abuela, pues con qué ojos iba a pagar la renta del cuchitril donde vivía en los Reyes Culhuacán, y no sólo eso, sino que había tenido que volver a llamarse Manuel. Los insultos, los pequeños puntapiés de sus hermanos bajo la mesa, la degradación de verlos sostener un lápiz erguido, sobre su asiento, cada que iba a tomar lugar sobre una silla o en el sillón, se hicieron el pan de la cuarentena.

Resguardarse es lo que dictaron los Santos y los Justos, primero en los noticieros y luego desde el orden celestial de la conferencia mañanera. Guarecer lejos del reino de los vivos para mantenernos a salvo. Esto es, dijeron, el paraíso, hermanas y hermanos, y aquí las cosas permanecen estáticas, oprimidas bajo una discreta violencia que no tarda en estallar.

En segundo lugar, pensó, está el miedo. No hay mucho qué hacer con mi miedo. Ni con el miedo que me tienen, ni con el miedo que les tengo. Más aún, no había querido nombrar el terror que le provocaba una presencia terrible que se colaba por la puerta del cuarto que ocupaba en aquella casa extranjera; que se metía y se recostaba en mitad de la noche, alguna veces, entre las cobijas de ella, pero que poco a poco había optado por tornar, de la ternura y la caricia fugitiva, hacia la violencia.

Una noche, la despertó la asfixia y su cuello oprimido y a punto de reventar entre las manos del aparecido. Otra vez, la revivieron los golpes y la amenaza sigilosa de unos susurros en su oreja. ¿Y con la muerte? ¿Acaso no hay nada que hacer con su muerte, que presentía como una cosa que muy pronto iba a suceder? Estar lejos del mundo de los vivos la hizo, no sólo reconciliarse con la inminencia de la muerte, sino que, acaso, la preparó para el golpe que estaba a punto de soltar. Mejor aún, si éste la desterraba definitivamente del reino de los cielos.

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