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Jorge Javier Romero Vadillo

25/08/2022 - 12:04 am

La justicia y el Estado

¿Qué es el Estado y por qué está funcionando tan mal en México?

En el terreno de la justicia, la operación del Estado mexicano ha sido especialmente inicua. Foto: Gabriela Pérez, Cuartoscuro.

Este no es un artículo más sobre el informe de la Comisión de la Verdad y el Acceso a la Justicia de la Secretaría de Gobernación, presentado por su presidente Alejandro Encinas sobre el caso Ayotzinapa. Nada más tengo que decir del farragosos documento que lo dicho por José Antonio Caballero y Sergio López Ayllón en la disección del texto publicada hace un par de días en el blog “ El juego de la Corte” de Nexos (https://eljuegodelacorte.nexos.com.mx/ayotzinapa-y-donde-estan-los-culpables/ ) y coincido en buena medida con las apreciaciones políticas de Raúl Trejo Delabre en su artículo del lunes en Crónica (https://www.cronicajalisco.com/notas-fue_el_estado_farsa_y_demagogia-117203-2022 ).

La consigan “¡Fue el Estado!”, repetida hasta el hartazgo por quienes decidieron darle un uso político a la desaparición de los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014, siempre me pareció una tontería, en primer lugar porque el Estado no es un ente que actúe como el golem de la leyenda hebrea al ser animado con la palabra de la vida y solo es un cuerpo monstruoso de un hombre formado por muchos hombrecitos, que actúa con voluntad propia, en la imagen de la portada original del Leviatán de Thomas Hobbes, pero también porque implicaba que detrás de aquella tragedia había una decisión tomada en altas instancias del gobierno de Peña Nieto para cometer el crimen, cosa que desde cualquier perspectiva racional era absurda, incluso en un gobierno dirigido por un bobalicón.

Sin embargo, creo que es importante, en torno a esta caso, pero también respecto a todo el clima de violencia, inseguridad e injusticia en el que vivimos, reflexionar sobre el papel del Estado en cuanto organización en el proceso de descomposición de la convivencia en México. En primer lugar parece necesario volver a lo básico: ¿qué es el Estado y por qué está funcionando tan mal en México?

Durante décadas, buena parte del análisis político del siglo pasado solía considerar al Estado mexicnao como una maquinaria fuerte, que funcionaba con eficacia, con un mando centralizado en un Presidente prácticamente omnímodo y con una estabilidad envidiable si se le comparaba con el resto de América Latina, plagada por regímenes enclenques que una y otra vez sucumbían por golpes militares.

El problema es que la fachada de fortaleza no resistía un análisis serio cuando se aproximaba la lente a la operación de una maquinaria carcomida por problemas de agencia, donde cada funcionario usaba su parcela de poder para sacar provecho personal, para vender protecciones e influencias entre sus redes de reciprocidad y para negociar a buen precio el pedazo de legalidad que le tocaba controlar.

Un Estado que servía de maquinaria de distribución de un botín público bastante flaco, pero suficiente para lubricar las redes de lealtad y disciplina política que garantizaban la operación básica de la maquinaria. Con todo, mal que bien la maquinaria estatal cumplía con su función básica de reducción de la violencia y distribuía rentas capturaas a la actividad productiva de una manera groseramente desigual, pero con pingues beneficios para los operadores que ocupaban los lugares más altos en la jerarquía organizacional.

En el terreno de la justicia, la operación del Estado mexicano ha sido especialmente inicua. Un orden social basado en la protección de los más poderosos o de aquellos con mayor capacidad de disrrupción de la paz con la movilización de redes de clientelas azuzadas para exigirles algo a los gobiernos. La procuradurías locales, lo mismo que la federal, eran instrumentos en manos de los gobernadores o del Presidente de la República para castigar a los díscolos y para aplacar a los disidentes. Su capacidad real para llevar a los delincuentes ante la justicia era bastante endeble y la práctica generalizada era la fabricación de culpables, la obtención de confesiones con tortura y la investigación de los hechos sin ningún respeto por el debido proceso, los derechos humanos o el pricipio de legalidad.

Los jueces penales no eran otra cosa que empleados del poder que legitimaban las fabricaciones del ministerio público. Todo mundo sabía que el momento crucial para evitar una condena era en el proceso de ejercicio de la acción penal: ahí era el momento en el que se negociaba y de ello dependía si se ingresaba a prisión o no, porque una vez presentados los cargos ante el juez, si el delito era de los considerados graves, la prisión era un hecho y la posibilidad de quedarse encerrado años sin siquiera ser llevado a juicio era muy alta. Solo quienes contaban con recursos para pagara abogados y coyotes en los tribunales y las agencias del ministerio público podían darle la vuelta a la decisión de encarcelamiento ya fuera por delitos reales o inventados. En los juicios civiles el dinero decidía todo.

La reforma del sistema de justicia penal de 2008 supuso un cambio positivo por el aumento del poder de los jueces y las nuevas condicones impuestas al ministerio público y el avance de la transformación de las procuradurías en fiscalías autónomas también dio algo de esperanza de que, por fin, existiría en México un sistema de justicia basado en la legalidad. Mera ilusión.

En realidad, las fiscalías pretendidamente autónomas no son más que las mismas viejas procuradurías maquilladas y con nuevo nombre. Siguen siendo los mismos aparatos absolutamente incapaces de sustentar jurídicamente los casos, que siguen fabricando culpables,, torturando y haciendo investigaciones destartaladas, imposibles de usar de mnera seria ante los tribunales, los cuales son más poderosos que antes, pero siguen teniendo serios problemas de corrupción y venta al mejor postor, lo que no sirve para dotarlos de mayor autoridad y respeto social. Ante la evidente incapacida de las fiscalías para hacer bien su trabajo, se han inventado la prisión preventiva oficiosa para una larga lista de delitos, sin consideración alguna del drecho humano a la presunción de inocencia.

En la Suprema Corte está hoy un proyecto elaborado por el Ministro Luis María Aguilar que eliminaría la absurda figura de prisión preventiva oficiosa, con lo cual quedaría en manos de los jueces la decisión de encarcelar a alguien o permitir que siga su preceso en libertad con medidas cautelares. Pues bien: resulta que el gobierno que se pretende justiciero ha emitido un comunicado totalmente irrespetuoso con al autonomía judicial en el que solicita al pleno de la Corte que no apruebe el proyecto. El talante autoritario del Presidente se exhibe cotidianamente y es secundado por su delfina, la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México. Nada más qué decir.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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