LECTURAS | Denny Malone sólo quería ser un buen policía, de Don Winslow

26/08/2017 - 12:05 am

Denny Malone es “el rey de Manhattan Norte”, un condecorado sargento del Departamento de Policía de Nueva York y el auténtico líder de “La Unidad”. La nueva novela de Don Winslow, tan buena como El padrino, pero con agentes de la ley, dijo Stephen King. Las cloacas de la policía con una Nueva York de fondo.

Ciudad de México, 26 de agosto (SinEmbargo).- Denny Malone y sus hombres son los más listos, los más duros, los más rápidos, los más valientes, los más malos y lo más corruptos. Ahora su corrupción está a punto de salir a la luz y Malone se verá obligado a transitar por la delgada línea que separa la traición a todo aquello en lo que cree y su propia supervivencia. Ahora, Denny Malone deberá decidir de una vez por todas qué significa ser un buen policía.

La nueva novela de Don Winslow. Foto: Especial

Fragmento del libro Corrupción policial, de Don Winslow, publicado con autorización de Editorial RBA

EL ÚLTIMO HOMBRE

El último hombre de la Tierra al que uno imaginaría confinado en el Centro Correccional Metropolitano de Park Row era Denny Malone.

De hecho, los neoyorquinos habrían apostado que verían entre rejas al alcalde, al presidente de Estados Unidos o al Papa antes que al agente Dennis John Malone.

Héroe de la policía.

Hijo de héroe de la policía.

Un sargento veterano de la unidad de élite más importante del Departamento de Policía de Nueva York.

La Unidad Especial de Manhattan Norte.

Y, sobre todo, un hombre que sabe dónde están escondidos todos los trapos sucios, porque la mitad de ellos los enterró él mismo.

Malone, Russo, Bill O, Big Monty y el resto hicieron de sus calles (y eran suyas, pues las gobernaban como si fueran reyes) mi lugar seguro para los que intentaban ganarse la vida decentemente. Convertirlas en mi lugar seguro era su trabajo y su pasión, y si eso significaba saltarse las normas a veces, pues lo hacían.

Los ciudadanos no son conscientes de lo que hay que hacer para mantenerlos a salvo, y mejor que sea así.

Tal vez crean que quieren saberlo, tal vez digan que quieren saberlo, pero no.

Malone y la Unidad Especial no eran polis como los demás. Había treinta y ocho mil agentes de uniforme, pero Denny Malone y sus hombres eran el uno por ciento del utio por ciento del ulio por ciento: los más listos, los más duros, los más rápidos, los más valientes, los mejores, los más canallas.

La Unidad Especial de Manhattan Norte.

La Unidad surcaba la ciudad como mi viento frío, penetrante, rápido y violento, rastreando calles y callejuelas, patios de recreo, parques y edificios de viviendas sociales, llevándose la basura y la mugre, una tormenta depredadora que arrastraba a los carroñeros.

Un vendaval así se cuela por cualquier grieta, en las escaleras de los bloques de viviendas sociales, en los laboratorios de heroína, en las trastiendas de los clubes sociales, en los apartamentos para los nuevos ricos y los viejos áticos de lujo. Desde Columbus Circle hasta el puente Henry Hudson, desde Riverside Park hasta el río Harlem, subiendo hasta Broadway y Amsterdam, bajando hasta Lenox y Saint Nicholas, en las calles numeradas que recorrían todo el Upper West Side, Harlem, Washington Heights e Inwood, si había algún secreto que La Unidad no conociera era porque nadie lo había susurrada aim, porque nadie lo había pensado siquiera.

Negocios de drogas y armas, tráfico de personas y propiedades, violaciones, robos y agresiones, delitos tramados en inglés, español, francés o ruso ante platos de coles, pollo asado, cerdo con especias o pasta marinara, o durante carísimas comidas servidas en restaurantes de cinco tenedores en una ciudad hecha de pecado y con ánimo de lucro.

La Unidad iba a por todos ellos, pero sobre todo a por las armas y las drogas, porque las armas matan y las drogas incitan a matar.

Ahora Malone está entre rejas y el viento ha amainado, pero todo el mundo sabe que esto es el ojo del huracán, un momento de calma antes de que llegue lo peor. ¿Dermy Malone en manos de los federales?¿Ni Asuntos Internos ni los fiscales del estado, sino los federales, donde nadie en la ciudad pueda tocarlo?

Todo el mando está agazapado, cagado de miedo a la espera del golpe, del tsunami1 porque, con lo que sabe Malone> podría llevarse por delante a inspectores y jefes de policía, incluso al comisario. Podría cargarse a fiscales y jueces. Joder, hasta podría servir al alcalde y a los federales en la proverbial bandeja de plata, acompañados al menos de un congresista y un par de multimillonarios del sector inmobiliario como aperitivo.

Así que, cuando se corrió la voz de que Malone se encontraba en el CCM, quienes estaban en el ojo del huracán se asustaron, se asustaron de veras, y empezaron a buscar cobijo incluso en plena calina, aun sabiendo que no existen muros lo bastante altos ni sótanos lo bastante profundos no los hay en la comisaría central, no los hay en el edificio del Juzgado de lo Penal, no los hay siquiera en Gracie Mansion ni en los palacios que albergan los áticos de la Quinta Avenida y Central Park Sur— que los protejan de todo lo que Denny Malone tiene en la cabeza.

Si Malone quiere arrasar la ciudad entera, puede hacerlo.

Porque, en realidad, nadie ha estado a salvo de Malone y los suyos.

Sus hombres copaban titulares en el Daily News, el Post, los canales 7, 4 y 2, y los noticiarios de las once. Los reconocían por la calle, el alcalde se sabía sus nombres, tenían entradas gratis en el Carden, en el Meadowlands, en el Yankee Stadirll y en el Shea, y podían entrar en cualquier restaurante, bar o discoteca de la ciudad y ser tratados como reyes.

Y, en ese grupo de machos alfa, Denny Malone es el líder indiscutible.

Cuando entra en una casa, los agentes de uniforme y los novatos se lo quedan mirando, los tenientes asienten e incluso los capitanes saben que no deben cruzarse en su camino.

Se ha ganado su respeto.

Entre otras cosas (Mierda, ¿queréis que hablemos de los robos que ha frustrado, del balazo que recibió, del niño al que salvó de mi secuestro? ¿De las redadas, las detenciones y las condenas?), Malone y su equipo llevaron a cabo la mayor operación antidroga de la historia de Nueva York.

Cincuenta kilos de heroína.

Y el dominicano que la vendía está muerto.

Y mi héroe de la policía también.

El equipo de Malone enterró a su compañero gaitas, bandera doblada, crespones negros en las placas y volvió directo al trabajo, porque los camellos, las bandas, los ladrones, los violadores y los mafiosos no descansan para llorar la muerte de nadie. Si quieres que tus calles sean seguras, tienes que salir de día, de noche, los fines de semana y en vacaciones, cuando sea necesario. Tu mujer ya sabía dónde se metía cuando se casó contigo y tus hijos acaban por entender que papá trabaja encerrando a los malos.

Pero ahora es él quien está encerrado. Malone está sentado en un banco de acero en una celda, igual que la chusma a la que suele meter allí, inclinado, con la cabeza apoyada en las manos, preocupado por sus compañeros sus hermanos de La Unidad— y por lo que pueda ocurrirles ahora que están de mierda hasta el cuello por culpa suya.

Preocupado por su familia: por su mujer, que no aceptó esa vida para acabar así; por sus dos hijos, niño y niña, que aún son demasiado jóvenes para entenderlo, pero que cuando crezcan no le perdonarán jamás el haber tenido que criarse sin padre.

Y luego está Claudette.

Jodida a su manera.

Necesitada, necesitándolo, pero él no podrá estar a su lado.

Ni al lado de Claudette ni al lado de nadie, así que no sabe qué será de sus seres queridos.

La pared a la que mira fijamente tampoco tiene respuestas, tampoco sabe cómo ha llegado Malone hasta allí.

Y una mierda, piensa Malone. Al menos sé sincero contigo mismo, piensa mientras está allí sentado, sin nada por delante excepto tiempo.

Al menos, admite la verdad.

Sabes perfectamente cómo has llegado hasta aqui.

Paso a paso, joder.

Los finales conocen los comienzos, pero no a la inversa.

Cuando Malone era niño, las monjas le enseñaron que, incluso antes de nacer, Dios y solo Dios— sabe cuánto tiempo viviremos, el día de nuestra muerte y en quiénes y en qué nos convertiremos.

Podría haberme avisado, piensa Malone. Podría haberme dedicado unas palabras, unos consejos. Podría haberme hecho una llamadita, haberme soltado un sermón, haberme dicho algo, lo que fuera. Podría haberme dicho: «Eh, gilipollas, giraste a la izquierda en lugar de a la derecha».

Pero no, nada.

Después de dieciocho años de profesión, después de todo lo que ha visto, Malone no es un gran admirador de Dios, e imagina que el sentimiento es mutuo. Le gustaría hacerle un montón de preguntas; pero, si alguna vez estuvieran en la misma habitación, Dios probablemente cerraría la boca, contrataría a un abogado y permitiría que fuera su hijo quien acabara en la silla eléctrica.

Después de dieciocho años de profesión, Malone ha perdido la fe, así que, llegado el momento de mirar al diablo a los ojos, ya no había nada entre Malone y un asesinato, salvo cuatro kilos y medio de presión sobre el gatillo.

Cuatro kilos y medio de gravedad.

Fue el dedo de Malone el que apretó el gatillo, pero quizá fue la gravedad la que lo arrastró hacia abajo, la implacable y despiadada gravedad de dieciocho años de profesión.

Lo arrastró hasta donde se encuentra ahora.

Cuando empezó no imaginaba que acabaría así. Cuando lanzó la gorra al aire y prestó juramento el día en que se graduó en la academia, el día más feliz de su vida —el día más radiante y azul, el mejor día, no pensó que acabaría así.

No, empezó con los ojos clavados en la Estrella Polar, caminando con paso firme, pero la vida es así; pones rumbo al norte, te desvías mi grado, y no pasa nada durante mi año, ni durante chico, pero los años van acumulándose y tí te vas alejando cada vez más de tu meta original. Ni siquiera sabes que te has perdido hasta que estás tan lejos de tu destino que ya no eres capaz de divisado.

No puedes volver sobre tus pasos para empezar de nuevo.

El tiempo y la gravedad te lo impiden.

Y Denny Malone daría muchas cosas por poder empezar de nuevo.

Joder, lo daría todo.

Porque jamás pensó que acabaría en la penitenciaría federal de Park Row. Nadie lo pensaba, excepto Dios quizá, pero Dios no dijo nada.

Y aquí está Malone.

Sin su pistola, sin su placa y sin nada que deje entrever qué y quién es, qué y quién era.

Un policía corrupto.

EL ROBO

Nueva York, 4:00 h

Cuando la ciudad que nunca duerme al menos se tumba y cierra los ojos.

Eso piensa Denny Malone mientras surca la columna vertebral de Harlem en su Crown Vic.

Detrás de paredes y ventanas, en pisos y hoteles, en bloques de apartamentos y viviendas sociales, la gente duerme o al menos lo intenta, sueña o ha dejado sus sueños atrás. La gente pelea o folla
o ambas cosas, hace el amor y hace niños, se insulta a gritos o habla en voz baja, palabras íntimas dirigidas al otro y no a la calle. Algunos intentan acunar a un bebé para que se duerma o se levantan
para empezar otra jornada laboral, mientras otros cortan kilos de heroína y los guardan en bolsas de papel translúcido que venden a los adictos para su primer chute de la mañana.

Después de las prostitutas y antes de los barrenderos, ese es el tiempo del que dispones para llevarte tu parte del pastel, y Malone lo sabe. Nunca ocurre nada bueno pasada la medianoche, como decía su padre, que lo sabía de buena tinta. Era policía en esas calles y llegaba después del turno de noche con los asesinatos en la mirada, la muerte en la nariz y un témpano en el corazón que nunca llegó a derretirse y que finalmente acabó con él. Una mañana se bajó del coche delante de casa y el corazón se le resquebrajó. Los médicos dictaminaron que estaba muerto antes de caer al suelo.

Malone lo encontró allí.

Tenía ocho años y salía de casa para ir al colegio cuando vio el abrigo azul encima de un montón de nieve sucia que él y su padre habían retirado del camino.

Aún no ha amanecido y ya hace calor. Es uno de esos veranos en los que Dios, el casero, se niega a bajar la calefacción o a encender el aire acondicionado: la ciudad está tensa e irritable, al borde de un estallido, una pelea o una revuelta; el hedor a basura vieja y orina rancia es dulce, agrio, empalagoso y corrupto como el perfume de una prostituta entrada en años.

A Denny Malone le encanta.

Malone no querría estar en ningún otro lugar, ni siquiera de día, cuando el calor es asfixiante y la ciudad un bullicio, cuando los pandilleros pueblan las esquinas y los ritmos del hip hop te perforan los oídos, cuando las botellas, las latas, los pañales sucios y las bolsas de meados salen volando por las ventanas de las viviendas sociales y la mierda de perro apesta bajo el fétido calor.

Es su ciudad, su territorio, su corazón.

Recorriendo Lenox, pasando junto al viejo barrio de Mount Morris Park y sus elegantes casas rojizas, Malone rinde culto a los pequeños dioses del lugar: las torres idénticas del templo Ebenezer
Gospel, donde los domingos suenan himnos angelicales; el característico chapitel de la iglesia adventista del Séptimo Día Éfeso y, un poco más adelante, Harlem Shake, pero no el baile, sino unas de las mejores hamburguesas de la ciudad.

Luego están los dioses muertos: el viejo Lenox Lounge, con su mítico cartel de neón, su fachada roja y su dilatada historia. Allí cantaba Billie Holiday y tocaban Miles Davis y John Coltrane; James
Baldwin, Langston Hughes y Malcolm X solían dejarse caer por allí. Ahora está cerrado —la ventana cubierta con papel marrón, el cartel apagado—, pero se rumorea que lo van a abrir otra vez.

Malone lo duda.

Los dioses muertos solo resucitan en los cuentos de hadas.

Cruza la calle Ciento veinticinco, también conocida como Dr. Martin Luther King Jr. Boulevard.

Los pioneros urbanos y la clase media negra han aburguesado la zona, que el sector inmobiliario ahora ha bautizado como “SoHa”. En opinión de Malone, un acrónimo mezclado es siempre una condena a muerte para cualquier barrio. Está convencido de que si los constructores pudieran adquirir propiedades en el sótano del infierno de Dante lo llamarían “SoInf” y empezarían a abrir
boutiques y construir bloques de apartamentos.

Hace quince años, aquel tramo de Lenox estaba repleto de escaparates vacíos y ahora ha vuelto a ponerse de moda gracias a nuevos restaurantes, bares y cafeterías con terraza donde van a comer los vecinos adinerados. Los blancos van para sentirse modernos, y algunos apartamentos de los nuevos rascacielos cuestan dos millones y medio.

Lo único que merece la pena saber de esta zona de Harlem, piensa Malone, es que hay un Banana Republic junto al teatro Apollo. Por un lado están los dioses del lugar y, por otro, los dioses del comercio y si has de apostar quién saldrá ganador, apuesta siempre por el dinero.

Más al norte, en las viviendas sociales, sigue estando el gueto.

Malone recorre la Ciento veinticinco y pasa junto al Red Rooster, en cuyo sótano se encuentra el Ginny’s Supper Club.

Hay santuarios menos famosos, pero aun así sagrados para Malone.

Ha asistido a funerales en Bailey’s, ha comprado botellas de medio litro en Lenox Liquor, le han dado puntos de sutura en la sala de urgencias del hospital de Harlem, ha jugado al baloncesto junto al mural de Big L en el parque Fred Samuel, ha pedido comida a través del cristal blindado de Kennedy Fried Chicken. Ha aparcado en la calle y observado a los niños bailar, ha fumado hierba en una azotea, ha visto el amanecer en Fort Tryon Park.

Ahora más dioses muertos, dioses ancestrales: la vieja Savoy Ballroom, el lugar que antaño ocupaba el Cotton Club, ambos desaparecidos mucho antes de que naciera Malone, fantasmas del último renacer de Harlem que vagan por el barrio con la imagen de lo que fue y nunca volverá a ser.

Pero Lenox Avenue está viva.

De hecho, se estremece con el traqueteo de la línea de metro de la IRT que pasa justamente por debajo. Malone solía viajar en el tren número dos, por aquel entonces conocido como “La Bestia”.

Ahora están Black Star Music, la iglesia mormona y Best African-American Foods.

Cuando llegan al final de Lenox, Malone dice:

—Da la vuelta a la manzana.

Phil Russo tuerce a la izquierda por la Ciento cuarenta y siete, enfila la Séptima Avenida, vuelve a girar a la izquierda por la Ciento cuarenta y seis y pasa frente a un edificio abandonado que el propietario cedió de nuevo a las ratas y las cucarachas. Echó a sus ocupantes con la esperanza de que algún yonqui le prendiera fuego mientras se preparaba una dosis para así poder cobrar el seguro y vender el edificio entero.

Todos salen ganando.

Malone busca centinelas o policías enjaulados en un coche patrulla, arañando alguna que otra cabezada durante el turno de noche. En el umbral solo hay un vigilante. El pañuelo verde y las Nike, también verdes con cordones a juego, lo convierten en un trinitario.

El equipo de Malone lleva todo el verano controlando el laboratorio de heroína que hay en la segunda planta. Los mexicanos suben el caballo y se lo entregan a Diego Pena, el dominicano que
controla Nueva York. Pena lo reparte en bolsitas y se lo vende a las bandas dominicanas, los Trinitarios y los DDP (Dominicans Don’t Play), que a su vez se lo venden a los negros y puertorriqueños de las viviendas sociales.

Esta noche el laboratorio está a rebosar.

A rebosar de dinero.

A rebosar de droga.

—Deprisa —dice Malone mientras comprueba la Sig Sauer P226 que lleva a la cintura.

Una segunda funda prendida justo por debajo del nuevo chaleco con placa de cerámica contiene una Beretta 8000D Mini-Cougar.

Ha ordenado a todo su equipo que lleve chaleco antibalas durante las operaciones. Big Monty se queja de que le aprieta mucho, pero Malone insiste en que es más holgado que un ataúd. Bill
Montague, alias Big Monty, es de la vieja escuela. Incluso en verano lleva su característico sombrero de fieltro con ala rígida y una pluma roja en el lado izquierdo. Sus únicas concesiones al calor son una guayabera talla XXXL y unos chinos. De la comisura de los labios le cuelga un puro Montecristo apagado.

Phil Russo lleva una escopeta de corredera Mossberg 590 del calibre 12, con un cañón de cincuenta centímetros cargado con balas de cerámica en polvo. La tiene apoyada junto a los relucientes
zapatos rojos de punta, que le hacen juego con el pelo. Russo es un italiano pelirrojo, lo cual es muy infrecuente, y Malone se mofa de él diciéndole que ahí hay gato irlandés encerrado. Según Russo, eso es imposible, porque no es alcohólico ni necesita una lupa para encontrarse la polla.

Billy O’Neill lleva una metralleta HK MP5, dos granadas aturdidoras y un rollo de cinta adhesiva. Billy O es el más joven del equipo, pero tiene talento y es un animal callejero.

Y tiene agallas.

Malone sabe que Billy no saldrá corriendo, que no se quedará paralizado ni dudará en apretar el gatillo en caso de necesidad. Más bien hará lo contrario; puede que se precipite. Tiene ese temperamento irlandés y el atractivo de los Kennedy. Y no son los únicos atributos que comparte con ellos. Al chaval le gustan las tías y a las tías les gusta él.

El equipo va a por todas.

Y está colocado.

Si uno se enfrenta a unos narcos que han consumido coca o speed, siempre viene bien estar farmacológicamente a la par, así que Malone engulle dos cápsulas de Dexedrina. Luego se enfunda un cortavientos azul con las letras NYPD impresas en blanco y se pasa la cinta con la placa por encima del pecho.

Russo vuelve a dar la vuelta a la manzana. Al entrar en la Ciento cuarenta y seis, pisa el acelerador, se dirige al laboratorio y frena en seco. El vigilante oye el chirrido de los neumáticos, pero tarda demasiado en darse la vuelta. Malone baja del coche antes de que se haya detenido del todo, empuja al vigilante contra la pared y le apunta a la cabeza con la Sig.

—Cállate, pendejo —dice Malone en español—. Una palabra y te reviento la cabeza.

Luego lo derriba de una patada. Billy ya está allí; le sujeta las manos a la espalda con cinta adhesiva y luego le tapa la boca con otro trozo de cinta.

Los hombres de Malone apoyan la espalda contra la pared.

—Si estamos atentos —les dice—, nos iremos todos a casa esta noche.

La Dexedrina empieza a hacer efecto. A Malone se le acelera el pulso y le hierve la sangre.

Es agradable.

Envía a Billy O a la azotea para que baje por la salida de incendios
y cubra la ventana. Los demás suben por las escaleras. Malone va primero empuñando la Sig. Le siguen Russo con la escopeta y Monty.

A Malone no le preocupa la retaguardia.

Una puerta de madera bloquea el final de la escalera.

Malone le hace un gesto al corpulento Monty.

Este da un paso al frente e introduce la palanca hidráulica entre la puerta y el marco. El sudor le cae por la frente y recorre su piel oscura mientras junta las asas de la herramienta y fuerza la puerta.

Malone entra y describe un arco con la pistola, pero no hay nadie en el vestíbulo. Al mirar a la derecha ve la nueva puerta de acero al final del pasillo.

Música bachata en la radio, voces en español, el zumbido de un molinillo de café y el repiqueteo de un contador de billetes.

Y un perro que ladra. Joder, piensa Malone, ahora todos los narcos tienen perro. Lo mismo que todas las nenas del East Side llevan en el bolso un yorkshire que no para de ladrar, a los camellos les ha dado por los pitbulls. Es buena idea. A los negratas les aterran los perros y las chicas que trabajan en los laboratorios no se arriesgan a que les arranquen la cara a mordiscos por robar.

A Malone le preocupa Billy O, porque al chaval le encantan los perros, incluso los pitbulls. Lo descubrió en abril, cuando entraron en un almacén junto al río y tres pitbulls intentaron saltar la valla para destrozarles el cuello, pero Billy O no fue capaz de pegarles un tiro ni permitió que lo hicieran los demás, así que tuvieron que rodear el edificio, subir a la azotea por la salida de emergencia y luego bajar por las escaleras.

Fue un coñazo.

El pitbull ha notado su presencia, pero los dominicanos no.

Malone oye a uno gritar “¡Cállate!” y después un golpe seco. El perro se calla.

Pero la puerta de acero es un problema.

La palanca hidráulica no la abrirá.

Malone coge la radio.

—Billy, ¿estás en posición?

—Nací en posición, colega.

—Haremos saltar la puerta por los aires —dice Malone—.

Cuando caiga, lanza una granada.

—Entendido, D.

Malone le hace una señal a Russo, que apunta a las bisagras y dispara una ráfaga. La explosión de la cerámica en polvo es más rápida que la velocidad del sonido y la puerta salta de sus goznes.

Varias mujeres, vestidas solo con guantes de látex y redecillas en la cabeza, salen corriendo hacia la ventana. Otras se agazapan debajo de las mesas mientras las máquinas de contar billetes escupen
dinero al suelo como si fueran tragaperras que pagan con papel.

Malone grita:

—¡Policía de Nueva York!

Ve a Billy al otro lado de la ventana que queda a su izquierda.

Mirando sin hacer absolutamente nada. Lanza la granada, por el amor de Dios.

Pero Billy no se mueve.

¿A qué coño está esperando?

Entonces Malone se percata.

El pitbull, una hembra, tiene a sus cuatro cachorros enroscados detrás mientras ella tira de la cadena y gruñe para protegerlos.

Billy no quiere hacer daño a los putos cachorritos.

Malone grita por radio.

–¡Hazlo, joder!

Billy se lo queda mirando, da una patada al cristal y arroja la granada.

Pero la tira cerca para no alcanzar a los putos perros.

La onda expansiva rompe el resto del cristal y los fragmentos}que salen despedidos impactan en el rostro y el cuello de Billy.

Una luz blanca y cegadora. Gritos, chillidos.

Malone cuenta hasta tres y entra.

Caos.

Un trinitario se tambalea, tapándose los ojos con una mano y empuñando con la otra una Glock mientras avanza a ciegas hacia la ventana y la escalera de indendios. Malone le dispara dos veces en el pecho y el hombre rompe el cristal con la cara. Un segundo pistolero que estaba oculto debajo de una mesa apunta a Malone, pero Monty le acierta con la 38 y le descerraja un segundo disparo para cerciorarse de que está muerto.

Dejan que las mujeres huyan por la ventana.

—¿Estás bien, Billy? —pregunta Malone.

La cara de Billy O parece una máscara de Halloween. Tiene cortes en los brazos y las piernas.

—He salido peor parado de un partido de hockey —dice con una sonrisa—. Ya me darán puntos cuando terminemos.

Hay dinero por todas partes, amontonado, en las máquinas, esparcido por el suelo. La heroína sigue en los molinillos de café con los que estaban cortándola.

Pero eso son minucias.

La caja, un gran agujero en la pared, está abierta.

En su interior hay fardos de heroína que llegan desde el suelo hasta el techo.

Diego Pena está sentado tranquilamente a una mesa. Si la muerte de dos de sus hombres lo inquieta, no lo parece.

—¿Trae una orden judicial, Malone?

—He oído a una mujer pidiendo socorro —responde este.

Pena esboza una sonrisa de suficiencia.

El hijo de puta es elegante. Un traje Armani gris que vale dos de los grandes y un reloj de oro Piquet en la muñeca que cuesta cinco veces más.

Pena se da cuenta de que está mirándolo.

—Todo suyo. Tengo tres más.

La perra tira de la cadena y ladra, enloquecida.

Malone está mirando la heroína.

La hay a montones, envasada al vacío en plástico negro.

Con esa heroína se podría colocar la ciudad entera durante semanas.

—Le ahorraré la molestia de contar —dice Pena—. Setenta kilos. Alquitrán negro mexicano. “Caballo oscuro”. Su valor en la calle es de cincuenta millones de dólares. Probablemente debe de
haber algo más de cuatro millones en efectivo. Ustedes se quedan con la droga y el dinero y yo me largo. Me monto en un avión con destino a la República Dominicana y no vuelven a verme nunca
más.

Esta noche nos iremos todos a casa, piensa Malone.

—Saque la pistola. Poco a poco —le ordena.

Lentamente, Pena se lleva la mano al interior de la chaqueta.

Malone le dispara dos veces al corazón.

Billy O se agacha y toma un paquete. Lo abre con un cuchillo de combate, hunde un pequeño vial en la heroína, recoge una muestra y la guarda en una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo. Luego
rompe el vial en el interior de la bolsa y espera a que cambie de color.

Se vuelve púrpura.

Billy sonríe.

—¡Somos ricos!

—Espabila, joder —dice Malone.

Se oye un chasquido. La perra ha roto la cadena y se abalanza sobre Billy, que cae de espaldas. El paquete salta por los aires, la droga forma una nube y después se precipita como una tormenta de nieve sobre sus heridas.

Monty mata a la perra de un balazo.

Pero Billy sigue allí tumbado. Malone lo ve ponerse rígido.

Empieza a sufrir espasmos en las piernas y se agita incontrolablemente mientras la heroína le recorre las venas.

Patalea en el suelo.

Malone se arrodilla junto a él y lo sostiene entre sus brazos.

—No, Billy —dice—. Aguanta, joder.

Billy le devuelve una mirada inexpresiva.

Está pálido.

La columna vertebral se le tensa como un muelle que se estira.

Y Billy se va.

Malone oye cómo se le parte el corazón y después una sucesión de explosiones sordas. Al principio cree haber recibido un disparo, pero no tiene ninguna herida, así que imagina que le está estallando la cabeza.

Entonces lo recuerda.

Es 4 de julio.

Don Winslow. (Nueva York, 1953). Ha alcanzado la fama y la aclamación unánime de la crítica. En 1991 escribió su primera novela, Un soplo de aire fresco, perteneciente a una serie protagonizada por el detective privado Neal Carey. Entre sus mejores obras cabe destacar Muerte y vida de Bobby ZEl invierno de FrankieMachine, la trilogía formada por SalvajesSatori y Los reyes de lo cool y, sobre todo, el díptico formado por El poder del perro El cártel.

en Sinembargo al Aire

Opinión

Opinión en video