Jaime García Chávez
26/08/2024 - 12:01 am
El ocaso de la transición a la democracia
¿Estamos fatalmente condenados, como Sísifo, a subir la piedra a la cima de la montaña para que vuelva a caer tan bajo?
Sea en 1968, en 1988 o en 1997, la transición a la democracia en nuestro país se fue planteando social y políticamente como una necesidad histórica para dejar atrás el viejo régimen autoritario que arrancó en 1929 cuando se decreta por Plutarco Elías Calles la existencia de un partido ligado al Gobierno que, avanzado el tiempo, se convirtió en un poderoso aparato de Estado.
De sobra está decir que durante una larga etapa las elecciones periódicas fueron una mascarada en la que siempre ganaba el PRI y sus partidos satélites. Fue también el tiempo en el que el PAN marchaba parsimonioso su brega de eternidad. Hubo quiebres tempranos al interior de la clase política que entonces denominábamos la familia revolucionaria.
Muy lentamente se empezó a expresar un proceso de liberación, que si bien no desbancaba al partido monolítico y hegemónico se abría espacios cada vez más amplios en la prensa, la cultura, las artes y grandes movimientos sociales como el de la juventud, las mujeres y las siempre maltratadas clases medias.
Una sociedad con ese rango de complejidad, en el que el Estado intervenía en la economía, pero lo hacía de manera reumática y corrupta, muy pronto requirió de la democracia como el mecanismo para la integración de la sociedad y sus consensos. A los mexicanos les dolía la existencia de un partido casi único y la exclusión de la inmensa mayoría. Fueron años de búsqueda, en los que también se criticó severa y fundadamente el presidencialismo, que era una horma que apretaba demasiado a la sociedad y a la nación.
En la escena internacional la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS, fortalecieron la idea del sistema democrático, al igual que la liquidación de las dictaduras militares en Sudamérica y el arranque de las opciones democráticas.
Todo eso influyó notablemente en nuestro país en esa etapa y hubo en el ámbito de la izquierda dos aspectos que cobraron relevancia para ir abriendo oportunidades a un régimen democrático. Por una parte, el esfuerzo realizado por el Partido Comunista Mexicano de dejar atrás viejos clisés, la política de adversarios y la exigencia de que se reconociera su legalidad para competir en todas las elecciones. Pero de igual o más valor fue el adiós a las armas y la abolición en la práctica de la apelación a la violencia revolucionaria jugó un enorme papel en la acompasada tradición mexicana.
Superados estos escollos, se buscó iniciar un viraje hacia la democracia que a final de cuentas no se consolidó. Arribamos a una democracia germinal, como la denominó José Woldenberg, pero esta está a punto de ser sepultada. Mucho antes en el análisis de este problema sabíamos que proponerse una transición no era una garantía para lograrla y el caso mexicano nos brinda la lección justo en este momento en que estamos regresando a la consolidación de un nuevo autoritarismo.
En las semana que vienen, es probable que se extingan los consagrados mecanismos de una genuina división de poderes, se postre, más que reformar, al Poder Judicial de la Federación, se regrese al anacrónico presidencialismo con la desaparición de todos los órganos constitucionales autónomos y que las elecciones pasen a ser —como en los tiempos del PRI— tarea de la Secretaría de Gobernación.
Una transición ha fracasado. Porfirio Muñoz Ledo acostumbraba decir que se estaba coagulando en una partidocracia. No le alcanzó la vida para ver que el proceso era de petrificación y de regreso al viejo autoritarismo mexicano, con el ingrediente de que ahora los militares y los capos del narcotráfico tienen voto de calidad y el cómo hacerlos realidad.
¿Estamos fatalmente condenados, como Sísifo, a subir la piedra a la cima de la montaña para que vuelva a caer tan bajo?
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