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Antonio Salgado Borge

27/03/2020 - 12:05 am

COVID-19: ¿Vive y deja morir?

Pero no es necesario negar que la vida humana no tiene precio para dejar de ver que este enfoque enfrenta un problema evidente: la posibilidad de su aplicación exitosa depende del contexto. Por ejemplo, la gente en Reino Unido puede permanecer en casa unas cuantas semanas, y vivir con sus ahorros o con sueldo pagado al 80 por ciento por su Gobierno. En esos lugares, el “cierre” por pandemia se vive de forma análoga a como lo hacen las clases altas de México.

"En lo colectivo, la comunidad médica y científica ha exigido, casi unánimemente aplicar este enfoque, pues es el único que probadamente ha frenado, al menos en el corto plazo, las muertes por COVID-19". Foto: Moisés Pablo, Cuartoscuro
“En lo colectivo, la comunidad médica y científica ha exigido, casi unánimemente aplicar este enfoque, pues es el único que probadamente ha frenado, al menos en el corto plazo, las muertes por COVID-19”. Foto: Moisés Pablo, Cuartoscuro

El COVID-19 ha abierto para gobiernos en todo el mundo lo que aparenta ser el dilema moral por excelencia.

Primer cuerno del dilema.

Por una parte, hay quienes consideran que es un deber fundamental evitar todas las muertes humanas que sean evitables, sin importar el costo que ello implique. La idea central es que la vida humana es un principio moral innegociable; es decir, que no hay nada que justifique el sacrificio de aquellas personas que respiran. Si este enfoque implica altos costos económicos o sociales, que así sea. Luego habrá tiempo de lidiar con las consecuencias de las medidas adoptadas.

En lo individual, probablemente la voz más notable en este sentido hasta el momento es la del Gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo. Recientemente este Demócrata lo puso así: “Mi madre no es sacrificable. No vamos a aceptar la premisa de que la vida humana es desechable. Y no vamos a poner una cifra en dólares a la vida humana.”[1] Nueva York ha adoptado, consecuentemente, políticas “de cierre” mucho más agresivas que las sugeridas por el Gobierno de Donald Trump. En lo colectivo, la comunidad médica y científica ha exigido, casi unánimemente aplicar este enfoque, pues es el único que probadamente ha frenado, al menos en el corto plazo, las muertes por COVID-19.

Pero no es necesario negar que la vida humana no tiene precio para dejar de ver que este enfoque enfrenta un problema evidente: la posibilidad de su aplicación exitosa depende del contexto. Por ejemplo, la gente en Reino Unido puede permanecer en casa unas cuantas semanas, y vivir con sus ahorros o con sueldo pagado al 80 por ciento por su Gobierno. En esos lugares, el “cierre” por pandemia se vive de forma análoga a como lo hacen las clases altas de México.

Es fácil exigir el “cierre total” instalados en la comodidad de una sala listos para “binge-watchear” Netflix o para disfrutar de todas esas lecturas pendientes con la alacena retacada de provisiones. Pero en países como el nuestro, donde el Gobierno no cuenta con recursos suficientes, donde la mayoría de las empresas no tienen recursos para pagar nóminas estando paradas, y donde la economía informal y vivir al día son la norma, pedir “cierre total” puede representar, literalmente, dejar morir de hambre a muchas personas.

Otro problema es que donde el “cierre total” ha funcionado mejor, éste ha venido acompañado de medidas draconianas, como la ubicación o rastreo de patrones de conducta vía internet, separación temporal de familias o toques de queda. Es fácil notar que estas estrategias pueden ser oro molido para gobiernos autoritarios violadores de derechos humanos, como el de Hungría o el de Rusia, que buscan cualquier pretexto para ampliar el alcance de su mano de hierro.

Segundo cuerno del dilema

Notando los problemas del enfoque anterior, algunas personas aseguran que lo prioritario debe ser evitar los costos en términos económicos y sociales de “cerrar” un país. Y lo tendría que ser, aseguran, porque un “cierre” conduciría a fenómenos como pérdida de trabajos, quiebra de empresas, incremento en la pobreza, descomposición social que, a su vez, podrían derivar en muertes. El principio moral que rige esta visión es uno basado en consecuencias. En particular, la idea de fondo es que el sacrificio de miles o millones de vidas en el presente bien vale el evitar todas estas penurias en el futuro. Vive y deja morir. Que vivan los que sobrevivan, y que mueran los que deban de morir.

Esta posición es representada con claridad por Donald Trump, quien recientemente habló de que Estados Unidos regresaría a “la normalidad” económica y social en los próximos días. Al anunciar que pronto serían levantadas las pocas restricciones que su Gobierno ha impuesto hasta ahora, Trump dijo que la cura al problema del COVID-19 “no puede resultar peor que la enfermedad”.[2] Esta posición ha sido repetida recientemente por algunos aliados conservadores de ese Presidente. Por ejemplo, un funcionario del Gobierno de Texas incluso sugirió que los adultos mayores debían sacrificarse y “correr el riesgo” a cambio de no perturbar el futuro de sus hijos y nietos.[3]

Hay dos problemas evidentes detrás de este enfoque. El primero es el principio que le rige.  Poner consistentemente por delante la maximización del bien de la mayoría puede derivar en consecuencias que, incluso para algunas personas que han defendido la idea de enfrentar al COVID-19 mediante un principio basado en consecuencias, serían inaceptables. Y es que bien se puede plantear el siguiente argumento con tintes nazistas: lo que daña económicamente a las mayorías debe suprimirse. Algunas personas que padecen ciertas enfermedades o discapacidades no son “rentables” en términos económicos. Los recursos que se destinan a ellas pueden ir enfocados a paliar problemas sociales. Entonces el Estado no debe destinar recursos en este grupo de personas. Mientras menos peso se arrastre, más rápido será nuestro viaje al “progreso”.

El segundo problema del enfoque basado en consecuencias es de corte práctico. Permitir que un Gobierno, así sea en tiempos de emergencia, se rija este principio implica abrir una puerta que luego será difícil volver a cerrar. Hoy se le confiere al Gobierno la autoridad para “sacrificar”, por el bien de la mayoría, a los “no rentables” que, en este caso, son las víctimas del COVID-19. ¿Quién determinará qué constituye una situación que amerite “sacrificios” en el futuro?

El dilema que no es dilema

En realidad, estamos ante un falso dilema, pues es evidente que hay varias posibilidades entre nuestros dos extremos morales. Pero es preciso reconocer que estas posibilidades se construyen a partir de una combinación entre nuestros extremos. Esto es, cualquiera que sea el enfoque adoptado en cada momento por un Gobierno, éste traicionará en algún grado alguno de los enfoques morales mencionados. No hay forma de escapar de esta circunstancia. Por ende, plantear el dilema moral ayuda a notar lo complejo que puede ser para un Gobierno elegir cursos de acción para enfrentar el COVID-19.

Alguien podría alegar que es ingenuo suponer que los gobiernos se rigen mayormente por principios morales; que es obvio que los gobiernos suelen regirse por cálculos políticos o electorales. A esta objeción no le movería una sola coma. Sin embargo, tal como el caso de México deja claro, el grueso del electorado sí suele en alguna medida evaluar a sus gobiernos con base en principios morales.

En consecuencia, no hay forma de que el Gobierno pueda evitar reproches por abandonar alguno de estos principios. Si el Gobierno mexicano ejecuta un “cierre total”, como el que impulsa Andrew Cuomo, entonces se le reprochará que ignoró a las personas que viven al día o el desastre socioeconómico que generaría en un país que ya es suficientemente desastroso. Miles o millones reclamarán haber sido abandonados. Cada indicador que cuantifique el desplome será en manos de la oposición una bala. Pero si el Gobierno deja pasar las cosas apuesta por la normalidad indiferente, como sugiere Donald Trump, entonces se le echará en cara su desprecio a la vida y las redes se llenarán de fotos de hospitales saturados de cadáveres o ataúdes apilados.

Por el momento, todo parece indicar que el Gobierno de México, más allá de la cuestionable retórica del Presidente, ha sido mesurado y ha intentado buscar un equilibrio entre los extremos acorde a cada etapa del avance del COVID-19. Desde luego, es nuestro deber cuestionar y exigir transparencia y los mejores resultados, posibles en todo momento. Pero, si se trata de ser sinceros y justos, también es preciso reconocer cuando nuestros criterios conducen a la imposibilidad de que los mejores resultados posibles sean los resultados que deseamos.

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[1] https://www.nytimes.com/2020/03/24/nyregion/governor-andrew-cuomo-coronavirus.html

[2] https://www.nytimes.com/2020/03/23/us/politics/trump-coronavirus-restrictions.html

[3] https://www.washingtonpost.com/opinions/2020/03/24/viral-on-air-plea-captures-an-essential-truth-about-trump/

Antonio Salgado Borge
Candidato a Doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Cuenta con maestrías en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y en Estudios Humanísticos (ITESM). Actualmente es tutor en la licenciatura en filosofía en la Universidad de Edimburgo. Fue profesor universitario en Yucatán y es columnista en Diario de Yucatán desde 2010.

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