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Sandra Lorenzano

27/03/2022 - 12:03 am

Íntimo glosario del exilio

Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria.

Cuando era niña, mi hija me dibujó una casita con raíces y en la dedicatoria puso “donde estemos, nuestra casa siempre tendrá raíces”. Así sea. Foto: Especial.

Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida, pero que una vez que se conoce, es irrenunciable. María Zambrano[1]

 Para los que están. Para los que ya no están.

 

(A 46 años del golpe de estado del 24 de marzo de 1976)

 Pudor

Cuando me piden que hable del exilio, la primera palabra en que pienso es pudor. Podría ser vergüenza. “Pena” se diría en México. Una marca. Huella. Herida. ¿Vale acaso lo que pueda contar? ¿Para qué? ¿Para quién? Tenía dieciséis años cuando llegamos y quería ser como todos los demás. Me esforcé para conseguirlo. Me forcé. Si digo que me quedé tartamuda, ¿me entienden? “Aprendimos no a hablar sino a balbucear”, escribió Osip Mandelstam. Balbuceo. Tartamudeo. Perdí la lengua en algún lugar de estos diez mil kilómetros que me separan del pasado.

Intemperie

No pongas ningún clavo en la pared / y tira tu abrigo en el diván. / No hagas planes para más de cuatro días, / mañana mismo estarás de regreso, escribió Bertolt Brecht en su poema “Reflexiones sobre la duración del exilio”. Pero yo clavé fotos y posters y mapas y poemas copiados a máquina, muy prolijitos. Brecht y Gelman, Pizarnik y León Felipe. Clavé memorias porque me aterraba la intemperie. Me aterraba no tener patria bajo los pies.

Naufragios

Aquello fue un naufragio. El antes del exilio. Aún no sé si nos salvamos. Las amenazas, el miedo, los nombres que no había que decir, los libros que había que quemar. Cerrar la puerta de casa dejando dentro el roble que plantó mamá y los jazmines, los libros, las fotos (el exilio es no tener fotos de la infancia), las amigas, los perros amados que enterramos en el fondo, las bicicletas, los abuelos, un verano de mis doce años. Qué se yo. Una vida. Cada uno hizo su valija y guardó lo que pudo. No importaba, total íbamos a volver pronto. ¿Vamos a volver pronto, no?

“Quién sabe al decir esa palabra –adiós- cuánta separación nos aguarda.” Otra vez Mandelstam.

Umbrales

¿Un umbral hacia qué, hacia dónde? ¿Hacia qué mundos? ¿Hacia qué transformaciones? ¿Cuál es exactamente el umbral que marca un cambio? ¿Cuál fue para mí? ¿La madrugada del 9 de julio de 1976 cuando aterrizamos en otra tierra? ¿El momento en que nuestros padres nos anunciaron que nos íbamos a México, pero que no podíamos contárselo a nadie? ¿Cuando supimos los nombres de los primeros desaparecidos amados? ¿De los primeros muertos? ¿Cuando tuvimos que dejar la casa y escondernos con la abuela? ¿Cuando en el 68 mi papá estuvo preso “a disposición del poder ejecutivo nacional” (como se decía entonces)? ¿Cuando en el 66 entró corriendo la vecina a decirle a mi madre que no nos mandara a la escuela porque había golpe de estado?

Cruzamos umbrales de manera permanente sin casi darnos cuenta. Estamos siempre en un “entre”. El exilio lo recalca. Hace casi cuarenta y cinco años que vivo ahí, en ese “in-between”. A veces envidio a la gente que se siente bien plantada en un solo lugar. Otras veces agradezco las ausencias que me habitan. Añoro lo que no tuve. Saudades.

Cuando era niña, mi hija me dibujó una casita con raíces y en la dedicatoria puso “donde estemos, nuestra casa siempre tendrá raíces”. Así sea.

Cello

Un día llegó la noticia: mi abuelo, el “abuelo mágico”, como lo llamaban mis primos porque aparecía y desaparecía, el abuelo que llevaba a mi madre niña al Colón a escuchar los ensayos de la orquesta, el abuelo que tocaba el cello y que se ha vuelto una obsesión en mi escritura, había muerto. Mamá lloraba. Yo tenía diecisiete años y no sabía qué hacer con ese llanto (¿volver a los diecisiete, Violeta?). Mi hermana me miraba desde su infancia pidiéndome ayuda. ¿Qué clase de hermana mayor era yo si no podía salvarla de la muerte? Inventé almas y corazones que volaban y que los militares no podían secuestrar ni asesinar. El abuelo y su cello morían allá, al sur de todos los sures. Mamá lloraba acá, en este norte que no siempre amamos. Cualquier exiliado sabe que el tablón que inventó Cortázar en Rayuela para conectar ambos lados es inútil: estamos parados siempre sobre arenas movedizas, sobre deseos hechos humo.

Despaisada

Lengua-madre que nos deja en un silencio huérfano; despaisados, afásicos.

Lluvias

Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. ¿Cuáles son las lluvias que me mojan a mí? ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la lluvia como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan?

De pronto pensé que me convertí en “argenmex” no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, sino el día en que la lluvia que caía en esta caótica y entrañable ciudad de México dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.

Volver

Escribir para “intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos,” escribió Marguerite Duras. O escribir para no morir, quizás. O para no ser más que palabras. Escribir porque no podemos hacer otra cosa; porque no queremos hacer nada más. Escribir por los que no están. Escribir al ritmo de la respiración. Escribir desde el tartamudeo. Escribir para abrazar otras huellas. Escribir en idiomas perdidos. Escribir para volver a casa.

El abuelo y su cello morían allá, al sur de todos los sures. Foto: Especial.

Nidos

En el I Ching, a la representación del exilio hecha a través de la figura de Lü, el Andariego, le corresponde “la imagen del pájaro al que se le incendia el nido”.

Aún voy en busca de los nidos quemados, anhelando que estén tibias las cenizas.

 Esquirlas

Dibujo el contorno de cada letra lenta, amorosamente. Letras que balbucean un relato desarmado, que no saben de palabras redondas y turgentes, que hablan con esquirlas, con fragmentos. Dibujo en cada letra el quebrado perfil de la memoria.

 Yuyos

Teníamos apenas quince años cuando empezaron a parar los colectivos y a hacernos bajar, apuntándonos con las armas. “¡Documentos!”, gritaban. Los hombres de un lado, las mujeres del otro. Temblábamos. Y eso que aún no conocíamos las historias. Éramos todavía el pasado de un futuro aterrador. El de los treinta mil. El de las placas negras que acaricio en el Parque de la Memoria. “¡Documentos!”. Nos rozábamos las manos, o los brazos, para saber que no estábamos solas. Mamá me decía siempre antes de que saliera: ¿Llevás el DNI? El DNI en la mochila, el pelo recogido con vincha y hebilla, el guardapolvo a la altura de la rodilla, medias tres cuartos azules, mocasines, identificador con el nombre sobre el escudo de la escuela. Cuerpos disciplinados. Eso éramos. Lo único libre era el nombre del colegio: Escuela Nacional Normal Mixta Gral. José Gervasio Artigas, San Fernando. ¡Artigas! Aprendíamos el himno del general de hombres libres (El Padre nuestro Artigas / señor de nuestra tierra / que como un sol llevaba / la libertad en pos.) y el himno uruguayo, claro (Orientales, la patria o la tumba. Libertad o con gloria morir), mientras al otro lado del Río de la Plata la represión ya había comenzado. La patria o la tumba.

“¡Documentos!” Ni nos mirábamos al bajar. Sólo el roce de las manos o los brazos. Éramos todavía el pasado de un futuro que ya estaba ahí. El huevo de la serpiente. Nos dejaban ir. Silencio total adentro del 365. El miedo nos ahogaba las palabras.

Una vez vimos cómo se llevaban a un hombre. ¿Te acordás? Debía ser obrero de alguna de las fábricas de la zona. De la Ford tal vez. Después nos enteramos de que en la planta de Pacheco había funcionado un centro clandestino de detención. Era tan cerca de casa que me da escalofríos pensarlo. Podría haber sido paciente de mi papá, o el tío de alguna de mis compañeras de la primaria.

Esa tarde nos paramos en la banquina. Acabábamos de cruzar el río Reconquista. Yuyos, basura. El río bajo. El olor a podrido. Ya sabíamos lo que seguía. Buscamos el DNI. Catorce millones quinientos noventa y un mil ochocientos setenta y nueve. No había nadie que no se supiera el número de memoria. Hace más de cuarenta años que no tengo que decirlo, pero no se me olvida. Como nuestro primer número de teléfono: siete cuatro cuatro seis cero nueve seis. El número de la casa a la que nunca volvimos. Bajamos. A los hombres los pusieron de espaldas a nosotras, con las manos en alto contra la chapa pintada de azul del colectivo. “La Independencia”, decía. Era el nombre de la compañía. Lo juro. Puente Saavedra-José C. Paz-Luján. Los palparon de armas y a uno se lo llevaron.

Así, como si tal cosa, subimos al colectivo todos menos uno. Nunca lo había contado. Clase 60: no fui protagonista de nada. Apenas testigo inconsciente del modo en que se naturalizaba el espanto.

México

“…fue un continente muy fuerte para un momento de quebradura, es como si México me hubiera ayudado a juntar los pedazos y me hubiera rearmado. Para mí, los mexicanos, con su solidaridad, juntaron mis pedazos.” Suscribo palabra por palabra lo escrito por Laura Bonaparte.[2] Y aquí estoy, aquí sigo: por esa solidaridad, por la fuerza contradictoria y fascinante de este país, porque lloro cuando leo Balún Canán y cuando escucho a José Alfredo, porque conozco las calles del DF mejor que las de cualquier otra ciudad del mundo, porque aquí creció mi hija, porque aquí tengo una familia hecha de amigas y amigos entrañables, porque aquí pude juntar mis pedazos, porque aquí estoy en casa y aquí seguramente querré morir.

Patria

Pudor. Vergüenza. Pena.

Que otros escriban la gesta heroica de la resistencia y los exilios. Que otros más insistan en los gestos plañideros.

Si digo que me quedé tartamuda, ¿me entienden?

Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria…

[1] María Zambrano, “Amo mi exilio”, cit. en José Luis Abellán, El exilio como constante y como categoría, Madrid, Editorial Biblioteca Nueva, 2001, p. 54.

[2] Laura Bonaparte, psicoanalista, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo. Perdió a tres de sus hijos, a su marido y a dos yernos a manos de la dictadura militar. La cita pertenece al libro de Pablo Yankelevich, Ráfagas de un exilio. Argentinos en México 1974-1983, México, FCE-El Colegio de México, 2009, p.336.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).

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