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Los blancos se acabaron lo suyo y hoy quieren lo nuestro: no lo permitiré, dice líder Kiliwa de BC

27/04/2019 - 4:00 pm

¿Por qué un indio no puede ser empresario?, cuestiona Elías Espinoza, uno de los sobrevivientes de la etnia Kiliwa en Ensenada. Y más aún, ¿por qué me voy a ir una maquila si lo que yo sé es criar ganado? En una entrevista con el equipo de Pie de Página, el líder kiliwa desmenuza la forma en la que su pueblo se ha transformado: ”Yo tengo una misión y un camino trazado que hacer con mi gente. Y lo voy a hacer, así quede yo en la raya”.

Por José Ignacio De Alba y Daniela Pastrana

Arroyo León, Baja California, 27 de abril (Pie de Página/SinEmbargo).– Para Elías Espinoza siempre es temporada de algo: de cosecha, de pesca, de ganado. Igual se le encuentra navegando lanchas en el Mar de Cortés en busca de la curvina o como vaquero en la sierra de Juárez. Apenas despunta el sol y Elías ya está organizando alguna actividad. Puede hacer flechas y arcos con pedernales, construir una ampliación de su casa, o ir a inspeccionar las obras del pozo que se está construyendo para llevar agua a su comunidad.

Elías es un indio Kiliwa, una de las cinco etnias yumanas que habitan la Baja California, y aunque muchos auguran su próxima extinción, pues queda menos de un centenar de kiliwas y solo dos hablantes vivos, a él eso no le quita el sueño: “Estaríamos en peligro de extinción si no hiciéramos nada por nosotros mismos”.

Es un hombre práctico, que habla sin tapujos. Nos recibe en su casa, un rancho instalado en la Sierra de San Martín, como a unos 40 minutos del Valle de la Trinidad, en el municipio de Ensenada. Es una construcción de dos pisos, muy distinta de la imagen de las viviendas tradicionales de los kiliwas que se podían ver hace menos de 40 años, cuando Elías era niño. Entonces, las viviendas eran chozas en forma de domos, que algunos estudiosos han interpretado como una imitación de la forma en la que los Kiliwa concebían el cosmos; una bóveda gigante sostenida por enormes ramas arquedas y amarradas entre sí.

La casa de Elías no parece una bóveda, pero el cielo estrellado que la rodea sí. En ella la que se encuentra todo tipo de herramientas y utensilios colgados por todos lados. Nadie puede dudar que es la casa de un indio.

“Aquí vivemos”, dice a modo de presentación.

EL DESPOJO

Elías enciende el fuego de la chimenea y prepara café. Recuerda la gente de su tribu se internaba durante meses en la sierra en busca de piñones; en cambio hoy su gente está confinada a pequeñas rancherías y se desplaza a las ciudades en busca de trabajo, que es lo que falta aquí. Los que quedan trabajan en el campo colectando miel y en el corte de palmilla, que son actividades temporales. El tipo de suelo, la falta de agua y de infraestructura hace de la agricultura de subsistencia una actividad poco productiva.

“Nos quieren mexicanizar —sentencia —. ¿Por qué me voy a ir una maquila si lo que yo sé es criar ganado?”.

La charla se extiende varias horas mientras el hombre va desmenuzando la forma cómo se ha reducido el concepto del territorio que poseía su tribu: “ahorita ya hablamos de tierra, no hablamos de territorios indígenas”, resume.

Luego cuenta que muchos kiliwas empezaron a vender sus tierras a partir de que se reformó el Artículo 27 de la Constitución. Les daban 200 mil pesos, se compraban una pickup y el resto lo gastaban en fiestas, jura Elías. La ley aprobada en 1992 a propuesta de Carlos Salinas de Gortari permitió la venta de tierras ejidales y propició la división de los ejidatarios. Muchos pueblos quedaron a expensas de grandes acaparadores de tierras.

“Así es como se ha deteriorado el pueblo Kiliwa y desgraciadamente hay gente que ha sabido lo que está comprando. Desgraciadamente, también, hay gente que ha sabido lo que están vendiendo (…) Antes se decía de aquí hasta el otro cerro es mío, no había límites para los indígenas. Todo eso se acabó con las leyes que hicieron, con las reformas agrarias con las procuradurías agrarias”, narra.

El Ejido Kiliwas ha pasado por un largo proceso para arrendar sus tierras a una subsidiaria de Cementos Mexicanos, dedicada al sector energético. Hace unos años, por su oposición al proyecto, Elías fue demandado y tuvo que desplazase a Ensenada para evitar que lo detuvieran. Los contratos, dice ahora, se hicieron con “la ventaja por delante”. Y al final, ganó la batalla. Hoy los ejidatarios reciben una renta por el arrendamiento, y la tribu busca que la empresa instale los servicios públicos que no ha instalado el gobierno, como escuelas, agua y servicio de salud.

Pero esa no es la única amenaza para el Ejido. Elías hace un alto en la entrevista para ir por unos mapas del ejido y mostrar cómo se empalman con 8 concesiones mineras que fueron entregadas a Carlos Slim.

Es duro en su juicio: “El hombre blanco ya acabó con lo que tenía y ahora quiere acabar con lo que nosotros tenemos”.

En el Ejido Kiliwa no hay escuelas, ni médicos, ni agua potable; hace muy poco tiempo que hay luz eléctrica; tampoco hay trabajo, por lo que muchos de los pobladores se fueron incorporando al esquema económico de las ciudades. Foto: Ximena Natera, Pie de Página.

LA MEDIDA DE LA IGNORANCIA 

Tener una escuela ha sido una permanente exigencia de la tribu y tener una escuela donde se enseñe el kiliwa es casi un sueño. El argumento del Gobierno mexicano para no llevar hasta el ejido una escuela es que no hay suficientes niños. Es decir, su inminente extinción es el pretexto para extinguirlos más rápido.

— ¿Crees que un niño indígena y un niño mexicano tienen las mismas oportunidades?

— No, un niño indígena tiene más oportunidades que un niño mexicano porque hay niños mexicanos que no saben sus derechos. En las ciudades ¿cuántas niños hay sin educación? ¿Cuántas familias hay sin tener una vivienda, gente viviendo en la calle, gente que vive en casitas de cartón?

En el campo, dice, cuando a uno le da hambre puede cazar codornices, libres o venados, mientras que en la ciudad no hay de dónde aprovisionarse. Él lo sabe bien, uno de los elementos característicos de la cultura Kiliwa fue el “palo cazador”, con el que sus abuelos atrapaban liebres y conejos.

Elías está casado con Mónica González, de la tribu Cucapá. Tienen tres hijos: Mónica, ya casada, Alía, de 17 años y Elías, el más pequeño. En nuestra visita sólo están Elías y Mónica, pues estamos en plena temporada de pesca y la mitad de la familia se quedó en El Indiviso, la esquinita del país donde los cucapá echan las pangas al mar para ir a buscar las curvinas.

Alía viaja todos los días en una camioneta de su papá para asistir a la preparatoria en Valle de la Trinidad. La joven cuenta historias de cómo la han molestado en la escuela por ser “india patarrajada”. Dice que otros muchachos de la tribu prefieren negar su origen o simplemente deciden olvidarlo para no meterse en problemas, pero ella no ha dudado en liarse a trompadas por defenderse: “yo vengo de un rancho, yo vengo de un pueblo indígena”.

—A mucha gente le da pena. Son contados los niños que quieren cantar, hacer danzas o hacer alguna artesanía — interviene Elías, mientras muestra a los visitantes varios libros de las lenguas yumanas y dice que cuando los hijos salen del ejido “los pierdes, totalmente los pierdes”.

—¿Por qué le sigues transmitiendo a tus hijos las tradiciones Kiliwa?

—Para decirles de dónde vienen. Yo estoy orgulloso de ser indio, a mí que me griten indio no me quita el hambre. Nos dicen ignorantes, pero ellos no saben que conocemos mejor la Baja California que ellos. Son abogados, son licenciados pero no conocen su tierra. Ellos piensan que vivimos en cuevas y que traemos el arco en el lomo.

En la cosmogonía Kiliwa había dos fuerzas: Metipá, que creó el cielo, el sol, la luna y la tierra, tuvo cuatro hijos y enseñó a los hombres a procrearse y a desarrollar las artes y las artesanías. Y Maikwiak, hacedor de guerras. Foto: Ximena Natera, Pie de Página.

EL MISMO DERECHO

Elías entiende la sobrevivencia de su cultura como una lucha constante. Dice que eso lo ha ido aprendiendo conforme se ha acercado a otros grupos indígenas. Recuerda a los Yaquis con especial afecto, “duraban horas sentados platicando y al otro día igual” para tomar decisiones para su comunidad. Elías y su familia pasaron un mes con ellos. “Yo agarré un poquito de lo que estaban haciendo, pues si allá lo están haciendo yo lo voy a hacer con mi gente. Si ellos lo están haciendo porque no lo voy a hacer yo”

El padre de Mónica, su esposa, fue el último jefe tribal de los Cucapá. Murió hace unos años, pero lo recuerda siempre honorable. El kiliwa dice que aprendió mucho de los jefes Cucapá. “Es una historia muy bonita para mí porque aprendí mucho. Les encendía el fuego para que los jefes Cucapá se reunieran y allí me quedaba a escucharlos”, recuerda.

Ahora, Elías está convencido de que debe hacer algo por su pueblo.: ”Yo tengo una misión y un camino trazado que hacer con mi gente. Y lo voy a hacer, así quede yo en la raya”.

Piensa que si el Gobierno no va a interceder por su tribu, entonces debería dejar que ellos hagan sus propias leyes y su propio presupuesto.

Le preguntamos si no considera que pedirle cosas al Gobierno estimula una actitud paternalista. De nuevo, su respuesta es contundente:

—Pagamos impuestos, tenemos derecho a que nos den algo, ¿qué no? ¿Cuántas empresas tienen ellos? ¿Cuánto dinero regresan ellos para sus bolsillos? Si vivimos en un país de leyes y un país de derechos yo creo que tenemos derecho a lo mismo que ellos.

—¿Por qué al Gobierno no le interesan los pueblos originarios?

—Para ellos no contamos en votos, y entrar a un pueblo indígena es invertir dinero y el gobierno no quiere invertir dinero.

—¿No crees que mezclar el desarrollo económico con el desarrollo de los pueblos indígenas los termina por mexicanizar?

—Eso decir: ¿por qué Elías va a ser un empresario, si él es un indio? Ese es el concepto que tienen de nosotros. ¿Por qué un indio no puede ser un empresario? No porque yo sea empresario voy a perder mis usos y costumbres. Yo soy de la comunidad indígena Kiliwa y soy empresario y tengo mi ganado fino; eso no te quita nada.

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