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Alma Delia Murillo

27/04/2019 - 12:04 am

De lobos, criaturas y otras monstruosidades

Parece execrable pero hoy no estamos tan lejos de ello. Ahora lo que buscamos exhibir y desterrar es el pensamiento que pudiera filtrar en nuestras civilizadas y bondadosas conciencias, un poco de maldad.

“Convencidos de que la identidad se divide en el bando de los buenos y malos, somos incapaces de aceptar que una misma persona puede ser su luz y su sombra”. Foto: Alberto Alcocer | IG: @beco.mx

La humanidad es inseparable de su bestiario.

El tamaño, la apariencia, la capacidad destructiva y la forma en que se enquistan esas bestias en nuestro imaginario colectivo depende de dos cosas: la temporalidad y la capacidad de conciencia.

Cuando digo temporalidad, me refiero a que, según la época, nos resulta terrible tal o cuál práctica, nos resistimos a cruzar tal o cuál puerta para asomarnos al abismo del mal. En nuestra rabiosa ultramodernidad, por ejemplo, tenemos una enfermedad llamada “presentismo”, todo lo queremos juzgar desde el contexto del presente aunque venga de quinientos años atrás.

Casi siempre, la motivación es alejar de nosotros lo que resulta intolerable: nuestro propio lado oscuro.

Convencidos de que la identidad se divide en el bando de los buenos y malos, somos incapaces de aceptar que una misma persona puede ser su luz y su sombra.

Más difícil aún: cuesta aceptar que yo puedo albergar los deseos y pasiones más destructivas e inconfesables a la vez que las más luminosas y constructivas. Pero es así, cada uno de nosotros somos el recipiente de eso que llamamos condición humana donde todo cabe, todo germina.

Pero escindimos la identidad para pertenecer al lado bueno aunque para ello recurramos a todo tipo de brutalidades. Así, hubo una época en que las clases altas imperiales podían pasear con una corte de enanos, gigantes, mujeres y hombres lobo o hasta obesos mórbidos (asómense a la historia de Eugenia Martínez Vallejo “La Monstrua”) para que, por contraste, quienes podían pagarlo; lucieran hermosos, estéticos y equilibrados.

Parece execrable pero hoy no estamos tan lejos de ello. Ahora lo que buscamos exhibir y desterrar es el pensamiento que pudiera filtrar en nuestras civilizadas y bondadosas conciencias, un poco de maldad.

Hará cosa de una semana que volví a leer Frankenstein de Mary Shelley; cuando la criatura monstruosa, toda retazos, maltrecha, áspera y enferma de soledad se rebela contra su creador, le dice “tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño: obedéceme”

Me detuve largo rato en esa línea: hay ahí un profundo mensaje, somos creadores de nuestros propios monstruos, ¿cómo lograr dominarlos nosotros a ellos y no al revés?
Shelley cita el fragmento de una vieja canción de marineros que parece advertir el error que todos cometemos: no queremos ver.

Como aquel que, en un sendero solitario,
hace su camino con temor y miedo,
y habiéndose girado una vez, continúa andando
y no gira la cabeza,
porque sabe que un terrible demonio
le sigue muy de cerca.

¿Se puede ser más vulnerable que asumiendo el rol de presa que no mira? Mirar es un poder, mirar por elección es un poder aún mayor (y no son sólo juegos de palabras).
No me extrañaría que pronto carguen contra Frankenstein porque está lleno de cosas que podrían perturbar a los correctos. Y será una pena, porque, como toda la buena literatura, ofrece una pasaje ritual para encontrase con el alma.

La literatura, incluidas las narraciones infantiles, está llena de simbología. Su interpretación no puede ser directa. No hay cuento para niños que no busque narrar un recorrido iniciático, una búsqueda de individuación, la muerte del ego, el autocontrol, la templanza, el esfuerzo, la fidelidad a los más altos deseos.

Caperucita misma (recientemente apaleada en Barcelona por su contenido machista) es todo menos un cuento para hablar de hombres y mujeres, se trata de la niña como individuo en un proceso de crecimiento y aprendizaje: ella es el lobo (su lado fiero que debe aprender a reconocer y dominar), ella es la abuela (la sabiduría, la experiencia) y es, desde luego, ella misma con esa vital capa roja buscando su individuación y libertad.

Caperucita no se trata de instintos masculinos animales sobre las niñas indefensas. Es el pasaje eterno que nos hace batallar entre escuchar a la fiera o escuchar a la razón y aprender a reconocer el instinto —el lobo que acecha.

Tiene un mensaje positivo que algunos niños y niñas se perderán porque ahora está prohibida. Qué pena por ellos.

Y ya puestos: tanto hemos vilipendiado los cuentos de hadas y princesas que no queremos hacer el esfuerzo por detenernos a pensar y desentrañarlos a profundidad; es que no hemos entendido un carajo, las princesas de esos cuentos no son mujeres débiles, por el contrario, son, para su época, mujeres que lograron lo que ellas querían: casarse con el hombre de su elección, sobrevivir a una madre devoradora, cruzar la línea de la curiosidad haciendo lo prohibido y aprendiendo las consecuencias pero también liberándose del “destino”.

Insisto: la literatura y las narraciones tradicionales están ahí para ayudarnos mediante los símbolos a atravesar nuestros rituales psíquicos individuales; qué tristeza que el pensamiento estrecho haya elegido pensar que un lobo sólo puede ser un lobo y una niña sólo puede ser una niña.

Resistamos a los tiempos oscuros echando luz sobre nuestros monstruos y sobre los que otros autores crearon tan brillantemente para advertirnos de nosotros mismos.

@AlmaDeliaMC

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