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Jorge Javier Romero Vadillo

27/06/2019 - 12:04 am

La muerte del PRD y la desaparición de la izquierda democrática

“El PRD se convirtió en un botín a capturar por quienes tuvieran más clientelas y pasó de la dependencia del liderazgo de Cárdenas al de López Obrador”.

Quienes se quedaron con el aparato se han dado cuenta de que no sobrevivirán a su vaciamiento electoral y buscan salvar la nave con una refundación. Foto: Cuartoscuro.

Las elecciones de 1979, a pesar de ser intermedias y de que solo se elegían diputados federales, representaron un momento histórico. Después de 33 años de ausencia en los procesos electorales formales, el Partido Comunista Mexicano volvió a aparecer en las boletas y obtuvo cerca de un millón de votos, equivalente a poco menos del cinco por ciento de la votación total efectiva. Aquellos comicios fueron los primeros posteriores a la reforma política de 1977, la cual abrió el hasta entonces fuertemente protegido sistema de partidos, que desde 1946 solo había permitido la participación de partidos que contaban con la venia del régimen.

Las elecciones de 1979 representaron no solo la apertura del régimen del PRI –hasta entonces caracterizado por la existencia de partidos comparsa que, a excepción de Acción Nacional, presentaban en las elecciones presidenciales al mismo candidato oficial– sino también reflejaron la conclusión de un prolongado tránsito transformador de los comunistas mexicanos, que desde un par de décadas atrás habían comenzado a moverse desde un prosovietismo totalmente acrítico hacia posiciones cada vez más identificadas con lo que por aquellos años era la corriente eurocomunista, encabezada por el Partido Comunista Italiano, que a partir de la crítica a la Unión Soviética había adoptado posiciones cercanas  a las de la socialdemocracia.

La incorporación de los comunistas a las contiendas electorales en México significó un soplo de aire fresco en el enrarecido clima del autoritarismo priista, al tiempo que condujo a que el propio PCM decidiera su autodisolución un par de años después para confluir con otros grupos en el Partido Socialista Unificado de México, con la intención de construir un polo electoral de izquierda democrática, a pesar de los resabios estalinistas que todavía subsistían en muchos de sus integrantes, pero también con las visiones novedosas aportadas por el grupo proveniente del Movimiento de Acción Popular, de orientación socialdemócrata. El PSUM nació como un proyecto modernizador de la izquierda mexicana, comprometido con la política electoral y con una agenda reformista.

El trayecto del PSUM fue accidentado. Pronto vivió escisiones y tuvo que competir por el electorado de izquierda con otras fuerzas que obtuvieron su registro en las elecciones de 1982 (PRT) y 1985 (PMT), de ahí que en 1987 su dirección optara por dar paso a un nuevo proceso de ampliación para formar una corriente electoral más vigorosa con la cual participarían en las elecciones de 1988. La nueva organización, el Partido Mexicano Socialista, incorporó a corrientes que provenían del radicalismo izquierdista, pero sobre todo sumó al Partido Mexicano de los Trabajadores, encabezado por Heberto Castillo, quien se perfiló desde el principio como el candidato presidencial de la nueva formación.

El PMS, con todas sus contradicciones internas, se concebía como un partido con un claro perfil de izquierda, heredero de la tradición comunista, pero que transitaba rápidamente hacia un pragmatismo democrático que, eventualmente pudo ser la base de una fuerza electoral que defendiera una agenda laica, reformista y distributiva. Sin embargo, la escisión del PRI encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo y que resultó en la candidatura presidencial del primero, acabó por arrollar al proyecto. Como bola de nieve, la candidatura de Cárdenas creció y pasó por encima del enclenque PMS y de su candidato presidencial. Poco antes de la elección de 1988, Heberto Castillo declinó a favor de Cuauhtémoc y el incipiente partido quedó inmerso en la abigarrada coalición construida en torno a los disidentes del PRI.

Aunque el PMS sobrevivió al aluvión electoral, quedó mermado por la fuerza de atracción del cisma priista. En torno a la protesta por el fraude electoral se fue articulando los que en mayo de 1989 se constituyó como Partido de la Revolución Democrática, identificado ideológicamente no con la izquierda democrática sino con el nacionalismo revolucionario, con todas sus ambigüedades. Cuando el naciente PRD no pudo obtener su registro por la vía de las asambleas, que la legislación de 1986 había reinstaurado como único mecanismo para obtener la patente que permitía la participación electoral, el PMS decidió disolverse dentro de la nueva organización y cederle el registro que el Partido Comunista había conquistado en 1979.

El nuevo partido se formó como una confederación de corrientes tribales unidas en torno al liderazgo indiscutible del ingeniero Cárdenas, quien ejerció su control no como un líder democrático, sino como un caudillo educado en la mejor tradición del régimen del PRI. Muchos de los que había salido con él de la coalición de poder volvieron al redil en cuanto Carlos Salinas les ofreció empleo y reinserción. En 1991 el estilo personalista de dirección y la competencia entre tribus provocó la salida de cuadros relevantes más identificados con un proyecto político deliberativo y democrático y los resultados en las elecciones de aquel año fueron bastante malos para la nueva agrupación. En los años siguientes los cuadros provenientes del PMS cobraron relevancia dentro del PRD, en la medida en la que los antiguos priistas habían vuelto a sus querencias, pero la fuerza electoral del partido no logró despegar hasta que Andrés Manuel López Obrador se hizo con la dirección en 1996 y decidió abrir las puertas de la organización a cualquier disidente del PRI, tuviera el pasado que tuviera, sin reparo ideológico o ético alguno. Así, el PRD se convirtió en la opción de salida a la disidencia del PRI y abandonó cualquier pretensión de congruencia y todo intento de elaboración intelectual.

A partir de 1997, ya como una corriente electoral relevante, capaz de ganar elecciones con priistas reciclados y con una cantidad ingente de recursos provenientes del financiamiento público a los partidos, el PRD se convirtió en un botín a capturar por quienes tuvieran más clientelas y pasó de la dependencia del liderazgo de Cárdenas al de López Obrador, aunque con un aparato controlado por una burocracia que no estaba dispuesta a concederle todo, por lo que finalmente lo abandonó y se llevó a sus huestes a su propia carpa, en la que nadie le disputara el poder. El PRD quedó convertido en un cascarón aferrado al financiamiento público. Quienes se quedaron con el aparato se han dado cuenta de que no sobrevivirán a su vaciamiento electoral y buscan salvar la nave con una refundación. Sin embargo, en lugar de aceptar su propia obsolescencia política y abrir un proceso que atrajera a grupos de jóvenes que renovaran un proyecto democrático y progresista, han decidido regalar el registro que obtuvo la izquierda mexicana después de décadas de hostigamiento y persecuciones a un montón de cartuchos quemados de la derecha resentida, unidos solo por su odio a López Obrador, con un documento patético. Parece ser que nadie les ha hecho caso alguno.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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