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Tomás Calvillo Unna

27/08/2014 - 12:00 am

El buscador de perlas de Labasin

El 26 de agosto de 1896 surgió en Filipinas la revolución contra el régimen colonial encabezada por los katipuneros, dirigidos por Andrés Bonifacio. Se acusó injustamente a José Rizal de estar detrás de esa insurrección armada. El presente texto está inspirado en sus últimos días de vida y forma parte de una “ficción histórica”.   […]

El 26 de agosto de 1896 surgió en Filipinas la revolución contra el régimen colonial encabezada por los katipuneros, dirigidos por Andrés Bonifacio. Se acusó injustamente a José Rizal de estar detrás de esa insurrección armada. El presente texto está inspirado en sus últimos días de vida y forma parte de una “ficción histórica”.

 

No vemos a dios porque nos vemos a nosotros mismos, siempre nos anteponemos.

Esa frase lo mantuvo absorto. Sabía que su muerte estaba próxima, la cárcel era solo el umbral de ese último amanecer que avanzaba hacia él. Era una sensación extraña, su cuerpo se había aflojado, parecía que solo su cabeza guardaba su peso, recordó sus primeros años, sus hermanas le decían que estaba cabezón, que tenía que fortalecer sus brazos y piernas y estirarse lo más que pudiera como si quisiera tocar con sus delgadas manos alguna nube pasajera.

Ahora sentado ante esa mesa donde el mundo se reducía a su pluma y papel, el cuerpo comenzaba a ser inexistente, ya no tenía importancia, le daba la impresión que desaparecía bajo su vestimenta.

Alguien le había dicho en España que se ocultaba tras sus gruesos sacos. No supo que decir, la ropa ciertamente era una armadura, pero sentía que su traje ya no cubría nada, era muy extraño, un hueco crecía bajo su piel.

Al menos apreciaba una ligereza que no tenía que ver con su poco peso, era como si el barco hubiera arrojado al mar toda su carga y solo se hubiera quedado con el cascaron de madera y metal.

Su cabeza era todo lo que tenía y el calor cada vez más palpable y agradable a la altura de su corazón.

Su pecho era una hoguera, que atraía sus pensamientos y al dormir cuidaba de su sueño. Pensó que eso era la paz, esa sensación física que le permitía descansar sin sobresaltos y aconsejar a sus cercanos que dejaran de preocuparse por su suerte.

Notó que había una íntima conexión en todo ello, sus ideas y ese calor en su pecho se alimentaban mutuamente, eran una misma corriente de vida que lo conducía en medio del pesar de sus allegados.

En esa condición se animó a escribir con una letra minúscula un largo texto que llevaba en su memoria, que había ido componiendo y recitando interiormente a lo largo de las últimas semanas.

En las noches solía repetir en voz alta sus estrofas para memorizarlo y no perderlo. Durante días se dejó llevar por el ritmo interno de su voz que provenía de esa fuente de afecto que lo inundaba, hasta que decidió redactarlo para la posteridad, es decir para que los suyos lo leyeran y supieran del mismo después de su muerte: el poema ya estaba escrito en su mente.

Recordó los primeros versos de su adolescencia y descubrió esa voz interior que comenzaba a brotar para entretejerse con el paisaje y sus querencias.

La poesía desde entonces, lo sabía bien, era en mucho una ofrenda; ahora se había convertido en su testamento. La herencia era su sacrificio, y el depositario su amada filipinas, su patria, que había imaginado junto a una generación que redactaban libros, pintaban ese despertar y le componían música a sus sueños y pesares.

No había odio en sus oraciones, ni desprecio, solo una profunda distancia que remarcaba con el orgullo de sentirse miembro de una vasta familia que ya no era la del conquistador.

Los versos se ocultaban en el acordeón de papel, que escondió al interior de la pequeña lámpara de aceite. Sería su último regalo que su hermana Trinidad se llevaría consigo.

A pesar de saber que era su escrito póstumo, nunca imaginó su fortuna revolucionaria. Su poema se convirtió en la primera constitución emotiva de la nueva república. Era la inspiración, el puro lirismo patriótico, que unió a millones. Su poema escrito para su familia y amigos era también el texto fundacional de una nación.

Al acostarse le asaltaron esos recuerdos, estaban ahí como el salitre de los muros del fuerte Santiago. Le dolía el pecho, y cada vez que eso sucedía, una pregunta emergía: ¿por qué esos eventos tan personales se enlazaron a una historia de muchos? Su poema se pudo haber quedado en un salón de Madrid o de París donde aprendió a compartir el gusto por el arte y esa seducción de la libertad del pensamiento que tanto había deseado desde sus primeros años. No obstante sirvió de acicate para animar al sacrificio a hombres que nunca conocería durante los momentos de más violencia cuando aún no alcanzaban a ver del todo que las potencias coloniales jugaban con su destino e incluso se les vendía como cualquier mercancía.

Ya vendría la ciencia de las letras y de las sociedades a dar explicaciones plausibles para saber porque sus novelas Noli me tangare y el Filibusterismo y su poema “El último adiós” se convirtió en su sentencia de muerte y también en su resurrección. Quién lo llevo hasta ahí, como un mártir cuyo palabras eran su misma sangre.

La muerte le intrigaba, era la experiencia más contundente siempre próxima y a la vez desconocida, en ocasiones solía aparecer como una plaga con las epidemias que desbastaban pueblos enteros o con las tormentas que levantaban al mar para engullir las costas y a quienes habitaban en ellas.

Esas muertes de cientos de miles, eran una tragedia que abrumaba y retornaba a la dimensión de ser un mismo cuerpo de millones, el cuerpo de la humanidad.

El solo hecho de saberse mortal era condición suficiente para que el ser humano viviera en armonía o al menos lograra reducir sus conflictos colectivos, entre pueblos y naciones.

Pero no obstante se obstinaba por convocarla con la vestimenta más irracional, con la máscara de la discriminación; a ella tan implacable y extremadamente cruel en sus formas de estrujar los cuerpos y extraer las almas.

La muerte lo había asechado toda su vida, a veces parecía percibirla a su lado, caminando a su misma cadencia, o siguiendo sus pasos como si lo quisiera alcanzar y rebasar.

En una ocasión se convirtió en el sonido estrepitoso del mar que encabritado golpeaba el barco que lo conducía a Japón, el intenso bamboleo lo preparó para lo peor, el hundimiento de la nave en que viajaba. No tenía miedo a morir, de alguna manera se había familiarizado con ello; en lo recóndito de su conciencia que él identificaba con su corazón, había crecido de la semilla que su madre cuidó cada anochecer, un árbol compasivo cuya sombra buscaba alcanzar a los suyos, un árbol muy antiguo a pesar de su aparente joven edad. Le llamaba destino y sacrificio.

Sus apegos comenzaron a rondar entre los poros de las escasas horas que le quedaban; le dolía no poder acariciar los hombros de su amada, ni contemplar más su desnudez; le entristecía no sentarse más a la mesa de la familia y disfrutar de los chismes del pueblo y de los cuñados y darle las gracias a Paciano por su trabajo y a su padre por su entereza, a su entrañable madre y a los amigos por su comprensión; anhelaba continuar disfrutando de la compañía de los suyos. Por eso buscó en los últimos meses aislarse del remolino creciente de la insurrección, que velozmente se alejaba de sus manos y de las de muchos otros que como el, olvidaron que la historia suele ser ciega y da tumbos antes de elegir su camino donde ya no se encuentran las señales de los guías. Incluso dudó que existieran tales; las suyas eran el propio aliento del fin de un siglo: el del estruendo de la máquina y la independencia.

Irrumpió el tiempo de la fuerza bruta que no reconoce límites y se adueña de la propia imaginación. Fusilar, fusilar, fusilar, era la respuesta y el máximo castigo como ejemplo. ¿Para qué y para quienes? Sus preguntas resonaban en la soledad de su muerte eminente; pronto comprendió que una medida administrativa, el cambio de mando, la llegada de un nuevo gobernador, era suficiente para ejecutar una orden que tenía el tufo de un resentimiento acumulado bajo los crucifijos de oro y plata. El cuidaba con afecto y fe el suyo de madera. Sabía que a pesar de su voluntad estaba convirtiéndose en una hoguera viva cuyo fuego sería el de un parto doloroso.

Se mantuvo callado ante el juez que le imputaba el crimen de traición al reino de España; a él, que comenzaban a nombrarlo “El primer filipino”.

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