El meme de la corrupción

27/11/2013 - 12:00 am

Darnos cuenta en qué creemos es el primer paso, identificar nuestros actos de fe. Hace años vivía en Viena y cierta mañana en que viajaba en el metro sucedió algo maravilloso: todos los celulares comenzaron a sonar casi al mismo tiempo. Algunos con la tonadilla típica de la compañía trasnacional, otros con canciones que había elegido su dueño (de punk, ska, o Mozart) y, muchos más, simplemente pitaban. Paranoico que soy: pensé que había una bomba. Pero los vieneses, tan aristocráticos e imperiales ellos, se mantuvieron tranquilos: miraron sus celulares y los volvieron a guardar. A la siguiente estación, bajaron casi todos. Y yo fui tras ellos. Los vagones del tren habían quedado casi vacíos pero no se distinguían ningún signo de alarma en los pasajeros que ahora caminaban por los pasillos. “Es un cuento fantástico”, pensé, “¿Kafka vivió en Viena?”. Luego vi que hombres y mujeres, de corbata y traje sastre, muy ordenados y educados se formaban en las taquillas, compraban su boleto y volvían a los andenes para a subir de nuevo al tren y sonreír cortésmente a los inspectores de la próxima estación.

No se requería ser muy perspicaz para saber qué había sucedido, pero yo lo descubrí hasta la tarde cuando me lo explicó otra mexicana: “No mames, wey, pos nadie trae boleto: sólo los pinches turistas y los inmigrantes pagan el metro aquí”. Un acto de corrupción ordenado y solidario, usando lo más nuevo de la tecnología (en esos años) para permitir que todos salieran impunes.

No sé si usted me crea la anécdota anterior. ¿Qué tal si le digo que eso no sucedió en Viena sino en el metro de Río de Janeiro? ¿O que eso es lo que hace la comunidad “latina” para no pagar el transporte público en Manhattan? ¿Cuál estaría dispuesto a creer con más facilidad?

Las creencias ciegas han sido prácticas comunes de todas las sociedades en todas las épocas. Por ejemplo, hace no muchos años, en ciertos lugares muy religiosos y conservadores como Massachusetts, bastaba con que alguien dijera “ella es bruja” para que la pobre mujer fuera asesinada (sí, ese rancho se llama Salem). Unos añitos después, en el mismo lugar, que susurraran “se me hace que ese vato es comunista”, y listo: ¡a prisión!

A todos nos da por creer en ciertas acusaciones sin necesidad de pruebas y, no sólo eso, sino que tomamos parte activa y replicamos la acusación: como un meme. Piense usted hoy día en un hombre soltero, de 35 años, que trabaja en un kínder-guardería. Ahora imagínese que alguien le dice que ese hombre manosea a las niñas. Luego otro le comenta que, horror de horrores, ese hombre antes estuvo en el seminario. ¿Requiere más pruebas? ¿Inscribiría a su hijita en ese kínder? ¿Le daría trabajo al hombre? Más o menos ésa es la trama de una película danesa del año pasado, Jagten (La cacería), que muestra el proceso de un linchamiento social. Pero ojo, usted, como los personajes de la película, carece de evidencia alguna.

Aquello que estamos dispuestos a demonizar o, incluso, a sacralizar, ha cambiado con las épocas y los tipos de sociedades. Pero siempre habrá algo que una sociedad particular propague sin necesidad de pruebas. Y, al revés, también habrá afirmaciones que una sociedad se niegue a creer a pesar de las evidencias.

Y ése es precisamente el punto: en qué creemos. ¿Por qué nos negamos a creer en algo, aún con pruebas, y por qué creemos otra cosa, aún sin pruebas?

En nuestra bella sociedad mexicana tomamos ambas actitudes respecto a un mismo asunto: la corrupción. Por un lado, somos perfectamente proclives a creer en cualquier acusación de corrupción hecha sobre un funcionario público mexicano y, por otro, nos negamos a creer en esa misma acusación hecha sobre un “extranjero” (o aquello que llamamos “extranjero” y que por lo general es rubio y viene del norte). Piense usted en Florence Cassez, Walmart en Teotihuacán, Costco en el Casino de la Selva o el pleito de PEMEX vs. Repsol. O, en el ámbito de la violencia, piense usted en la siguiente afirmación: “en Canadá una mujer tiene 5 veces más probabilidades de ser violada que en México”.

Ahora recuerde alguna de esas frases que se repiten cada campaña electoral. Por ejemplo, “el candidato a alcalde de San Maclovio de las Piedras tiene una casa de 10 millones de dólares”. O, en el tema de la violencia, “en la guerra del narco ha muerto más gente que en la guerra de Iraq”.

Si bien en los casos Cassez/Walmart/Costco/Repsol hay opiniones divididas, es probable que  conozca a alguien que está seguro de que, si hubo corrupción, fue siempre culpa de los mexicanos. ¿Y si esas empresas/persona fueran guatemaltecas, chinas o nigerianas, cambiaría la opinión (Dragon Mart)? ¿La afirmación de que en Canadá hay un índice de violaciones sexuales 5 veces mayor que en México tiene alguna posibilidad de convertirse en meme?

En cambio, las afirmaciones sobre el candidato a alcalde y el número de muertos sí se convierten en meme. No importa que no sostengan el más mínimo análisis. 1) ¿Y si tiene 10 millones de dólares para gastar nomás en un jacal, por qué vive ahí y no se ha mudado a Santa Lucía, San Remo o algún lugar más paradisíaco que San Maclovio de las Piedras? 2) ¿Alguien contó el número de víctimas civiles en la guerra de Iraq?, ¿qué tan confiables son los datos si provienen de una de las partes en conflicto a quien le conviene minimizar el número de muertos? Nada: nuestras mentes más brillantes se avientan de pechito a repetirlas.

Durante el siglo XX, los estadios, el radio y otros medios masivos de comunicación dieron mayor impulso a algo que existía desde siempre: la propaganda. Y la propaganda más eficiente y eficaz es aquella que la población está dispuesta a repetir sin la menor reflexión. Así, mientras en los contadísimos países de primer mundo parece funcionar políticamente la propaganda de repetir una y otra vez, en las noticias, las series y los documentales, que en algún rincón del planeta la gente está muy jodida (¿se potenciará así el sentimiento de superioridad que se traduce en votos y estabilidad social?), en México parece funcionar que estamos muy mal, que somos uno de los peores países del mundo y que esto se debe, principalmente, a que somos unos corruptos irredentos.

Piense en las últimas campañas presidenciales, ¿alguien se escapaba de este discurso? En contra de lo que pueda pensarse, esta costumbre no nos vuelve más críticos y sagaces en comparación con nuestros pares primermundistas (“uy, qué crédulos son los gringos, en cambio nosotros…”). Es, simplemente, otra forma de ingenuidad. De esa ingenuidad que es un gran caldo de cultivo para la propaganda.

Creer a ciegas tiene sus raíces en múltiples factores sociales, culturales, educativos, etcétera. A un europeo, por ejemplo, a quien le enseñaron en su escuelita que su país fue una gran potencia mundial, es más fácil hacerle creer que lo sigue siendo (o, por lo menos, que vive mejor que el resto del mundo). Mientras que a un nigeriano o a un mexicano, a quienes les enseñaron en su primaria que su país a sido víctima de múltiples potencias, es más fácil hacerle creer que sigue siendo víctima, no importa que estos países estén mejor que la mayoría de sus vecinos (¿no le parece curioso que cuando decimos “frontera” en México, casi todos den por sentado que sólo es una?).

Por supuesto, sería iluso cambiar un discurso por otro: la diatriba victimaria por la triunfalista. No se trata de eso, pues sería canjear una ingenuidad por otra. De lo que se trata es de fomentar una sociedad más crítica, una que sea capaz de evaluar en qué afirmaciones es más dado a creer sin razonarlas siquiera, sin buscar evidencias. Una sociedad que deje de tomar el camino sencillo de la repetición, del meme, de este meme que -encima- nos sobaja cada que lo repetimos: el meme de la corrupción.

Así, querido lector, lo invito a investigar las afirmaciones que aquí escribí (en Canadá hay mayor índice de violaciones que en México, por ejemplo). A cuestionarse por qué es más dado a creer en una cosa que en otra (¿hay algún sesgo causado por una concepción clasista o racista del mundo?). Le doy una pista: la anécdota del metro sí sucedió en Viena.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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