LECTURAS | “Loco”, de Rainald Goetz

28/01/2017 - 12:04 am

“El lenguaje de Rainald Goetz combina a la perfección la expresividad apasionada, la claridad satírica y la frialdad de un observador”, ha escrito la Academia Alemana de Lengua y Literatura. “Un clásico de culto”, ha escrito la Deutsche Welle. Se trata de Loco, la magistral novela de Rainald Goetz, un artefacto explosivo que atenta contra la idea de normalidad que rige en nuestros días.

Ciudad de México, 28 de enero (SinEmbargo).- Loco es la huida que inicia Raspe, un joven psiquiatra, tras desencantarse del universo megalómano de la psiquiatría, dedicado a la publicación de tratados que encumbren a sus autores, a encuadrar síntomas en un marco patológico y a recetar y dosificar, y esperar, con un poco de suerte, que el alta médica llegue antes que el Konvulsator, sus electrodos diabólicos y sus violentas descargas.

Goetz, artista, dramaturgo y narrador radical, utilizó un alter ego en esta novela que se transfigura en una navaja que abre incisiones en las zonas de confort desde donde nos vemos abocados a reclamar las vanas recompensas de la vida subordinada. «Tú curas a la gente que con su enfermedad reacciona adecuadamente ante las condiciones inadecuadas de su vida», interpela un amigo al héroe de la novela. Con una prosa enfebrecida, Goetz demuele toda noción de convención en la que podamos refugiarnos.

Por autorización de Sexto Piso, transcribimos unas páginas de Loco.

"El lenguaje de Rainald Goetz combina a la perfección la expresividad apasionada, la claridad satírica y la frialdad de un observador", ha dicho la Academia Alemana de Lengua y Literatura. Foto: Especial
“El lenguaje de Rainald Goetz combina a la perfección la expresividad apasionada, la claridad satírica y la frialdad de un observador”, ha dicho la
Academia Alemana de Lengua y Literatura. Foto: Especial

“Canoíta verde, te voy dando la vuelta al cuello”. Palais Schaumburg.

I.ALEJARSE “Podemos ver lo que sabemos ver. El secreto está a la vista”.

No reconocía nada. Cuando salí de la clínica como todas las tardes, fui hacia la boca del metro sin ver nada. ¿Había olido la primavera? Aún con la vibración del trayecto, llegué a mi cuarto, y nada era como antes. Anduve sin protestar entre las latas de cerveza, las botellas, los periódicos y las ropas del suelo, en una búsqueda sin rumbo. Las grandes sábanas blancas en las paredes; tras las sábanas, las estanterías; en las estanterías, los libros velados. ¿Había leído? ¿Había abierto un libro y escuchado algo distinto a ese zumbido insoportable en los oídos, más alto con cada frase? Junto a la cama estaban los restos de comida de la noche anterior. Comí lo que pude y caí en un sueño sin ensoñación. Desperté. Ya estaba oscuro. Y con el despertar vino la intranquilidad. Largo de aquí, al bar, fuera. Cuando volví por la noche, a tientas y tropezando, lo vi todo claramente. Cómo una zapatilla de deporte que me quité y dejé caer fue a parar al plato del pan. Qué cosa tan rara, pensé, y de repente me reconocí. Pero a la mañana siguiente, sólo quedaban el dolor en la cabeza y el temblor en las manos, y todo a mi alrededor ciego y sin respuesta. Me puse en camino, vuelta a la clínica, a la confusión siempre creciente, cada vez más lejos de todo lo que había conocido.

Tras los acostumbrados vagabundeos por la ciudad, las idas y venidas por las zonas peatonales, pegado a las paredes de las casas, los escaparates, los espejos de cristal, asustado por la marea humana delante, detrás y alrededor, las miradas que reprochan y a la vez ordenan seguir entre la gente en sus idas y venidas, el programador Sebastian Köhler, treinta y nueve años, cruza de golpe con pasos liberados la amplia plaza al final de la zona peatonal, bailotea bajo los tilos de la calle de enfrente, hasta el número 17, oh fachada amiga, y entra en el señorial edificio de la clínica psiquiátrica universitaria con un sonoro Aquí estoy, para finalmente irse otra vez.

Peter Sposta, veintidós años, con la cara distorsionada, levanta el puño. La mano golpea el cristal de la máquina tragaperras. Sposta bebe su cerveza y va al mostrador: Otra cerveza rubia, Harry. Vuelve a la máquina tragaperras. En las otras, la bola corre bien. Al cabo de un rato, vuelve, mira el reloj: siguen siendo las doce y media. La espuma se ha asentado en el vaso, Sposta bebe un trago largo, la rodaja de limón le estorba en el labio superior. La saca del vaso, la tira a los pies de los que se empujan y bailan y dice: Mierda. Cálculo de tiempo, vistazo al reloj, las doce y media. Hey, U. K. Subs. Sposta va hacia los altavoces: Run, run, this is confrontation street, run, run, there ain’t nothing here but heat.

Los otros llaman, Sposta no reacciona. Tear gas, tear gas, tear gas bomb. Viene uno y dice: Te toca. Sposta deja la cerveza sobre la máquina tragaperras, da una calada al cigarrillo, se lo quita de la boca, lo deja sobre el vaso. Lanza la bola y se vuelve a los otros: A la tercera, tirada gratis, como es lógico. Andar, parar, andar, todo uno, seguir andando. Si me quedara, no podría andar. Como tengo que andar, no me quedo. Como no me quedo, ando. Yo digo: mi padre nació bajo el signo del caballete, lo cual significa para el hijo infierno o salvación. Quedarse en la cárcel de esa cuestión, infierno o salvación, y bombardeado sin pausa desde la red neuronal en la corteza cerebral, acurrucarse en la base del cráneo, y estar quieto, o salir de la cuestión. Día de quedarse, ovillado, escondido, átono, día de andar. Mejor andar que quedarse, andar y hablar. Así que ya hace días que me he recomendado salir del rincón de la cabeza, ir a la plaza, medir sus límites paso a paso, como siempre, y establecer de ese modo el orden necesario entre las personas, andando y hablando en el agotamiento de parar y luego seguir adelante sin desistir. A quienes vienen hacia mí con ojos ardientes los quiero igual.

Yo, el escogido, no guardo rencor a nadie. Es que, mientras tanto, es lo mismo en cada reunión: Bögl cuenta y los otros escuchan. Lo que le interesa a él la psiquiatría como internista; bueno, él mismo ha bebido un poco, y en ese estado, como ya saben ellos, habla algo más de lo habitual; no es que cargue al resto de colegas con el nivel de potasio de su último paciente intensivo, es que Bögl habla y habla, él lo llamaría logorreicamente, morbosamente logorreico, él mismo sería un caso, Bögl un caso para la psiquiatría, como por otra parte prácticamente todos los psiquiatras en sentido estricto serían casos para la psiquiatría, ¿qué dirían ellos? Incluso los propios psiquiatras lo dirían, teniendo a mano siempre el mismo diagnóstico, o sea, no sólo dirían Fulano es un caso para la psiquiatría, sino que especificarían, en un caso de la índole de Bögl anoche y aquello que les quería decir, que Bögl habló como un logorreico, bueno, en todo caso, ayer dijo Bögl sobre su médico adjunto que era un total paranoico, y que el médico jefe en el fondo era un grave ciclotímico, con eso uno puede imaginar qué imprevisiblemente discurren las visitas del adjunto y el jefe, bueno, unas veces de un modo y otras de otro, si entienden lo que él dice.

Desde la alta oscuridad del vestíbulo vi clavarse en mí las puntas blancas de lanzas brillantes y, con una clara conciencia de la misión, me rasgué la camisa y sentí rayos ardientes entrando en mi cuerpo a través del pecho, yo, caballete, hijo del padre, irredento. Recojo las abrasadoras miradas de vuestro pecado y las pongo al rojo dentro de mí para redimiros a vosotros, que no sospecháis nada. Así estaba yo, quieto en medio del vestíbulo como herida abierta; estaba quieto, sin dolor y con paciencia, los millones de años ante mí y después de mí, y vi al ballet de la bata blanca adoptar lentamente la forma dictada por mí, mientras yo estaba de pie, quieto y a sabiendas, en medio del vestíbulo, y vi que los desprevenidos alcanzaban un orden nunca conocido. Y la música se interrumpió cuando se extendieron hacia mí sus manos, nostálgicas, suplicantes manos, y oí claramente sobre mí la largamente extrañada voz amada: Ve y muéstrales el camino. Avancé, como se me ordenó, a pasos medidos, joviales, sonrientes, los conduje subiendo por escaleras en curva, a través de puertas cerradas, más y más arriba. La por principio abreviada enciclopedia de las capacidades de una voluntad libre abstracta, o sea, lo digo de nuevo, la verdad tan banal como desmentida por todas partes sobre la enajenación mental. Todos los que hayan descubierto algo nuevo sobre la locura quedan cordialmente invitados a acercarse al micró- fono y presentarnos sus razones, que debatiremos luego con mucho gusto. Contra un ampliamente extendido rumor, los resultados ahora expuestos no son dogmas en modo alguno, sino productos de un pensamiento dirigido al conocimiento del mundo, sólo lo cual ya es un escándalo en la universidad, donde los señores profesores se han establecido magnífica y neciamente en el juego de palabras epistemológico de la incognoscibilidad del mundo. Como no hemos llegado a nuestros resultados por libre asociación o en sesiones espiritistas, sino que hemos valorado la realidad y averiguado algo sobre ella, hoy por ejemplo sobre la locura, tampoco necesitamos conservar nada de la pluralidad de opiniones o la tolerancia con que la ciencia burguesa adorna su pereza mental y sus errores.

Que más allá de esas formales medidas de seguridad bajo cuya protección, como es natural, cualquier imbecilidad tiene el mismo derecho a la existencia que un conocimiento racional justificable, que más allá de tales burlas sigamos alcanzando resultados de reflexión, y encima se publiquen de diversas maneras, lleva como es lógico al estúpido reproche de dogmatismo, cuyo carácter ideológico sólo quería señalar brevemente para animar al debate a eventuales vacilantes. Así que todos los psicólogos, psiquiatras, antipsiquiatras, sociólogos y profundos razonadores de toda suerte, acercaos al micrófono y dadnos la oportunidad de conocer vuestros argumentos. Y mientras reunís el valor, vuelvo a decir haciendo hincapié y bien despacio para tomar copia: En una praxis determinada por la falsa conciencia de su absoluta libre voluntad, el loco ha elegido la demencia, o sea, quiere la locura para poder someterse a los mandamientos del capital y el Estado, en tanto se exime sencillamente de las exigencias del mundo burgués sobre la idoneidad de sus miembros. El señor S. se sienta en bata en el borde de la cama y presiona ensimismado con la uña de un pulgar la otra.

El señor S. lleva así sentado desde hace días. Pasa la visita. Dedica al señor S. una amable atención entrenada. Cuando se le dirige la palabra, el señor S. gira apenas perceptiblemente hacia la izquierda su cabeza caída sobre el pecho, encoge los hombros y permanece así. ¿Quería usted decir algo? El señor S. calla, como siempre. El médico jefe inclina su cabeza hacia adelante y pronuncia en voz alta palabras claras al oído del señor S. El señor S. continúa su labor. Las yemas de los dedos, profundamente hendidas, tienen cicatrices y sangran. El señor S. tira de los restos de uña y arranca un trozo del alvéolo. Sale sangre. El médico jefe sigue hablando, el señor S. intensifica su labor de ponerlo todo al descubierto. La visita, grupo murmurante, se aleja. El señor S. deja caer los hombros otra vez, y vuelve a su mundo sin tiempo ni nombre. Cuando llega el atardecer, ella dice que se intranquiliza, sobre todo cuando él tiene servicio de noche. Dice que tiene todo listo para esa hora, que ha hecho la compra y la casa está impecable, y entonces viene un punto muerto, un vacío interior, sobre todo cuando es viernes y él tiene servicio nocturno. Entonces se lanza y llama a la suegra o a una de nosotras, aunque nosotras, dice ella, no tenemos tiempo a esa hora, porque los maridos están volviendo o ya han vuelto a casa.

Y a eso, claro, difícilmente puedes replicar, porque tiene razón, al atardecer no tengo tiempo para una charla telefónica y tú probablemente tampoco. Si entonces le digo: Te llamo mañana por la mañana, enseguida me doy cuenta que eso no le sirve de nada, que necesita una conversación, alguien con quien pueda hablar. Y el otro día, que ya lo había sospechado no sé como, empieza con el problema del alcohol y al lado tengo sentado a mi marido, al que ella no le hace ninguna gracia, y se impacienta cada vez más. Pero una llamada así, no sé si ella ya ha hablado contigo de eso, una llamada así no la puedes ignorar sin más, y te ves en un dilema. Dice que a veces se esconde a sí misma el licor, pero luego se ve tan ridícula que vuelve a poner el licor en el armario junto a las bebidas fuertes de verdad, aguardiente y whisky, que dice que prácticamente ni las toca, ni tampoco Martini o Cinzano, ni siquiera vino o cerveza, aunque su marido, cuando está por la noche en casa, se suele beber litro y medio, así que vuelve a poner el licor en el armario, luego mira la televisión para distraerse, o hace punto un rato, pero llega un momento en que todo le parece estúpido. Dice que no es una alcohólica, se dice a sí misma que no lo es, por la mañana no ha bebido prácticamente nada, y por qué no se va a beber ahora por la noche una copita de licor viendo la televisión. Entonces se sirve de pie ante el armario una copita, y enseguida deja el licor en su sitio. La primera copa dice que la paladea con miedo. Hacia las nueve o las diez llama su marido, entonces dice que consigue dominarse, pero luego sigue inevitablemente. El otro día dice que estando dormida vomitó en la alfombra de la sala de estar. Luego oigo cómo hipa, y empieza a llorar y sollozar, y tengo al lado a mi marido que se va cabreando, y qué vas a decir entonces.

Así que le digo: Ten la cabeza bien alta, siempre le digo: Ánimo y a resistir los inicios, y entonces casi se ríe, y le digo: La cabeza alta y mañana te llamo temprano. Ella dice: Eso mismo, ánimo y a resistir, hasta mañana pues. Y le digo: Chao, y tengo realmente la impresión de que eso la ha ayudado algo a hablar de todo eso de una vez, y le digo que pare, que aún no es demasiado tarde, Ánimo y a resistir los inicios. Así que la llamo hoy temprano, y se pone él al aparato, lo que no es habitual cuando ha tenido servicio nocturno. Y dice: Disculpa, hoy no se siente bien, dice: Está enferma o algo así y ahora duerme. Yo, claro, no le digo nada, porque él no puede saber que estoy al tanto, sólo digo: Claro, y le mando un saludo. Pero la cosa me ha preocupado toda la mañana y entonces tengo que hablar contigo cuanto antes de eso, en confianza, ha dicho ella, Desde luego, pero tú mira por favor a ver si te lo guardas y no se lo dices a nadie. El motivo y propósito de la ley es la garantía de la seguridad y el orden públicos.

El enfermo o el desequilibrado mental como consecuencia de un retraso o de una adicción, que con ello pone en grave riesgo la seguridad o el orden públicos, puede ser ingresado, contra su voluntad o sin ella, en una clínica psiquiátrica o ser tratado del modo adecuado. Bajo las condiciones del párrafo I, también es admisible el ingreso cuando alguien pone en peligro su vida o su salud. En cuanto le encandiló mi mirada anhelante, abrió la boca para hablarme. Pero tras los labios, dentro de la cavidad, vi una imagen horrible y al instante se detuvo el tiempo, todo quedó parado y rígido. En la base de la lengua crecían y pululaban hongos, gusanos, culebras y todo tipo de bichos de colores, animales de la putrefacción y la descomposición que se alzaban con plena lozanía y colorido de la oscuridad debajo de la lengua. Una maraña de movimiento congelada en la inmovilidad. Y vi toda la cavidad de la boca llena de un grito sin principio, y escuché el silencio intemporal del universo. Hasta ahora la he contenido, no he ignorado sus comentarios, no los puedes ignorar, los he soportado, también las risas, los insultos y la incesante charla cruzada. La mayor parte es charla cruzada, de todos modos, porque si digo sí, pongo el caso más sencillo, ella dice no, y si yo digo no, ella dice seguro, no, casi seguro, sí, digo casi.

Es que si ella dijera seguro sí, cuando yo antes hubiera dicho no, entonces lógicamente sería mucho más fácil de llevar. Sabrías que dice siempre lo contrario de lo que dices, con eso se podría aprender a vivir. Pero lo insidioso es esa irregularidad que ocasiona una tensión que te mantiene constantemente ocupado y te distrae. ¿Dice en ese caso no, cuando yo he dicho sí, o dice en ese caso sí, o sea, lo mismo que yo? Entonces me pregunto, como es natural, por qué de repente está de acuerdo conmigo cuando todo el día hasta ahora me ha contradicho, y me pongo a pensar en el caso especial en que ha estado de acuerdo, y automáticamente empiezo a esperar, no puedes hacer nada contra esa esperanza, que esté de acuerdo más veces, que no sea una charla cruzada todo el rato, sino que al menos cuando tenga que emitir sus comentarios me confirme y fortalezca como al principio, cuando empecé a escucharla; entonces no me resultaba desagradable, al cabo una confirmación y ratificación, en eso tengo que pensar, porque cuando está de acuerdo conmigo sólo una vez, entonces se desata esta cavilación donde todo se deshilacha y se disuelve. Ya veo que no tiene sentido describirla, porque yo tendría que armar su argumento sobre la marcha, oiga, haga el favor, oiga, no, mire, dejo de hablar, oiga, como dice ella, sigo, ahora dejo de hablar, imposible dejar de oír en el mismo momento, sigo. Pero no se puede obligar a nadie, digo yo, tú estás obligado, oiga, yo estoy obligado, dice ella, nadie puede obligarte, exacto, nadie puede obligarme a llevar un protocolo al día con sus réplicas, De acuerdo, dice ella ahora, lógicamente, nada lógicamente, dice ella, La charla cruzada, digo, silencio ella.

Vestido con un pantalón corto rojo de gimnasia y una camiseta roja sin mangas, adornado con numerosos cortes en los brazos, las piernas y el cuello, decorado con frescos hilillos sangrientos y con la hoja de afeitar colgando de un cordón de cuero rodeando el cuello, Raspe ha aparecido con ánimo jovial en la fiesta de un amigo de su amiga. Alguien ha señalado riendo su muslo, diciendo: Perfecta imitación engañosa de plástico superverosímil, dime de dónde la has sacado; y él, sin comentarios pero amistosamente, ha cogido con la mano la hoja de afeitar que le cuelga del cuello, la ha puesto sobre un trozo intacto de piel de su antebrazo y luego, despacio, se ha hecho una incisión bien visible y profunda en la piel. La hendidura así elaborada se enmarca un instante en brillantes bordes blancos, luego comienza a llenarse de sangre desde el fondo de la herida, y se ha tensado una elevación, una cúpula sangrienta por encima del nivel de la piel que luego, en cuanto el fluido filtrado desde abajo ha hecho estallar la tensión superficial, se ha desgarrado y vaciado, poniendo a la vista la hendidura que ahora es de un rojo brillante y los bordes de la herida ahora inundados de bermellón.

La brillante sangre fresca ha buscado su camino hacia abajo, obedeciendo la ley de la gravedad, se ha cruzado con los viejos riachuelos secos, quebradizos y oscuros, y así ha suscitado toda suerte de preguntas sobre la naturaleza de las heridas para nuevos adornos en la piel. Pero nadie, informó más adelante Raspe, pudo considerar las heridas como ornamento o vestido. Más bien se reaccionó con desconcierto, se habló de mal gusto, querían divertirse, después de todo era Carnaval, y cualquiera sabe qué se le había perdido en la fiesta al chiflado que sangraba. Sólo W., según Raspe, lo comprendió, incluso se reconoció en él. Meses después, Raspe tuvo discusiones con W. que duraban toda la noche, donde configuraron una teoría a gran escala de la autolesión, discusiones a las que él, visto en retrospectiva, según Raspe, no iba por dicha teoría, sino para estar cerca de W., cosa que él en ese momento no se hubiera permitido admitir. En lugar de eso, mientras W. desarrollaba elocuentemente su teoría, se sintió invadido, según luego dijo Raspe, invadido por el extraño deseo de besar aquellos labios, el claro e irritante deseo de besar a W. Me parece, según la objeción del observador neutral pero benévolo, como si le faltase a usted paciencia, y con usted no me refiero a usted, sino de hecho a mí, como si fuera usted dando tumbos de escena en escena, de imagen en imagen, como si no tuviera usted vista ni fuelle para aguantar más allá de contados momentos, me parece como si quisiera usted abarcar demasiado de una vez, y como si de ese modo no consiguiera usted, como es natural, nada. En lugar de perderse en juegos de perspectivas, usted debería aportar más material para el tema, material en particular, más material. A quién le interesa, le pregunto a usted, el arte, o lo que es peor, la ambición artística, en un momento en que la cuestión del carácter artístico del arte, subráyese lo de «arte», irónicamente claro, siempre el arte por el arte, se vuelve interesante, pero es que esa cuestión está muerta, pausa después de «muerta», o sea extinguida, inexistente, comprende usted, se fue a la gaita esa pregunta, levantar la voz al irse a la gaita, fin. Lo que interesa en un momento así es material, una etnografía de nuestra vida cotidiana que sea paciente y exacta, que parta de la confesión de que nos hemos vuelto salvajes porque nadie puede seguir como ayer con arte alguno, me corrijo, claro que puede seguir, pero es que no interesa. Lo que interesa, poco a poco me siento como un molinillo de oración que siempre dice lo mismo, pero está usted ahí sentado con tamaños ojos, como si no se lo creyera, lo que interesa es el material, no quiero decir material bruto, subrayar «bruto», sin labrar como quien dice, no eso, sino el material, que se desarrolle en un análisis paciente y exacto, esto también lo repito, paciente y exacto, y que luego una interpretación fundada, donde «fundada» quiere decir «científicamente fundada», subráyese «científicamente», y no una intuición o visión del mundo sacada de la manga que esa interpretación tiene que seguir investigando.

En ese sentido, me parece, tendría usted que aportar más material al tema, ahora pensativo, ahora una honda inspiración, y luego una espiración larga y resoplada como conclusión. Dudo si al observador neutral bienintencionado que, contra su naturaleza, se ha dejado ir hasta poco menos que una reprimenda, anacoluto, si al menos de momento dejo la cosa tal como está, con esas oposiciones palpables, irreales y puramente retóricas, dudo, digo, si contestarle inmediatamente. No, he decidido que no. Sobre todo, porque él, el observador, cada frase adicional, incluso si pone en cuestión, voz muy alta en «pone en cuestión», sus tesis tan perspicaces, las del observador, aquí repítase el inicio de la frase, porque él cada frase adicional debería entenderla como confirmación de su tesis. Por supuesto, también ésta. Pero considero que no, abrir paréntesis, y ahora no obstante considero una diferencia entre si él, el observador, debe entender una frase que contradice su tesis como confirmación de su tesis, o si la frase por la que él, el observador, se ve confirmado, nombra la mecánica puramente formal y la inevitabilidad de esa conclusión, al menos la nombra, al menos, ya que no la explica, subrayar «explica», inmediatamente, de momento cerrar paréntesis. Cualquier argumento por mi parte lo vería el observador con todo derecho como la continuación, no como la ruptura de esa perspectiva que a él, al observador que la ha llamado con desdén ambición artística, no haría más que aburrirle y no le interesaría. Porque, por supuesto, él mismo, el observador, tampoco es más que uno de esos personajes imaginados, y el diálogo nada más que invención, invención mía, inventada con el propósito de poder señalar algunas de las cuestiones teóricas sobre las que yo mismo callo, porque la autorreflexión de la escritura es uno de esos bulevares desiertos de la literatura en que me he propuesto no entrar, y constato, un momento, primero anoto la objeción de si aquí habla el observador neutral bienintencionado, y constato la contradicción encerrada en esa última frase sin que me pese.

Tras alguna vacilación debida a la susodicha idea atornillada en sí misma, ya me había decidido, por qué pluscuamperfecto aquí de repente, asombrosa pregunta, respuesta seca aunque cortés, tiene usted que imaginar que yo se lo cuento desde una mayor distancia, subrayar «cuento» y pronunciarlo laaargo, después me he decidido, contra mi intención original, como digo, me he decidido a dar al menos una breve contestación. Y así, lo único que llegó a escuchar el observador, pues la reflexión de mi duda, añado, me la guardé sabiamente, lo que dije, esa breve frase, con imperativo amistosamente redundante, tendría que insertarla aquí, una vez que le he explicado a usted en este pasaje a mí mismo, y el texto, esta corta frase: Haga usted el favor de esperar; y como era tan corta, se la repetí: Haga usted el favor de esperar. Con ese «usted» se alude naturalmente a él, el observador neutral bienintencionado, pero esta vez al mismo tiempo, no como yo lo había pensado al principio, con ese usted se alude también a usted, a qué me parece, abrir paréntesis, esa conclusión también es alternativamente incongruente, abrir corchete, aquí incongruente se refiere a usted, y a qué me parece, cerrar corchete, en el caso de que usted no quiera dormirse por decirlo así en este barullo entre paréntesis, elimine por favor todas las palabras después de «usted» y en vez de la coma ponga un punto, corchete, sería muy desagradable para mí que esa coma tuviera que quedarse en el aire, corchete, y si usted se hubiera decidido por la congruencia, recalcar «por», elimine todos los paréntesis, desde «paréntesis» hasta «cerrar paréntesis», cerrar paréntesis. –Bueno, creo que entonces podemos empezar, señora, esto, señora… –Me llamo Elisabeth Fottner, de soltera Spitzenberg, y soy… –No, señora Fottner, aquí no se tiene usted que presentar, sino… –¿Por qué? –Sino que, por favor, tiene que contarnos, ya hemos hablado de esto antes, cómo empezó en usted. –¿Qué? –A ver, señora, señora Fottner, hace un momento me ha contado usted muy bien cómo al principio de su enfermedad, se acuerda usted, lo que usted sintió, lo que de repente le llamó la atención.

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