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Francisco Porras Sánchez

28/02/2019 - 12:05 am

Tres racionalidades

Las teorías de la decisión racional (rational choice) argumentan que la mayoría de los actores políticos son racionales. Esto significa que, en general, los actores políticos –tanto candidatos como funcionarios y ciudadanos– tratan de optimizar la utilidad esperada de sus decisiones. Buscar obtener el mayor beneficio con el menor costo posible implica, según estas teorías, […]

“Quizá más importante buscar que nuestros gobiernos sean razonables, más que racionales…”. Foto: Galo Cañas, Cuartoscuro

Las teorías de la decisión racional (rational choice) argumentan que la mayoría de los actores políticos son racionales. Esto significa que, en general, los actores políticos –tanto candidatos como funcionarios y ciudadanos– tratan de optimizar la utilidad esperada de sus decisiones. Buscar obtener el mayor beneficio con el menor costo posible implica, según estas teorías, que la mayoría de nosotros preferimos ganar a perder; ganar más a ganar menos; y perder menos a perder más. La decisión racional presupone que los individuos irracionales son los que desperdician sus recursos limitados –fundamentalmente tiempo y dinero– pues, en el fondo, la racionalidad consiste en escoger el camino óptimo para lograr nuestras preferencias. La racionalidad consiste en la concordancia entre medios y fines; entre valores y comportamiento.

Los modelos de la decisión racional son elegantes, pues aspiran a explicar el comportamiento, y sus micro-fundamentos, con una sola relación entre variables (el costo y el beneficio). El único problema, claro está, es que el modelo nunca se cumple del todo. Estamos rodeados de decisiones, y nosotros mismos tomamos decisiones constantemente, que no buscan optimizar la utilidad. Es simplemente imposible obtener la información oportuna con la suficiente cantidad y calidad para calcular los posibles beneficios de nuestras alternativas; para no hablar de la capacidad misma del cálculo, que está más allá del alcance de la mayoría de nosotros. Adicionalmente, es importante considerar que el cálculo de la relación costo-beneficio nunca se realiza en el vacío, sino en un contexto de valores y conductas esperadas que son premiadas y castigadas socialmente. Como argumentan algunos autores, muchas veces decidimos no para optimizar la utilidad, sino simplemente para resolver problemas.

Armado con estas y otras reflexiones, hace unos años estudié la primera administración de un gobierno local de oposición en un municipio del estado de Veracruz. Yo suponía que, siendo la primera administración de oposición, la mayoría de los actores involucrados tendería a ser racional, pues estaba en su propio interés mostrar a la ciudadanía que no se habían equivocado al elegir a un partido diferente al que los había gobernado por casi siete décadas. Siendo un municipio relativamente pequeño, yo suponía, sería posible identificar una relación entre las propuestas de campaña, el Plan Municipal de Desarrollo, y las políticas públicas implementadas. El fin era lo propuesto en la campaña: la información considerada por los ciudadanos al votar; la planeación y la ejecución de lo planeado eran los medios. Un político racional cumpliría sus promesas de campaña usando los medios de la administración pública a su alcance.

Lo que me encontré fue sorprendente. No solamente era difícil establecer líneas de conexión entre la plataforma y los discursos de los candidatos y la planeación; sino también entre ésta y lo que finalmente terminó haciendo la administración local. Más que decisiones irracionales, la evidencia sugería que eran tres las racionalidades en juego: cada una con sus respectivos medios, fines y – en consecuencia- lógicas. Por un lado estaba la esfera del discurso electoral, que buscaba ganar votos y apoyos políticos, sin poner demasiada atención a los medios concretos que se requerirían en caso de ganar. La planeación, por otro lado, buscaba legitimar una agenda pública mínima a través de foros y un ejercicio de priorización que, es importante decirlo, permitía al ayuntamiento recibir los fondos para la administración, las obras y los servicios públicos. Finamente, las decisiones de gobierno parecían confirmar el dicho, popular entre los funcionarios locales de oposición de aquellos años, que independientemente de lo que se planeara siempre había que pavimentar y hacer obra pública, pues eso “lo veía la gente”.

Las tensiones entre las tres racionalidades muestran la vida propia que cada sector de política pública tiene, no solamente por sus respectivos requerimientos técnicos, sino también por los diferentes tipos de actores públicos, privados y sociales que se involucran en las decisiones. No es sensato esperar que haya una concordancia absoluta entre lo propuesto en campaña y las decisiones de gobierno, entre medios y fines, dado que el diseño de las políticas públicas y su ejecución tienen lógicas propias que es necesario respetar si se quiere que sean efectivas. El punto central de las políticas es la relación causal presupuesta y ésta debe identificarse por un diagnóstico que supere las lógicas del poder o de la competencia política.

A la larga, es quizá más importante buscar que nuestros gobiernos sean razonables, más que racionales; que respeten las exigencias de la realidad misma, independientemente de las narrativas ideológicas. Un buen gobierno reconoce la existencia de estas tres racionalidades y acepta la irritación mutua que se causan al interactuar. Qué criterio privilegiar en cada decisión tiene que ver con mantener una mezcla sostenible en el tiempo. Este es el arte del buen gobierno.

Francisco Porras Sánchez
Doctor en Política y Estudios Internacionales por la Universidad de Warwick, Reino Unido. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Su línea de investigación es la Gobernabilidad urbana y regional contemporánea (finales del siglo XX y principios del XXI), con particular interés en gobierno, gobernanza y redes de política pública. Actualmente es profesor investigador del Instituto Mora. Twitter: @PorrasFrancisco / @institutomora

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