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María Rivera

28/04/2021 - 12:03 am

(Una estampa)

La hora en que los pájaros vuelan en parvadas rumbo a sus nidos, inundan el cielo.

La edad, los terremotos, el cáncer, las pandemias. Foto: Cuartoscuro.

A Agustín, María, Claudina y Saúl.

La hora en que los pájaros vuelan en parvadas rumbo a sus nidos, inundan el cielo. La hora en que parlotean, parecen correr apurados. La hora en que se va yendo la luz, pero aún no lo hace del todo. La hora en que se acaba el día en su tranquilidad parsimoniosa. La hora para pensar en todo lo que se está yendo o ya se fue. En esto pensaba mientras servía la comida, el otro día, recordaba con nostalgia algunas comilonas en una casa festiva.

Debe ser la pandemia, pero el recuerdo me asaltó súbitamente, con total nitidez, querido lector. En mi memoria transcurren los recuerdos como si de una película se tratara: casi podría tocar con mis manos el mantel y la botella de vino y hasta oler los tamales de chipilín o la sopa de cilantro. Podría sentarme a verla, como si estuviera en un sillón mullido, disfrutando la escena. Recorro las caras, las expresiones: todos están y están contentos, extáticos, como si la felicidad pudiese congelarse en la memoria, quedase como una sinapsis perpetua. Recorro los rostros de los presentes mientras pongo la mesa, hasta que se me derrama la sopa: caigo en cuenta que ya no está casi nadie de los que recuerdo y la casa tampoco, que se desvaneció en el aire.

Flotando en el viento están las cortinas y el mantel, la mesa de madera antigua, el parquet, los sillones como culebras, la mesa con sus flores secas de cempasúchil, sus figurillas. Flotan las esculturas de bronce de mujeres aladas, mientras limpio la mesa que está enraizada en la tierra.

Supongo que a todos nos pasa, tarde o temprano, querido lector. No a los veinte años ni a los treinta, pero llega una edad en la que ocurre. Nuestros recuerdos se cuentan en pasado, no en presente continuo. Un día, fallece el primer miembro del grupo, luego otro, luego la esposa de otro, luego se cae la casa, luego fallece el anfitrión.

La edad, los terremotos, el cáncer, las pandemias. La luz que se va yendo, con su escándalo de pájaros y nubes violetas. Últimamente he pensado mucho en esto, en medio del escándalo de todos los días. Pienso en ese pequeño oasis, perdido en el pasado y muy lejos del ruido, que mi padre y sus amigos tuvieron durante muchos años. Eran pequeñas excepciones al mundo ordinario al que mis hermanos y yo, desde adolescentes, solíamos acudir totalmente deslumbrados, en medio de botellas de vino que corrían y corrían. Era una tribu dispuesta a festejar, festejarlo todo cuando solían reunirse ¡qué festín sus festines, sus casas con palomas y conejos, sus combis repletas de guajes y flores! Lo recuerdo ahora como un pequeño tributo, un secreto homenaje, cuando las reuniones nos han sido vedadas o pueden costarnos mucho más allá de una resaca, me digo, algún día fuimos así, despreocupadamente.

Allí están pues el escritor católico, taciturno y ensimismado, que dedicó su vida a escribir un solo y largo poema religioso, que se extendió varios libros; su esposa, actriz y directora teatral, aficionada a los diarios prohibidos de Anais Nin, que solía, siempre, escandalizar a su marido: una pareja inolvidable que extrañamente se fundía en un sosegado y deslumbrante amor. También está, sentado en sillón, el cuentista, agudo y genial, siempre relajiento que aventaba puyas, manejaba la lengua como una espada filosa, platicando con su esposa; luego terminaría convirtiéndose, con justicia, en hijo predilecto (igual de genial y mal portado); el que era actor y que parecía ser un siamés de su mujer, también actriz, en perpetua recombinación, como esas lámparas que contienen agua y aceite formando burbujas que se atraen y se repelen dentro de un contenedor: los reyes de la noche cuando la noche se revelaba como un escenario. También, y siempre, el sicoanalista y pintor, experto en cultura mesoamericana que apenas hablaba tres palabras, después de horas de silencio, con tono sacerdotal y que era, en realidad, totalmente inmune a la reunión: su tiempo transcurría fuera de este tiempo, se hundía en figurillas, representaciones, y flores. A su lado su esposa, que a diferencia de él, era toda ella una casa acogedora, con un corazón para cada cuarto. Era casi de otro mundo, como la poesía. Nadie, como ella, podía abrir los brazos, era una jacaranda a donde fuera y sus flores solían adornar los pasillos y los sillones. Caían a sus pies, sobre la mesa, como las cenizas que dejaba en los ceniceros que solía llenar más de una vez en una noche. Desde el ventanal, podían verse sus enormes ramas moradas susurrando junto al divertido pintor y escultor, de lentecillos y avivados ojos verdes, que llegaba siempre que no estaba en París, el hermano de mi padre, el anfitrión, o no sé si casi su hijo.

Ah, cómo reían, se molestaban, se hundían en disquisiciones, cuando la noche, como la vida, se alargaba interminablemente.

Allí están todos, querido lector, suspendidos en el aire, bailando sobre el viento, aunque algunos ya no puedan recordarlo. Es cierto, la vida es un misterio y la memoria, un milagro poblado de presencias.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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