Goles y complicidades

28/06/2015 - 12:02 am

Para Darío Jaramillo

Cualquiera que me viera podría pensar que estoy loca o que soy una fanática irredenta: sentada sola frente al televisor grito, salto, les hablo a los jugadores, discuto con el árbitro. La verdad es que no soy tan fanática como podría pensarse, y lo de estar loca, espero que por ahora sea sólo en sentido figurado. Lo que de verdad pasa es que sé que a diez mil kilómetros, allá al sur de todos los sures, mi papá y mis hermanos están sentados frente al televisor, y gritan, y saltan, y les hablan a los jugadores, y discuten con el árbitro. Lo mío, en realidad, es sobre todo un gesto de cariño a mis seres queridos. Si alguno de ustedes tiene a la familia lejos, sabrá de qué hablo: solemos inventar las cosas más inverosímiles para sentirnos un poco más cerca, ¿o no? Ahora hay Whatsapp y Skype y quién sabe cuántas maravillas más, pero muchos recordamos las largas colas de exiliados, en los años 70, frente a algún teléfono público que, según había contado el primo del amigo de un amigo, permitía hablar al extranjero poniendo sólo 20 centavos. Un teléfono “pinchado”, pues. Y hacia allá íbamos todos: chilenos y salvadoreños, uruguayos y nicaragüenses, argentinos y guatemaltecos. Recorríamos la ciudad de México durante horas con tal de poder escuchar durante unos minutos las voces queridas de los que estaban lejos. “¿Mamá, todo bien? ¿Cómo están?” “¿Cómo sigue el abuelo?” “¿Ya nació el bebé de la Paula?”, y así, preguntas y más preguntas, a los gritos, por la emoción y porque si no no se escuchaba nada, y porque el corazón se nos salía por la boca. “Sí, sí, acá todo bien”. “Ya me inscribí al curso”. “Ya estoy trabajando”. “No, no ha llovido todavía”. Y en la garganta se quedaba lo más importante: “Los quiero”. “Los extraño”. “Me duele estar lejos”. Y se quedaba allí porque no se trataba de tristear, ni de dejar preocupados o “apachurrados” ni a mamá ni a los hermanos ni a la abuela. Se trataba sólo de lanzar un cable a tierra, una señal a la tierra del corazón.

Y así es también mi relación con el futbol: una forma de lanzar un cable,  una señal a aquella mi otra tierra del corazón. Una forma de decir, los quiero, los extraño, me duele estar lejos.

Pero, ¿qué se nos juega en esa pelota tras la cual corren veintidós hombres (ahora también, y cada vez más, mujeres) vestidos con pantalones cortos? ¿Qué nos pasa con ese deporte al que Borges consideraba absurdo y pueril, pero que apasiona a tantísimos otros? Quizás tenga razón Juan Villoro,  y  “el futbol represente la última frontera legítima de la intransigencia emocional; rebasarla significa traicionar la infancia…”.

A mí, se me juega una cierta comunión con mi gente. Una sensación de pertenencia. (dejo de lado en estas líneas lo que tiene que ver con el deporte como negocio, la mafia de la FIFA, etc., etc., y me quedo con lo puramente afectivo). Cuando siento que lo que empieza a prevalecer no es eso, sino un supuesto “orgullo patrio” me aterro. Entre el patriotismo y el patrioterismo hay una línea muy muy muy delgada. Aunque se me acelere el corazón cuando veo las tribunas pintadas de celeste y blanco, o de verde, o cuando suena alguno de los dos himnos, me aterro. Me aterro de mí misma y de la multitud.

Los argenmex tenemos un chiste: Si juega Argentina, le voy a Argentina. Si juega México, le voy a México. Si juegan Argentina y México… me voy al cine. Y algo de eso hay. Me ha tocado vivirlo, y antes de sentirme como la protagonista de “Sophie’s choice”, elijo uno de los estrenos de la semana.

Dos cosas básicas sobre futbol aprendimos todos los hijos de mi padre: 1) Hay que ser de Boca (no hay discusión al respecto. Punto.) y 2) Aunque seamos de Boca, hay que saber de memoria los nombres de los jugadores que formaban “La máquina”; la impresionante delantera de River que arrasaba a quien se le pusiera delante hacia 1940: Juan Carlos Muñoz, José Manuel Moreno, Adolfo Pedernera, Ángel Labruna y Félix Loustau.

Escribo esta nota antes del partido de la Copa América que jugarán Colombia y Argentina en cuartos de final. Y les digo esto porque voy a hablar de uno de los colombianos más maravillosos que conozco, el queridísimo poeta Darío Jaramillo Agudelo. Autor entre otros hermosos textos, de estos poemas de amor:

1. Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el
inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama.

2. Podría perfectamente suprimirte de mi vida,
no contestar tus llamadas, no abrirte la puerta de la casa,
no pensarte, no desearte,
no buscarte en ningún lugar común y no volver a verte,
circular por calles por donde sé que no pasas,
eliminar de mi memoria cada instante que hemos compartido,
cada recuerdo de tu recuerdo,
olvidar tu cara hasta ser capaz de no reconocerte,
responder con evasivas cuando me pregunten por ti
y hacer como si no hubieras existido nunca.
Pero te amo.

Darío, que es uno de los seres más generosos y entrañables que existen, hoy me regaló un par de historias sobre su propia pasión por el futbol. No debería decir “por el futbol”, debería decir por su equipo: el Deportivo Independiente Medellín (¿habrá todavía quien se sorprenda de que se puedan combinar el amor por la poesía y el fut?). Una de esas historias se vincula con lo que acabo de contar: resulta que cuando Darío era niño, su padre lo llevó a conocer el estadio del Medellín, que estaba cumpliendo un año de haber sido construido. Ese día jugaba el equipo local con camiseta roja y “pantaloneta” azul (al decir “pantaloneta”, Darío mira alrededor y dice: “Es bueno que esta niña (o sea yo) aprenda palabras colombianas”. El futuro poeta se quedó deslumbrado con el modo en que uno de los jugadores “acariciaba la pelota al hacerla avanzar” (sic). “¿Sabes quién era ese jugador?”, me pregunta con un aire entre pícaro y “sobrador”. “Pues José Manuel Moreno, el de la Máquina, que llegó a jugar a Colombia. Él es el verdadero culpable de mi amor por el futbol. Así que puedo recitar de memoria, como le gusta a tu papá, la delantera de River.” No cabe duda de que las complicidades poéticas pueden tener múltiples rostros.

Les decía que escribo esta nota antes del partido Argentina-Colombia, y por eso me gustaría dedicarle a Darío esta anécdota.

A la pregunta de si fue alguna vez a ver un partido de futbol, Borges responde:

“- Sí, fui una vez y fue suficiente, me bastó para siempre. Fuimos con Enrique Amorim. Jugaban Uruguay y Argentina. Bueno, entramos a la cancha, Amorim tampoco se interesaba por el fútbol y como yo tampoco tenía la menor idea, nos sentamos; empezó el partido y nosotros hablamos de otra cosa, seguramente de literatura. Luego pensábamos que se había terminado, nos levantamos y nos fuimos. (…) Ya en la calle yo le dije a Amorim: ‘Bueno, le voy a hacer una confidencia. Yo esperaba que ganara Uruguay –Amorim era uruguayo– para quedar bien con usted, para que usted se sintiera feliz’. Y Amorim me dijo: ‘Bueno, yo esperaba que ganara Argentina para que usted se sintiera feliz’.”

Buen partido, mi querido Darío. Por supuesto, lo que quiero es que te sientas feliz; así que no gritaré frente a la tele sino que, en tu honor, me iré al cine.

Sandra Lorenzano
Es "argen-mex" por destino y convicción (nació en Buenos Aires, pero vive en México desde 1976). Narradora, poeta y ensayista, su novela más reciente es "El día que no fue" (Alfaguara). Investigadora de la UNAM, se desempeña allí como Directora de Cultura y Comunicación de la Coordinación para la Igualdad de Género. Presidenta de la Asamblea Consultiva del Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación).
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