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María Rivera

28/08/2019 - 12:03 am

Nueve años

ta. Aunque ha habido varios esfuerzos periodísticos para narrar las historias del horror, lejos estamos de poder cerrar esas heridas, sin justicia y sin reparación del daño. Tomará tiempo escribir la historia de lo que nos ha ocurrido. Lejos estamos, por desgracia, de la pacificación del país. La violencia es mayor cada mes, cada año, sexenio tras sexenio.

Foto: Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho.

Este mes se cumplieron nueve años de la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. Fue en el año 2010 cuando, a unas semanas de las fiestas patrias y los festejos del Bicentenario, se descubrieron los cuerpos de setenta y dos personas, hombres y mujeres, brutalmente asesinados en una construcción abandonada, sobre la hierba crecida. Los habían maniatado y vendado los ojos, golpeado, antes de dispararles.

En ese momento no se sabía que eran migrantes que fueron secuestrados y asesinados por los zetas solo porque atravesaban el país en busca de una mejor vida, los más indefensos entre los indefensos, a merced de autoridades y grupos criminales. Meses después, en abril del 2011, los zetas asesinaron a cientos de personas en connivencia con autoridades municipales, convirtiendo a San Fernando en escenario del horror más brutal e inhumano, de hechos para los que muy probablemente aún no tengamos suficientes palabras, aunque se hayan reportado en la prensa y los cuerpos de las víctimas hayan llegado a la morgue de la Ciudad de México en camiones, tras ser inhumados y no caber en la morgue de Tamaulipas. El reconocimiento del horror que ha sucedido con migrantes mexicanos y extranjeros que fueron bajados de camiones de pasajeros, para ser obligados a matarse entre ellos, es uno de los traumas colectivos que padecemos como nación, irresueltos, de una larga lista. Aunque ha habido varios esfuerzos periodísticos para narrar las historias del horror, lejos estamos de poder cerrar esas heridas, sin justicia y sin reparación del daño. Tomará tiempo escribir la historia de lo que nos ha ocurrido. Lejos estamos, por desgracia, de la pacificación del país. La violencia es mayor cada mes, cada año, sexenio tras sexenio.

Recuerdo, sin embargo, muy bien aquellos días de estupor tras la muerte de los migrantes; eran los días de Calderón y reinaba la política que criminalizaba a las víctimas. El suceso se reportó, inicialmente, como una “narcofosa” donde habría cuerpos de “sicarios” asesinados, discurso que desde que había comenzado la guerra contra el narco, servía para anestesiar a la opinión pública “se matan entre ellos”. Fue gracias a la declaración de un joven ecuatoriano que logró sobrevivir, fingiéndose muerto, que la opinión pública se enteró de la verdadera naturaleza de la tragedia. La masacre, por primera vez, generó una indignación colectiva, fue el parteaguas para un segmento de la población que a partir de ese momento decidió movilizarse. Ese fue el germen de donde surgieron iniciativas ciudadanas que cambiarían el rostro del país y que salvaron del anonimato y el silencio a víctimas que habían sido invisibilizadas cuando no sencillamente desaparecidas. Iniciativas para resistir el horror, entre ellas el sitio Nuestra Aparente Rendición de la escritora Lolita Bosch que reunió las voces de escritores y activistas, como un catalizador de la desesperación e impotencia, un espacio desde donde se dio voz a víctimas y se fue construyendo el paisaje de la tragedia pero también de la solidaridad, que se enlazó con otras iniciativas como la creación de un retrato colectivo, un altar para los 72 migrantes, en una página electrónica. Ocho meses después surgiría el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, encabezado por el poeta Javier Sicilia, tras el asesinato de su hijo, en 2011, que cambiaría radicalmente el discurso gubernamental y mediático que criminalizaba a las víctimas.

Han pasado nueve años, y muchas tragedias, miles de muertos más desde entonces. Ahora escribo con resignada desesperanza, más que con rabia. Pero aquellos días de septiembre del año 2010, en plenas fiestas del Bicentenario, tenía una honda impotencia de celebrar un país que mataba migrantes, mexicanos, con una terrible brutalidad. Recuerdo el desasosiego, la amargura, la vergüenza. Fue en este estado de desesperación, mientras escribía una obra que trataba sobre la violencia en el país, que mi amigo editor Antonio Calera, me solicitó un poema para una antología con motivo del día de muertos. Escribí el poema “Los muertos”, donde se fabula el regreso de hombres y mujeres asesinados en la guerra contra el narco, el dos de noviembre, al centro del país, a su corazón simbólico, con las historias de los migrantes asesinados en San Fernando como personajes centrales. Se publicó en octubre de aquel año, y desde entonces me ha consolado pensar que el poema ha llevado el calvario y la injusticia por la que pasaron los migrantes en pos de una mejor vida, fuera de México; que llegaron, permítaseme la licencia poética, a su destino y no quedaran silenciados bajo la tierra o sepultados por el mote “sicarios”.

Léase, pues, hoy este poema en su memoria.

Los muertos

Allá vienen

los descabezados,

los mancos,

los descuartizados,

a las que les partieron el coxis,

a los que les aplastaron la cabeza,

los pequeñitos llorando

entre paredes oscuras

de minerales y arena.

Allá vienen

los que duermen en edificios

de tumbas clandestinas:

vienen con los ojos vendados,

atadas las manos,

baleados entre las sienes.

Allí vienen los que se perdieron por Tamaulipas,

cuñados, yernos, vecinos,

la mujer que violaron entre todos antes de matarla,

el hombre que intentó evitarlo y recibió un balazo,

la que también violaron, escapó y lo contó viene

caminando por Broadway,

se consuela con el llanto de las ambulancias,

las puertas de los hospitales,

la luz brillando en el agua del Hudson.

Allá vienen

los muertos que salieron de Usulután,

de La Paz,

de La Unión,

de La Libertad,

de Sonsonate,

de San Salvador,

de San Juan Mixtepec,

de Cuscatlán,

de El Progreso,

de El Guante,

llorando,

a los que despidieron en una fiesta con karaoke,

y los encontraron baleados en Tecate.

Allí viene al que obligaron a cavar la fosa para su hermano,

al que asesinaron luego de cobrar cuatro mil dólares,

los que estuvieron secuestrados

con una mujer que violaron frente a su hijo de ocho años

tres veces.

 

¿De dónde vienen,

de qué gangrena,

oh linfa,

los sanguinarios,

los desalmados,

los carniceros

asesinos?

 

Allá vienen

los muertos tan solitos, tan mudos, tan nuestros,

engarzados bajo el cielo enorme del Anáhuac,

caminan,

se arrastran,

con su cuenco de horror entre las manos,

su espeluznante ternura.

Se llaman

los muertos que encontraron en una fosa en Taxco,

los muertos que encontraron en parajes alejados de Chihuahua,

los muertos que encontraron esparcidos en parcelas de cultivo,

los muertos que encontraron tirados en la Marquesa,

los muertos que encontraron colgando de los puentes,

los muertos que encontraron sin cabeza en terrenos ejidales,

los muertos que encontraron a la orilla de la carretera,

los muertos que encontraron en coches abandonados,

los muertos que encontraron en San Fernando,

los sin número que destazaron y aún no encuentran,

las piernas, los brazos, las cabezas, los fémures de muertos

disueltos en tambos.

Se llaman

restos, cadáveres, occisos,

se llaman

los muertos a los que madres no se cansan de esperar

los muertos a los que hijos no se cansan de esperar,

los muertos a los que esposas no se cansan de esperar,

imaginan entre subways y gringos.

Se llaman

chambrita tejida en el cajón del alma,

camisetita de tres meses,

la foto de la sonrisa chimuela,

se llaman mamita,

papito,

se llaman

pataditas

en el  vientre

y el primer llanto,

se llaman cuatro hijos,

Petronia (2), Zacarías (3), Sabas (5), Glenda (6)

y una viuda (muchacha) que se enamoró cuando estudiaba la primaria,

se llaman ganas de bailar en las fiestas,

se llaman rubor de mejillas encendidas y manos sudorosas,

se llaman muchachos,

se llaman ganas

de construir una casa,

echar tabique,

darle de comer a mis hijos,

se llaman dos dólares por limpiar frijoles,

casas, haciendas, oficinas,

llantos de niños en pisos de tierra,

la luz volando sobre los pájaros,

el vuelo de las palomas en la iglesia,

se llaman

besos a la orilla del río,

se llaman

Gelder (17)

Daniel (22)

Filmar (24)

Ismael (15)

Agustín (20)

José (16)

Jacinta (21)

Inés (28)

Francisco (53)

entre matorrales,

amordazados,

en jardines de ranchos

maniatados,

desvaneciéndose

en parajes olvidados,

desintegrándose muda,

calladamente,

se llaman

secretos de sicarios,

secretos de matanzas,

secretos de policías,

se llaman llanto,

se llaman neblina,

se llaman cuerpo,

se llaman piel,

se llaman tibieza,

se llaman beso,

se llaman abrazo,

se llaman risa,

se llaman personas,

se llaman súplicas,

se llamaban yo,

se llamaban tú,

se llamaban nosotros,

se llaman vergüenza,

se llaman llanto.

 

Allá van

María,

Juana,

Petra,

Carolina,

13,

18,

25,

16,

los pechos mordidos,

las manos atadas,

calcinados sus cuerpos,

sus huesos pulidos por la arena del desierto.

Se llaman

las muertas que nadie sabe nadie vio que mataran,

se llaman

las mujeres que salen de noche solas a los bares,

se llaman

mujeres que trabajan salen de sus casas en la madrugada,

se llaman

hermanas,

hijas,

madres,

tías,

desaparecidas,

violadas,

calcinadas,

aventadas,

se llaman carne,

se llaman carne.

 

Allá

sin flores,

sin losas,

sin edad,

sin nombre,

sin llanto,

duermen en su cementerio:

 

se llama Temixco,

se llama Santa Ana,

se llama Mazatepec,

se llama Juárez,

se llama Puente de Ixtla,

se llama San Fernando,

se llama Tlaltizapán,

se llama Samalayuca,

se llama el Capulín,

se llama Reynosa,

se llama Nuevo Laredo,

se llama Guadalupe,

se llama Lomas de Poleo,

se llama México.

 

 

 

 

 

 

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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