Eduardo Suárez Díaz Barriga
28/09/2014 - 12:04 am
Crónicas sonorenses: historia de un ecocidio anunciado
Revisar periódicos nacionales se parece a la lectura de una novela gráfica de ciencia ficción. Una foto tomada en Sonora es particularmente espeluznante: un río opaco y turbio, teñido de ocre y marrón, con un líquido que parece todo menos agua. Hace recordar lecturas de adolescencia: las Crónicas Marcianas. Si Ray Bradbury pudiera ver las […]
Revisar periódicos nacionales se parece a la lectura de una novela gráfica de ciencia ficción. Una foto tomada en Sonora es particularmente espeluznante: un río opaco y turbio, teñido de ocre y marrón, con un líquido que parece todo menos agua. Hace recordar lecturas de adolescencia: las Crónicas Marcianas. Si Ray Bradbury pudiera ver las imágenes de los ríos sonorenses, pensaría que alguien había hecho realidad un paisaje que él había imaginado solo para la ficción de otro planeta. No se observan escenas de la colonización humana de Marte sino el resultado del derrame de millones de metros cúbicos de cobre y ácido en aguas del planeta Tierra. Es la cara oculta de la ciencia y la tecnología, la del horror.
En otra fotografía una mujer muestra su rostro. Lo único que hizo fue enjuagarse y refrescarse con las aguas del río, como lo había hecho miles de veces antes, por el calor. Ahora parece la víctima de una venganza atávica: aquella infamia que consiste en arrojar vitriolo, ácido muy concentrado, a las mujeres que se desea castigar de forma ejemplar. Tiene una enorme quemadura sobre mejillas, mentón, nariz y frente. La agresión violenta que sufrió no fue ejecutada por un macho celoso y fuera de sus cabales pero sí por hombres ambiciosos e irresponsables en exceso.
En otra imagen más, los peces muertos muestran sus panzas, que parecen adobadas no por una experta cocinera sino por un laboratorista demente. El chiste gráfico del pez de tres ojos de los Simpson deja de tener gracia: estos animales no son simpáticos dibujitos: fueron envenenados.
¿Son suficientes los miles de millones de pesos asignados para resarcir los daños a pobladores y su medio ambiente? Claramente, no.
Lo que ha ocurrido en Sonora es un acto violento más en nuestra historia bélica reciente. Una batalla de la insensata guerra de las y los mexicanos contra sí mismos. El hecho tiene un nombre relacionado con lo criminal: ecocidio. El término lo acuñó el doctor Fernando Césarman, para referirse a esa enferma pulsión que consiste en atacar nuestro medio ambiente. Es claro que no es posible vivir en armonía si para lograrlo destruimos nuestra biósfera. La paz y la violencia son incompatibles.
El respetado sicoanalista mexicano identificó el origen de este impulso de autodestrucción en un cambio de visión de la naturaleza, de considerarla hogar y paraíso a entenderla como una enemiga que debe ser conquistada y esclavizada, puesta al servicio del hombre, explotada como un recurso económico ilimitado. El medio ambiente no es un tesoro ni un basurero mágicos, que dé todo y que pueda recibir todo. Y nos está poniendo los límites en las narices, en la cara, para que nos detengamos.
Se podrá argumentar que además de los dos mil millones de pesos que se gastarán para enfrentar los daños ya se educa en escuelas y universidades a cuidar el medio ambiente. Para que no vuelvan a ocurrir accidentes deplorables, como éste. Que si se examinan planes de estudio y programas de asignatura se encontrará en primer plano a la sustentabilidad como contenido, principio rector o eje trasversal.
Pero si vamos más allá de lo que se dice que se hace en las escuelas para intentar constatar lo que en verdad ocurre, nos llevaremos una sorpresa. En una clase, de responsabilidad ambiental, por ejemplo, se promoverá la conciencia ecológica pero no se vinculará con las actividades e intereses profesionales específicos de los estudiantes. Y en otra clase, una de economía de la empresa, por ejemplo, se machacará la importancia del crecimiento y el impulso al consumo para reactivar a un país, sin relacionarlos con los costos ambientales que se generarán. Lo que debería ser un sano matrimonio es una pareja discordante de divorciados, que viven sin hablarse en la misma casa.
Los estudiantes, que siempre aprenden, aunque no siempre lo que se les enseña, entienden perfectamente: deben integrar lo ecológico y lo económico. Lo primero, como un discurso políticamente correcto y hueco; lo segundo, como lo verdaderamente esencial. Como es fácil constatar, las instituciones educativas no son idílicos templos del saber sino modelos a escala de los problemas sociales. Esta realidad anula la posibilidad de que haya sido un accidente. Se trata de un riesgo permanente que, desgraciadamente, ocurrirá de nuevo.
¿Qué se podría hacer? Para empezar, dejar de cultivar conocimientos muertos y divorciados. Aprender menos de libros de texto escritos en otros países y más de lo que ocurre en la realidad inmediata de las y los estudiantes. Pasar de un abstracto discurso de sustentabilidad en general a uno enfocado sobre problemas concretos y actuales. Involucrar a profesores, estudiantes, padres y madres en la solución de lo que ocurre a su alrededor. En Sonora, ¿estarán aprovechando las preparatorias y las universidades este grave conflicto ambiental como oportunidad de aprendizaje para quienes tendrán que vivir en el futuro con la irremediable realidad de ríos envenenados?
Como en la novela de García Márquez, estamos ante la crónica de una muerte anunciada. Los heraldos son esos rostros quemados, esos pescados hinchados y tóxicos, esas aguas que parecen plastilina derretida, esa educación esquizofrénica. Todo ecocidio no es más que un suicidio estúpido, de quien dispara al aire y luego se sorprende de que del cielo lluevan balas. Parece que seguirán cayendo. Y que nos seguiremos preguntando, asombrados, qué pasa.
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