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Alma Delia Murillo

29/10/2016 - 12:00 am

País de sepultureros

Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros?

Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros? Imagen: Pinterest
Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros? Imagen: Pinterest

—¿Quieres que te diga la verdad? Si la difunta no fuese una dama distinguida, no le hubieran dado sepultura cristiana.

(Hamlet, Acto V, Escena I)

Supongamos que ustedes, o yo, contáramos nuestra vida laboral a partir de cuántos muertos hemos enterrado.

Imaginemos que los indicadores de nuestro desempeño, la cuota del mes, el equivalente al presupuesto de ventas, se midiera en cuerpos eficientemente sepultados.

Supongamos que ir a la oficina no significara otra cosa que atender, físicamente, a la muerte. Confrontar día a día lo que viene con ella: el dolor ajeno, la putrefacción, la tensión de manipular un cuerpo ajeno, de escuchar nuestras ideas morales o religiosas revoloteando en la cabeza mientras dejamos caer un saco de piel y huesos sin alma (si creemos tal cosa) dos metros bajo tierra.

El oficio de sepulturero —como el de la prostitución— quizá sólo pueda desempeñarse bajo la premisa de la automatización, se me ocurre. Y se me ocurre desde mi más profunda ignorancia pero también desde la certeza de que si yo me dedicara a ello, echaría mano de la única estrategia de sobrevivencia posible: no sentir. Fingir. Erosionar las emociones, reducirlo sólo a un trabajo mecánico.

En el Acto V de Hamlet, esa maravilla bien parida por Shakespeare, hay una escena hilarante entre dos sepultureros que, en tono satírico (incluso son identificados como Clown 1 y Clown 2) discuten sobre la muerte mientras cavan la fosa para la difunta Ofelia al tiempo que lanzan cráneos dándose un festín con las osamentas del cementerio. El príncipe Hamlet los espía y se pregunta: “Esa calavera tuvo una lengua dentro, y en otro tiempo podía cantar. Cómo la tira al suelo el bribón (…) ¿Costaron estos huesos su crianza sólo para jugar a los bolos con ellos? Me duele pensarlo”

Melancólico, filósofo y poeta, azotado pues, Hamlet no puede creerlo. Tanta insensibilidad ante la muerte, le perturba. No hay que ser un experto shakespereano para suponer que el autor expresa su horror ante la muerte a través de Hamlet.

Cavilando nebulosas ideas (no tan elaboradas como las del príncipe pero igual de inútiles) me he preguntado qué haría Shakespeare si viera la relación que los mexicanos tenemos con la muerte. Este pueblo de locos donde comemos cráneos hechos azúcar, semillas de amaranto o chocolate; donde abrimos las tumbas de los muertos para limpiarlas y le escribimos provocadoras rimas a la huesuda que van desde una broma inocente hasta el reclamo político furioso o la propuesta sexual más hardcore, ruda y sin prejuicios.

Como dicen mis amigos españoles, yo creo que Shakespeare fliparía, se le saldrían los ojos, querría sentarse a escribir. México podría ser tan inspirador como Dinamarca o Escocia para tejer con hilos de sangre una señora tragedia.

Porque así como es innegable que intrigamos al mundo entero por la peculiar convivencia con la muerte y nuestra Fiesta de Muertos que es tan extraordinaria y compleja como nuestra identidad; es también innegable que el mundo se sorprende ante la normalización que los mexicanos hemos hecho de los muertos. Desde que la estúpida guerra contra el narco y la corrupción sistémica convirtieron esta tierra en campo de fosas clandestinas, no hay mañana que no nos levantemos con un nuevo conteo, diez o treinta más o sólo uno, da igual: más muertos para el presupuesto de ventas. Transcurren los años y lo que debería ser escándalo, pasmo, a veces no llega siquiera al asombro.

¿Qué nos pasó?

Más de cien mil muertos, decapitados, desaparecidos, enterrados en fosas clandestinas, tirados en el basurero, reducidos a cenizas, ahogados en canales de podredumbre, muertos que cuelgan en las plazas públicas. ¿Por qué minimizamos a recuento lo que debería provocar escalofríos? ¿Será que nos convertimos todos en sepultureros?

Dentro de poco será Día de Muertos, de esos que no son de nadie pero que son de todos; será el día para celebrar a esas personas que tuvieron nombre y apellido, que tuvieron una lengua dentro del cráneo y que alguna vez estuvieron vivos, cantando.
Los que quedamos, los que vivimos ¿no deberíamos honrarlos a ellos, y sobre todo honrarnos a nosotros mismos, defendiendo la vida, indignándonos?

Cometeré la más grande de las herejías parafraseando a Shakespeare:

¿Costaron estos huesos su crianza sólo para jugar a las estadísticas con ellos? Me duele pensarlo.

@AlmaDeliaMC

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