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Antonio María Calera-Grobet

30/01/2021 - 12:00 am

Botes salvavidas

Tenemos como el gran milagro –nadie se atrevería a negarlo—como el placer supremo, al  acto de mirar. La contemplación es la dicha.

El cine: la pista de despegue. Foto: Cuartoscuro.

Por Melisa Arzate Amaro y Antonio Calera-Grobet

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Tenemos como el gran milagro –nadie se atrevería a negarlo—como el placer supremo, al  acto de mirar. La contemplación es la dicha. Ha ocupado libros enteros, las más altas disertaciones filosóficas, discursos estéticos, sobremesas y largas meditaciones desde el inicio de los siglos, tantos que quizá acabaríamos por marcar un sendero hacia el infinito como los estudios de observación y profundidad de Brunelleschi proyectados hacia el vacío. Nos fascina mirar, somos voyeuristas tanto como mamíferos omnívoros. Pero si, acaso a ese placer de la mirada se le suma, al unísono, el placer de la degustación, estamos ante una fiesta neuronal, una majestuosa promiscuidad en el salón de nuestro cerebro. Es maravilloso sentarse a comer botanas callejeras viendo a los Voladores de Papantla en Chapultepec o a la gente caminar desenfadada en una concurrida avenida peatonal durante una tarde de domingo. Nada compite, en una banca de hierro colado, con un helado que se derrite por el calor y resbala por el dorso de la mano hasta dar con las piedras que dan contorno al parque que visitamos, que aunque ni tan bonito o tan limpio (eso sí, lleno de novios y niños, ancianos llevados de sus sillas o en andadera, señoras y señores dando vueltas para pasar el día con dicha), hace las veces de la pista en la que la humanidad se da descanso de sí misma. ¿O no recuerda usted, lector, entre los vendedores de globos y burbujas, haberse de niño echado un merengue o una cocada o un algodón de azúcar? ¿Y qué decir sobre la dicha si se sostiene, en papel de estraza, un jotdog en el estadio, unos cueritos, habas, huevos cocidos, pistaches, carne seca en la plaza de toros un domingo por la tarde, bella fiesta mexicana, tradición de añales arraigada en nuestro pueblo, aunque hoy sea pecado apenas mencionarlo?  Pistaches y cacahuates, fiambres filtrados al tendido (queso, salami, latería fina, jamón serrano) a costa de la credibilidad policiaca: tarea entre divertida y cardiaca. Las palomitas. El enigma de las palomitas. ¡Qué rara manía! Eso de estar en la rumia, una manera de hacer sudokus, crucigramas en la buchaca. Para la rumia de las ideas, estarnos en calma. Las palomitas por toneladas. Y luego un refresco helado. Los refrescos helados nos robaron tal cual el aliento cuantas veces hemos ido al cine. El cine: la pista de despegue. En una sala o en la de nuestra casa.

 

Hablemos del placer supremo de ver la televisión y comer mientras ese milagro de contarnos historias nos lleva, zanahoria por delante, hasta el agotamiento. Qué fenómeno ese cinescópico, digital, portátil, tan complejo y asimilado, del contarnos cuentos americanos o chinos, frente a los aparatos receptores, transmisores, esquizoides. Pero con una tortita. Unas papitas. Un pedazo de pizza, claro, apoltronados en el sillón. ¿Le paras? ¿Le pones pausa? No me tardo. Oír el horno de microondas, la lata de cerveza destaparse, la apertura de bolsitas y bolsitas, la tocada del timbre con la llegada (¡que maldita alegría!) de aquello que nos comeremos después del antojo de días.  Nadie tirará la primera piedra: ver películas, series, maratones, miniseries, documentales o hacer el mentado zapping frente al monitor, con sendos platos gourmet o chatarra, abundantes o frugales, compartidos o individuales, es hoy uno de los grandes placeres que nos ofrece la existencia. A puerta cerrada sí, pero no de claustro y menos como una cosa de monasterio. El deporte más extendido por el mundo por absolutamente necesario. Tres películas con tamales y atole. Series pasadas con té y galletitas. Sincronizadas en los platos, como sincronizadas las miradas que alternan el plato y la pantalla, el vaso y el control remoto que aquí no es disputado, sino compartido como acto de democracia en mano. Cafés, vinos y chocolates tibios, corren siempre el riesgo de ser testereados por aquello de estar un ojo al gato y otro al garabato: pero eso qué va a importar, si estamos disfrutando un instante de absoluta belleza y comparecencia amorosa.

Trabajos, estudios, responsabilidades y relaciones sociales se han vuelto por demás complicadas, pero la hora de la tele nadie ni nada, aún, nos la arrebata. ¿La vida en esquema, cuándo fue más nuestra?

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Celamos afanosamente un par de horas por la noche y varias más el fin de semana, para sentarnos a ver algo de lo que nos recomendaron últimamente, clásicos que antes faltaba tiempo para proyectar y favoritos de fascinación absoluta para uno o varios. Esto, sin embargo, rara vez sucede en la abstinencia del gusto o en los votos de castidad bucal. Hipocresías del mundo de hoy. Por el contrario. Es, el momento de la televisión, el acontecimiento que nos licencia para consumir entretenimientos dentales altamente calóricos o raquíticamente nutritivos, pero también para montar verdaderos banquetes en mesas de centro, laterales, o bien charolas en el suelo, charolas de piernas, platos de manos. Y sí, servilletas de nuestras prendas. Estar a solas nos permitirá descosernos aún más en la elección de gustos alimenticios culposos, consumidos en paños menores o en garras que nadie más verá en lo que nos quede de vida, por pudor o por superstición. Y un absoluto acto de intimidad ocurre, mejor aún, si el binomio placentero y hedonista de la mirada y el gusto, sucede con un ser amado o varios cohabitando, no cabe duda. Porque entonces también se compartirán los platos, las experimentaciones gastronómicas, los gustos culposos de la fritanga o la golosina industrializada; chocarán los dedos al disputar la última palomita o lo que queda de una perfecta rebanada de pizza, reservada para el otro como un acto de adoración supremo. Entre bocados, lo sabemos hoy más que nunca, se comentan las tramas, se arrojan teorías sobre el devenir de las historias o se guarda respetuoso silencio para dejar espacio a la contemplación de cada cual. Es el éxtasis, hermanos. A las 11 de la mañana barbacoa, huevos con tocino y la serie en turno. Las series. Las pelis. Las que te recomendaron hace poco, ¿cuáles eran? Háblale a fulanito y pregúntale cuál era el título, ¿qué actores salían? ¡Cómo este tipo me recomendó semejante porquería! Al final, no importa: un platón de botanas con salsa fue engullido con ese pretexto y la alacena fue saqueada de galletas simples hábilmente metidas al vuelo a un frasco de mermelada, no fuera usted a distraerse untando con un cuchillo y pasara de largo el subtítulo o el momento en que se revele algún misterio en el filme compartido.

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Hoy esos instantes son mucho más de lo que eran antes, no sólo porque tenemos más tiempo de ocio doméstico, sino porque significan más de lo que significaron cuando el acontecimiento era descubrirse en las calles frente a los otros. Hoy hemos hundido un poco más los sillones frente al televisor y mejorado el ritual de comer mientras los ojos devoran a velocidad la imagen lumínica en movimiento. Las teorías sobre los medios, la era del vacío y la sociedad del entretenimiento, resultan absolutamente insuficientes y fuera de lugar para describir la importancia que cobra hoy la posibilidad de ver la televisión, con otro o con uno solo, y mover el bigote al hacerlo. Se trata, ahora, de un momento fundamental del día y casi de una estrategia terapéutica para mantener la cordura en tiempos de crisis epidémica. Así que, querido lector que en este momento ya imagina, orillado por estas líneas, lo que verá y comerá este fin de semana frente a la pantalla arrimándole el cuerpo a quien ama, le pedimos que acometa esa cita con absoluta diligencia. Importa en verdad poco la elegancia. Dese lo que se merece. Porque esos momentos, aunque bien a bien no recordemos lo que vemos, nos dejarán marcados por mucho tiempo.  No es cosa mera de puro entretenimiento. Es ahí donde se dirimen rencillas, se levantan conversaciones fundamentales, reflexiones catárticas, acuerdos de suma importancia, llantos depurativos y carcajadas con capacidad de recomponer, si no el mundo, sí los catalejos con que lo vemos. Ahí aprenderemos a sopesar, medir, controlar la cosa para que la vida no se desmorone, escurra entre las manos. Use, por lo tanto, ahora que llegue el momento de ver comiendo, esas manos suyas para confeccionar un platillo espectacular no por su calidad o dificultad, sino por el placer que produzca a quienes aguardan en el sillón por la llegada de, lo merecen, una efímera pero valiosa, electrónica felicidad.

Ámese y ame al otro, con las luces de la pantalla proyectadas en la cara y el sabor de la comida en las yemas de los dedos y la punta de la lengua. Que hoy por hoy esos momentos no son lo de menos ni forma vulgar para pasar el tiempo: son entremeses como botes salvavidas, paréntesis para llevarnos a buen puerto y reunirnos mediante el mimo con el otro en la experiencia desatada de los sentidos. Relájese. No exagere con su viacrucis. Calmex, Calmex. Y ya con el sillón convertido en barca inflable, dispóngase a disfrutar y soltar la gravedad: se lo ha ganado señora, usted señor también. Nos lo hemos ganado todos trabajando por nosotros y los otros, viendo por el cuidado de quienes nos importan. Pues bien. Ahora traduzca todo ese trabajo en lo que quería: en el tesoro del estar plácidamente en casa y disfrutar. Manténgase a flote, y aléjese de la nave de los locos, las aguas del sinsentido. ¿Listo? Dele play y saboreé aquello que nunca admitirá comer, y hoy va a disfrutar como si nada fuera igual.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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