ADELANTO de Los peores días | Guatemala. Mayo de 2009. El abogado Rodrigo Rosenberg es asesinado

30/03/2019 - 12:00 am

“ […] el Club Industrial y Televisa han decidido el destino de México: van a apoyar al PRI y a su candidato Peña Nieto, un figurín inculto, apto para corruptelas, pero con cara de inocente, y una esposa de telenovela”, escribe Fernando González Davison en Los peores días. 

Ciudad de México, 30 de marzo (SinEmbargo).– En mayo de 2009 Guatemala se vio sacudida por un acontecimiento que, inesperada y rápidamente, dio la vuelta al mundo: el abogado Rodrigo Rosenberg Marzano fue asesinado en una de las zonas residenciales más cotizadas de la ciudad.

Podría haber sido una muerte más en un país con un alto índice de criminalidad e impunidad, pero sucedió algo insólito; el día del funeral un amigo entregó a los asistentes un video en el que acusaba de su muerte al presidente Álvaro Colom, a su esposa y a Gustavo Alejos. ¿Por qué?, porque Rosenberg los hacía responsables del crimen de los Musa -ocurrido semanas atrás- y querían callarlo.

Este es el nudo de la madeja que Fernando González Davison va deshaciendo a lo largo de esta novela de no ficción, en la que estas muertes resultan ser la chispa que desencadena todo tipo de maquinaciones, venganzas, manipulaciones, y que al mejor estilo de House of Cards o The Good Wife ponen al descubierto los laberintos del poder.

Fragmento del libro Los peores días, de Fernando González Davidson. Cortesía otorgada bajo el permiso de Alfaguara.

***

Su mejor muerte

En la madrugada, con el sueño interrumpido, Rodrigo tiene una premonición y murmura que su mejor muerte sería la que le permitiera probar a Marjorie su amor. Por desavenencias con su esposa Alejandra, tiene varios días de dormir en la cama contigua a su escritorio. Aún perecea un poco pero se levanta al escuchar el movimiento de sus hijos en el corredor del apartamento. Se ducha en el baño de visitas, se viste y se une a ellos para desayunar, bajo la mirada amable de la mucama y la indiferencia de su esposa. Listos para tomar el bus escolar, su padre los acompaña a la parada de la esquina, la misma en la que Marjorie besa a sus hijas antes de que aborden el bus. Ambos les dicen adiós y regresan al edificio entre risas y bromas sin que nadie sospeche su intimidad, según creen, salvo algún vecino fisgón. Entran al vestíbulo bajo la atenta mirada del guardián y toman el ascensor en el que se conocieron hace un año, en el cuarto piso, donde ahora se detiene. Ella lo besa en los labios antes de salir y él prosigue hacia el penthouse.

Se abren las puertas de su apartamento y Alejandra lo confronta con su mirada, le hace saber que su separación es inevitable y le da una maleta para que se vaya a vivir a otra parte, con ropa suficiente para una semana. Rodrigo baja la cabeza en silencio, pues esta reacción la esperaba en cualquier momento. Camina a su escritorio y toma algunos objetos personales; luego va a la habitación principal y agrega dos trajes con sus perchas cubiertas por un plástico de la lavandería, frascos del botiquín del baño y sale con ellos y la maleta sin decir una palabra. En el estacionamiento, aborda su nuevo Mercedes Benz 350 sedán y lo conduce a la oficina, a donde llega en unos quince minutos. Lo deja en el aparcamiento y, sin subir, va a registrarse en el hotel Intercontinental, a una cuadra de distancia. En la recepción del hotel recuerda que hace diez años su primera esposa lo dejó por otro hombre, y ahora Alejandra lo abandona porque él le es infiel.

Alejandra, telefonea sollozando a su hermano que vive en Ciudad de México. Le cuenta que ha decidido separarse de Rodrigo, pero se quedará hasta que los chiquillos terminen el año escolar. Además, debe vender su cafetería y no será fácil. Él le exige que vuelva ya a México, su tierra, donde la familia la quiere y recibirá con cariño. Le dejará su apartamento amueblado, pues este fin de semana él va a mudarse a una mansión. Al insistir la convence. En la noche, a través del celular, le hace saber a Rodrigo que dejará Guatemala en unas semanas. No le pide nada a cambio, pues tiene la suerte de tener una familia que le dará todo. “No te necesitamos, como ves. Los niños… los niños… claro, se alegrarán de verte cuando llegues allá, pero yo no. Tu apartamento lo tendrás para ti solo cuando yo esté lejos con los chiquitos”.

Rodrigo sonríe al pensar que vivirá solo… para Marjorie. “¡Por ella podré llegar hasta el Everest!” En momentos como éste, su mamá le diría: “Canche, mi güero, no te quejes pues tienes a Marjorie para amarla”. Si no funcionó su matrimonio, lo compensará un nuevo amor. Su madre se liberó del señor Rosenberg cuando ella le pidió a Rodrigo, que tenía sólo trece años, que no lo dejara entrar más a la casa y que le entregara dos maletas que le dejó en la puerta de entrada. Al llegar su padre así lo hizo, y éste lo fusiló con sus pupilas llenas de ira antes de darse la vuelta arrastrando el equipaje. Ale había repetido esa historia que él mismo le había contado. Él guardó esos ojos paternos de furia contenida por siempre.

Cuando partieron Alejandra y los niños a México, él volvió al apartamento de cuatrocientos metros cuadrados. Escuchó los ecos de esa amplia soledad que espera colmar al recibir allí a su nuevo amor. Si se va uno viene otro. Todo es un cambio y no hay que pensarlo mucho porque así es acá, en este país, donde el destino es hacer plata, y amar y gozar. Ahora hay que arreglar la sala, pues Marjorie vendrá a las siete de la noche. Poco antes de esa hora la mucama, que sólo llega de día, lo ha dejado todo limpio y bien dispuesto para recibirla. Él echa pétalos desde la entrada hasta la sala sobre el suelo de madera y, poco después, enciende docenas de veladoras que, en la penumbra, proyectan sombras de misterio; quedan iluminados por las lámparas sólo los cuadros de pintores famosos mexicanos que cuelgan en las paredes. Al verla salir del ascensor sonriendo la lleva al vestíbulo y a la sala convertida en un templo para venerarla. Allí degustan canapés y vino blanco entre ondas de Rossini y Vivaldi. Así fue la primera, la segunda, la tercera vez, los dos tendidos en el sofá o en la alfombra, rozando sus labios hasta prolongar sus besos, viendo el celaje del ocaso violáceo, sombreado por cuatro volcanes al primer resplandor de las estrellas. Ninguno de los dos lo podía creer: amar sí era posible.

Rodrigo vive enamorado y piensa en ella cuando va y viene de su oficina. Este lunes a mediodía sale de su despacho y camina tres cuadras hasta la boutique Emilio. Allí sube al segundo piso donde lo recibe su amigo y mentor Luis Mendizábal, ya sesentón, con el pelo blanco, quien vende trajes de hombre, de alta gama de España, ligado a la inteligencia militar y a la CIA desde fines de los años setenta. Por eso ha sido asesor de seguridad de dos presidentes al hilo hasta el presente. Luis lleva una larga cabellera blanca y un bigotazo del mismo color. Ahora lo recibe con los brazos abiertos lleno de contento, diciendo que Colom lo reconfirmó en su cargo de asesor. “¡El tercer presidente que me quiere allí!” Eso les permitirá mantener sus negocios con el nuevo gobierno. Luis le cuenta que fue socio de Colom en la industria textil en los ochenta. Y salen a celebrar a un restaurante donde los espera Eduardo, el hermano materno y mayor de Rodrigo, para almorzar.

Los fines de semana el par de enamorados pasan en familia las delicias de la vida. Ella frente al mar, entre lanchas y yates; él, en el nuevo Club de Golf La Reunión, donde se ven erupciones alternas de los volcanes Pacaya y Fuego, que a veces asustan. En una ocasión ambos coincidieron en un suntuoso casamiento de amigos comunes en Antigua Guatemala, pero no se atrevieron a saludar sino de lejos y con la mirada. Otra vez fue en la isla de Roatán… cada quien con su familia. Su mundo pasional, íntimo, comienza alrededor de las siete de la noche, sí, allí, en el mismo apartamento, y dura unos treinta minutos. En el día se la pasan hablando por el celular o se envían mensajes de texto a toda hora como unos tórtolos.

Él vuela a Ciudad de México en clase ejecutiva y lo va a hacer cada cuatro meses para ver a sus chiquillos y amistades en la gran urbe azteca, para asegurar, también, algunos negocios. Pasea a los niños en la colonia Polanco y los lleva a comer a Sanborns con una amiga de su madre, con quien se aloja. Ella vaticina que los del Club Industrial y Televisa han decidido el destino de México: van a apoyar al PRI y a su candidato Peña Nieto, un figurín inculto, apto para corruptelas, pero con cara de inocente, y una esposa de telenovela.

De retorno al país, vuelve ansioso a gozar con Marjorie en su apartamento al atardecer. Le encanta verla relajada en el sillón de la sala leyendo la revista Hola con las piernas encogidas, cubierta por una bata transparente. Ella le cuenta sus caminatas por los cafetales, que solía hacer de niña, junto a su hermana Aziza, en la finca de su padre. “¡Era alegre estar allá en el lejano San Marcos mientras imaginaba que yo amaba a un galán sin saber que serías tú!” Sonriendo, brindan con champaña porque sus negocios marchan a todo vapor, ella en la fábrica y él en su estudio legal. Las inmobiliarias para las que él trabaja suben sus ventas y él elabora los contratos notariales que le dejan buena plata. Marjorie celebra porque su padre le encargará a Rodrigo varios trabajos, pues judíos y árabes se llevan bien acá.

Rodrigo, ajeno a los baladistas latinos, la oye tararear “Señora de las cuatro décadas y pisadas de fuego al andar”, de Ricardo Arjona, que suena en la bocina del aparato de sonido. La letra tiene aciertos, él comenta, pues se aprecia más la belleza en la madurez de una mujer como ella. “¿Por qué te atraen las carreras de autos? ¿Será porque los corredores vencen el miedo a la muerte al correr rapidísimo?” Él responde que eso es lo que admiran los fans. Ella le confiesa que amarlo es como una carrera de velocidad de alto riesgo, libre, sin esperar que ocurra ningún accidente, pero puede pasar. En el sofá él la acaricia y le dice: “Exígeme una prueba de amor, Campanita”. “Estoy tan conforme contigo que no puedo pedirte nada más, mi mango. Sigue igual”. “¿Te atreverás a divorciarte o separarte, Mamush?” “Papá simplemente me desheredará si lo hago, lo sabes. ¿Eso te gustaría?” Rodrigo se rasca la calvicie antes de contestar su celular. Un colega le confirma con bilis que Colom le dio la concesión de la emisión del Documento Personal de Identidad, el dpi, a una firma de Gregorio Valdez, íntimo de Alejos. Y sale de quicio gritando palabras soeces contra los dos: “¡Chingados, mal nacidos, sucios, cabrones, maquiavélicos!” “¡Cálmate, Rodrigo!” “Es que Alejos ahora lo quiere todo.”

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