Wim Wenders lo hizo de nuevo: Se estrena “La Sal de la Tierra”

30/04/2015 - 12:05 am
Para captar un destello hace falta todo el tiempo del mundo.  Foto: Cortesía Juliano Salgado / Mantarraya
Para captar un destello hace falta todo el tiempo del mundo. Foto: Cortesía Juliano Salgado / Mantarraya

Ciudad de México, 30 de abril (SinEmbargo).- La vida de un hombre bueno se describe por el viaje más que por el punto de partida o el puerto de llegada.

Importa la travesía, más que el resultado. Y el periplo cierra el círculo de la existencia con un tono implacable: fuiste lo que pudiste ser, intentaste aquello que querías y diste toda la vida por ello.

Esa es la raíz de La sal de la tierra, el prodigioso documental que la distribuidora Mantarraya y Cinépolis estrenan hoy con 24 copias en Monterrey, Cuernavaca, Toluca, Guadalajara, Morelia  y Distrito Federal.

Se trata del esfuerzo artístico y ético de tres hombres: Wim Wenders, Juliano Salgado Ribeiro y Sebastião Salgado, unidos para relatar la odisea del fotógrafo más importante de Brasil, uno de esos artistas que han dibujado el siglo XX con una firmeza emanada de su amor a la gente, a la que considera, precisamente, la sal de la tierra.

Advertencia: no hay manera de salir igual de la sala de cine luego de ver el documental que Wenders y Juliano construyeron para relatar la aventura profesional y humanista de Sebastião Salgado, nacido el 8 de febrero de 1944 en Aymorés, Minas Gerais, Brasil.

Su historia es la historia de la gente muerta en guerras absurdas, muerta por hambrunas inexplicables, víctimas de la crueldad de sus semejantes, prototipos de lo que el propio artista brasileño describe como “el animal más feroz: el hombre”.

Puede decirse en este punto que Wim Wenders (Dusseldorf, Alemania, 1945) lo hizo de nuevo. Luego de conmovernos hondamente con Pina, dedicado a la fallecida bailarina y coreógrafa alemana Pina Bausch (1940-2009),  regresa al documental para compartir un relato que primero lo conmovió a él y luego decidió traducir en lenguaje cinematográfico.

Pocas veces el cine ha servido tanto para elaborar un discurso donde la verdad constituye la esencia de lo que vemos en la pantalla.

Único varón en una familia formada por un matrimonio de granjeros y sus ocho hijos, Sebastião Salgado transformó el curso de su vida cuando se aficionó a una cámara fotográfica que había comprado su esposa y madre de sus dos hijos, Lélia Deluiz Wanick, para captar imágenes de edificios que le servirían en su labor de arquitecta.

Fue en Francia, donde el joven matrimonio había decidido residir para que él cursara un doctorado en Economía. Un trabajo muy bien remunerado en el Banco Mundial no logró disminuir la fascinación que a Salgado le produjo su primera cámara y desde entonces no paró hasta realizar con absoluta independencia, siempre apoyado por su mujer, una carrera cimentada en una agencia propia, Amazonas, plataforma que impulsó sus innumerables viajes por el mundo.

El hombre es un animal feroz, extremadamente violento. Foto: Cortesía Mantarraya
El hombre es un animal feroz, extremadamente violento. Foto: Cortesía Mantarraya

UN DOCUMENTAL POLÍTICO

La sal de la tierra es sobre todo un documental político. Primero porque pone el acento en una realidad insoslayable: para que unos pocos vivan bien, muchos deben morir antes de los 30 años, en condiciones infrahumanas, sin agua ni pan, sin futuro ni sueños.

Es político también para adentro, porque todo lo que quisimos saber de Salgado, uno de los fotógrafos más famosos del mundo, y nunca nos hubiéramos atrevido a preguntar, se despliega en la película de Wenders con una sutil pasión redentora.

Es ese hombre que se toma por lo menos diez años para elaborar cada uno de sus reportajes, célebre por detener el tiempo en el universo a capturar con su cámara, amado por haber puesto rostro a la miseria humana y criticado por quienes consideran que se sirve de la industria del sufrimiento para crear arte a costa del dolor ajeno, el que se explica.

Como si a sus 71 años se hubiera plantado frente a sus críticos y admiradores para decirles con humildad y voz clara: A ver, para ustedes que tantas cosas buenas y malas dijeron de mí, ahora me toca hablar.

Lo mejor de todo: le creemos cada palabra de las que dice en la película, cuya gran virtud es precisamente llevarnos de la mano hacia los rincones más escondidos de su taller mental y entender desde allí cómo es que hizo posible lo que en su obra se destaca como una imposibilidad: traducir en imágenes perfectas y bellas el gran dolor de buena parte de la especie humana.

Lo hizo involucrándose primero con cada una de las personas que retrató y luego siendo fiel a sus propias emociones. La nostalgia por su tierra latinoamericana, esas montañas de Los Andes, lo llevó por ejemplo a editar su reportaje de 1999 Otras Américas, dando rostro a un continente donde la magnificencia del paisaje y el poder de la naturaleza no fueron suficiente edén para los desplazados por una sociedad materialista e indiferente que le dio la espalda a los que menos tienen.

La vida humana tiene mil formas. Foto: Cortesía Mantarraya
La vida humana tiene mil formas. Foto: Cortesía Mantarraya

En la pobreza Salgado encuentra la riqueza de comunidades atadas a sus costumbres, como la comunidad Mixe de Oaxaca, donde muchas personas viven de ser músicos profesionales.

Descubrió que los tarahumaras son buenos corredores de medio y largo fondo y que no caminan, vuelan.

Supo que un retrato fotográfico es un trabajo de dos, por medio del cual –si sale bien- se logra captar un destello extraordinario en la vida de una persona.

Entendió que para bajar de las grandes alturas en Sierra Pelada, había que correr y no detenerse, de lo contrario moriría. Los buscadores de oro allí le hicieron comprender el valor de una fotografía, traducido en encontrar siempre el encuadre adecuado.

“Si el encuadre es pobre, mostrarás el oro, pero no será una fotografía”, dice.

La gente es la sal de la tierra. Foto: Cortesía Juliano Salgado / Mantarraya
La gente es la sal de la tierra. Foto: Cortesía Juliano Salgado / Mantarraya

En Brasil, su tierra adorada, donde la mortalidad infantil es todavía una tragedia difícil de combatir, se conectó con el Movimiento de los trabajadores sin tierra. Con Médicos sin fronteras llevó a cabo su proyecto Sahel – El final del camino, un reportaje donde el hambre es la medida de todas nuestras vergüenzas y el punto justo de lo que podría ser considerado el gran fracaso de la humanidad.

“No te confundas: las impecables fotos de Salgado no andan reclamando tu horror, no buscan un pasajero espasmo de conciencia, ni un vahído de culpabilidad narcisista e inútil. Las fotos de Salgado no van dirigidas a la emoción, sino al conocimiento. Hay que conocer la realidad, por dura que ésta sea, para poder actuar en consecuencia”, apuntó sobre este libro la escritora española Rosa Montero.

Un viaje por 30 países dio como resultado Workers, un profundo tratado sobre el trabajo.

Se quedó sordo en Kuwait, cuando fue a cubrir el incendio de 700 pozos petroleros a cargo de las fuerzas iraquíes en la Guerra del Golfo.

Hasta que llegó Éxodos, su obra maestra sobre los desplazados, en la que entre otras cosas recorrió un camino de 150 kilómetros repletos de cadáveres, hombres, mujeres y niños asesinados en la matanza de Ruanda.

Salgado: no hay que vivir después de Ruanda. Foto: Cortesía Mantarraya
Salgado: no hay que vivir después de Ruanda. Foto: Cortesía Mantarraya

Un punto de inflexión. “Después de Ruanda no hay que vivir más”, se dijo. No pronunció como Theodor Adorno aquello tan significativo de “qué poesía escribir después de Auschwitz”. No. Salgado no dijo “después de Ruanda no se puede vivir”. Dijo: “después de Ruanda no hay que vivir”.

La violencia infame entre vecinos de la misma cuadra que caracterizó a la Guerra de Yugoslavia le hizo comprender que “el ser humano es un animal feroz, extremadamente violento” y desde ese desencanto abismal, cuando ya no surgían las imágenes, recuperó su voz y dio un giro de 180 grados a su carrera profesional.

Comenzó el “Salgado ecológico”, un renacer a partir de cambiar el objetivo de la lente, volver a plantar la selva que la deforestación había convertido en un páramo árido y sin sentido en la granja de sus padres, gracias a una idea tan absurda como entrañable de su esposa, y dar vida – desoyendo los consejos en contrario de sus mejores amigos que no creían que iba a ser aceptado el alejamiento de los temas sociales de siempre- a su proyecto Génesis.

Wim Wenders y Sebastiao Salgado, dos imprescindibles de nuestro tiempo. Foto: Cortesía Mantarraya
Wim Wenders y Sebastiao Salgado, dos imprescindibles de nuestro tiempo. Foto: Cortesía Mantarraya

“Esa es su obra maestra, un canto de amor al planeta”, afirma Wenders en La sal de la tierra, para mostrar luego la selva renacida, que derivó en lo que hoy se conoce como Instituto Terra, un gran Parque Nacional con dos millones de árboles plantados, adonde ha regresado la vida salvaje (incluso han vuelto los jaguares) y que se ha convertido en ejemplo para los que luchan para recuperar las tierras devastadas por la deforestación y el calentamiento global.

Los árboles que plantó Salgado en Vitoria, Brasil, serán fuertes y altos dentro de 400 años, cuando él ya no esté en esta tierra. Sirven ahora, en plena formación, para que un hombre bueno encuentre sombra y frescura mientras contempla como se cierra el ciclo de su vida, un círculo perfecto donde millones de almas nobles le enseñaron que los seres humanos son, después de todo, la verdadera sal de la tierra.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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