LECTURAS | ¿Eres infeliz en una habitación llena de libros?

30/06/2018 - 12:04 am

¿Se puede ser infeliz en una habitación llena de libros? Un libro dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables “No lean libros solo porque sientan que “deben hacerlo”. Lean simplemente porque no pueden evitarlo”

Ciudad de México, 30 de junio (SinEmbargo).- Te dijeron que no podías subrayar ni doblar las páginas de los libros. Te dijeron que tenías que leer un clásico del siglo XVIII a los doce años. Te dijeron que eso que leías por las noches era basura. Te dijeron que nunca podías dejar un libro a medias. Te dijeron que los lectores son buenas personas. Te dijeron que ya nadie lee como antes. Te dijeron que los libros te harían amar la vida.

Y tú no puedes evitar leer. Pero quizá lo haces boli en mano y en pijama, quizás has conocido a grandes lectores que eran malas personas y quizá tu vida te parece aburrida comparada con tus novelas favoritas.

Un ensayo esencial: Contra la lectura. Foto: Especial
 Fragmento de Contra la lectura, de Mikita Brottman, con autorización de Blackie Books

Introducción

Vaya, vaya, el cerebro educado y los libros grandes

y ni por ésas sabemos, vaya, vaya,

por qué viene sin rabo

la sencilla cobaya.

Hilaire Belloc, Más bestias (para niños peores) (1897)

“El vicio solitario”, suponiendo que no estéis familiarizados con la frase, es tal vez el eufemismo victoriano más conocido para la masturbación, una actividad que por aquel entonces tenía la consideración general de ser la causante no solo de deterioro físico y colapso mental en esta vida, sino de una condena eterna en la siguiente.

Este libro trata un vicio solitario distinto: el acto de leer.

Aunque en un principio no parezca evidente, las dos actividades —masturbarse y leer— tienen mucho en común. Ambas suelen llevarse a cabo a solas y en privado, a menudo en la cama y por la noche, antes de dormir. Ambas se disfrutan más en el tiempo libre, puesto que tienden a consumir toda nuestra atención. Ninguna puede realizarse de manera precipitada y las dos implican actos de la imaginación y la fantasía. Ambas pueden llegar a ser tan excitantes que hay quien se vuelve adicto a ellas y, como ocurre con todas las adicciones, pueden ser difíciles de dejar. Ambas pueden convertirse en costumbres de por vida, que se iniciaron en la primera infancia y continuaron hasta una edad bien avanzada. Ambas son hábitos que algunas personas descubren por sí mismas y a otras se les dan a conocer, normalmente en el colegio. Ambas se ven alentadas por la soledad, sobre todo si sois de los que os mandaban demasiado temprano a la cama.

Antes del siglo XX existía la creencia generalizada de que los efectos de la masturbación eran perjudiciales hasta tal punto que se consideraba un hábito muy peligroso y, si no se interrumpía su práctica, podría ser causa de toda clase de sufrimientos futuros. Hoy en día, muchas personas consideran el “autoerotismo” como la mejor forma de conocer su cuerpo y sus respuestas sexuales, y lo recomiendan encarecidamente como modo de reducir las tensiones emocionales y físicas: un mensaje que aparece enfatizado en libros como Los placeres del autoerotismo, de Edward L. Rowan, Masturbation as a Means of Achieving Sexual Health, de Walter O. Bockting y Eli Coleman, y Sexo para uno: el placer del autoerotismo, de Betty Dodson. De hecho, los sexólogos Masters y Johnson sugieren que no nos “amamos lo suficiente a nosotros mismos” y dejamos que nuestra culpabilidad vestigial y nuestro miedo nos impidan llegar a conocer nuestros cuerpos de una manera que resulta esencial para nuestro bienestar sexual. ¿Y qué pasa con la lectura?

No es tan diferente como cabría pensar. Lo creamos o no, antiguamente se consideraba que leer era un vicio peligroso, aunque ahora sea —según proclama cierto eslogan— “lo que hace grande a América”. Otras campañas para la promoción de libros buscan persuadirnos de que leer es sexi (“¡Que te pillen leyendo!”), radical (“Leer te cambia la vida”), te hace estar a la (“Sé tú mism@”), atlético (“Los campeones leen”), viril y productivo (“Lee y crece”) y, por supuesto, es algo “básico y divertido”.

Esta fe en el poder curativo de la literatura es tan imposible de ignorar, y se da tan por sentada, que es difícil creer que tales supuestos hayan surgido solo en los últimos cincuenta años, tras la aparición y el desarrollo del resto de actividades de ocio que ahora compiten por nuestro tiempo y que hacen que, en comparación con ellos, la lectura parezca pintoresca y anticuada: la televisión por cable, internet, los dispositivos electrónicos, los teléfonos móviles y los videojuegos. Y aun así, tal y como han demostrado los historiadores de la alfabetización de masas, no hace tanto tiempo nuestra fe indiscriminada en el acto de leer hubiera parecido gloriosamente demente. Si bien el analfabetismo es igual de peligroso que la ignorancia sexual, en ambos casos debe abogarse por la moderación.

No son pocos los que todavía se pronuncian contra la masturbación, pero ¿quién en nuestros días tiene algo que decir contra la lectura? Al contrario, todos los meses parece haber una nueva movilización lectora, desde la campaña “Book it!” de Pizza Hut y el programa “America Reads Challenge” a la cruzada “Building a Nation of Readers” puesta en marcha por la Biblioteca del Congreso, el programa “READ*WRITE*NOW” de la Iniciativa Estadounidense para la Lectura y la Escritura, y la campaña “Placaje a la lectura” de USA Football. Hace algunos años, en un evidente intento de estimular su decreciente tasa de alfabetización, Baltimore —donde vivo— se promocionó como “La ciudad que lee”. Sospecho que el autor del eslogan, el alcalde Kurt Schmoke, tenía la intención de que funcionara como el pensamiento mágico: repitámoslo una y mil veces y puede que termine por cumplirse. Pero el hechizo no fue lo bastante poderoso y, durante el mandato de Schmoke, la tasa de alfabetización de Baltimore continuó descendiendo. Otros eslóganes más recientes son: “Abre un libro, amplía tu mente”, “Los libros son armas”, “Un hogar sin libros es como un árbol sin pájaros”, “Leer importa”, “Deja que los libros te transformen”, “Descubre la alegría de leer” e, incluso, “Las sanciones de la biblioteca son una insignia de honor”.

No me malinterpretéis: adoro Baltimore y comprendo la necesidad imperiosa de luchar contra el analfabetismo. Es lo absurdo de estos eslóganes lo que me molesta, el modo en que dan por sentado el “hecho” de que leer es, por su propia naturaleza, “bueno para ti”. Las campañas parecen insinuar que puede que no sea la manera más emocionante de ocupar tu tiempo libre, pero leer te fortalece, está lleno de nutrientes y será beneficioso a largo plazo, como las espinacas. Por supuesto, la capacidad de leer es vital para cualquiera que desee llevar una vida plenamente operativa, pero no me sorprende que el eslogan contribuyera más bien poco a resolver los problemas de alfabetización de la ciudad. Aunque la capacidad de leer pueda resultar útil, ¿es de verdad la lectura en sí siempre algo positivo? Tomando como referente a la gente que veo en el metro y en los autobuses, los billetes de lotería parecen ser la lectura preferida de los buenos ciudadanos de Baltimore, y la verdad es que no puede decirse que estén teniendo un gran efecto de mejora (a menos que les toque el premio gordo, desde luego). En cualquier caso, ¿quién dice que los lectores prolíficos son necesariamente personas con conciencia cívica? A fin de cuentas, Hitler fue un gran lector, como Unabomber.

Baltimore es solo una de entre tantas otras ciudades que se dedican a promover la literatura. Durante el verano de 2004, el New York Times serializó, al parecer con gran éxito, cuatro novelas (entre las que se incluían El gran Gatsby y Desayuno en Tiffany’s) como parte de una campaña de promoción que recibió el nombre de “Grandes lecturas de verano”. De un modo mucho menos predecible, el 17 de septiembre de 2004, el New York Post, un conocido tabloide, anunció a sus lectores una “promoción de libros” que les permitiría coleccionar una serie compuesta por catorce títulos considerados “Clásicos familiares”. “Creemos que hemos elaborado una colección que sin duda será del agrado de toda la familia”, dijo Col Allen, director del Post. La “promoción” echó a andar con un ejemplar gratuito de Huckleberry Finn, el primer libro de la serie… tras el cual había que pagar 5,99 dólares (más impuestos) para adquirir los libros restantes, el siguiente de los cuales era Moby Dick, que podía conseguirse enviando un cupón del periódico. (“A diferencia de Ahab, el Post facilitará tu cacería de la gran ballena blanca”.)

Tal y como atestiguan esta y otras campañas, es innegable que la literatura está de moda en la actualidad, promovida por programas como One-City-One-Book, grupos de lectura, encuentros literarios y slams de poesía. Con el apoyo y el impulso ofrecidos por célebres amantes de los libros como Laura Bush y Oprah Winfrey, los lectores de hoy tienen un nuevo perfil. Ahora se trata de ser una persona con conciencia cívica, afable con los niños, sensible y considerada. Ser lector, de hecho, implica desplegar tu mejor yo.

Sin embargo, si examinamos más detenidamente la promoción del New York Post, advertiremos que casi todos los “clásicos” de la serie son libros no muy largos, como es el caso de Frankenstein, Alicia en el país de las maravillas o El libro de la selva. Nadie ignora que es posible comprar todos estos libros en internet por un dólar o menos (y, en cualquier caso, ¿cuántos lectores veteranos no poseen ya ejemplares propios?).

Esto sugiere que la oferta no se dirige a quienes habitualmente compran libros, sino a aquellos que consideran que las ediciones encuadernadas añaden un toque de sofisticación al hogar, como los platos y las muñecas de porcelana que se anuncian con regularidad en el mismo periódico. O tal vez la oferta estaba dirigida a padres con hijos en edad escolar, puesto que muchos de los volúmenes parecían estar destinados, por lo menos en apariencia, a un público lector joven, como La máquina del tiempo, El maravilloso mago de Oz o Robinson Crusoe. Quizás el objetivo era conseguir que los hijos leyeran los libros que “tanto habían gustado” a sus progenitores, con el valor añadido de completar la colección con Cuento de Navidad, de Dickens, el 20 de diciembre, justo a tiempo para envolverlo como regalo para las fiestas.

En cualquier caso, tanto el Times como el Post se mostraban ansiosos por subirse al carro de la lectura, por unirse al coro de voces que desde la radio y la televisión clamaba “Salva una vida, lee un libro”, y a los carteles que empapelaban las calles y el metro para recordarnos que “Los libros te hacen mejor persona”, una afirmación que, por cierto, podría resultar difícil de corroborar. Este eslogan fue ridiculizado en un agudo artículo de Cristina Nehring titulado “Books Make You a Boring Person” (‘Los libros te convierten en una persona aburrida’), publicado en el New York Times Book Review el 27 de junio de 2004: “Considerados desde hace mucho tiempo inmunes a las críticas gracias a haber sido superados en número por aficionados al zapping, adictos a internet, forofos de los VHS y otros introvertidos de sofá, los ratones de biblioteca han desarrollado una complacencia pseudomística hacia los beneficios mentales y morales de la lectura —escribe Nehring—. Los libros mantienen a los chicos lejos de la droga. Mantienen a los miembros de las bandas callejeras lejos de la cárcel. Mantienen a los terroristas, al menos hasta donde nosotros sabemos, a raya”.

El artículo de Nehring es satírico, pero creo que se burla de una tendencia real. Todo este empeño en recrearnos sobre hasta qué punto los libros nos hacen mejores ha convertido la propia idea de la “lectura” en positiva en sí misma, junto con reciclar, meditar y reducir el consumo de carbohidratos. En otras palabras, el concepto abstracto de la “lectura”, con independencia de qué se lea, se privilegia por encima de cualquier otro complejo intercambio que se produzca realmente durante el proceso de lectura.

Llegados hasta este punto, es posible que os estéis preguntando: ¿qué tiene de malo la lectura?

Nada, por supuesto. Pero una vez que asignamos un valor intelectual al acto en sí, no solo pasamos por alto la naturaleza del propio texto, sino que convertimos en universal y unidimensional algo que en esencia es un proceso de participación privado. A fin de cuentas, leemos por muchos motivos, y no todos son obvios ni fáciles de distinguir. En efecto, leemos por placer y conocimiento, pero también por costumbre, por obligación, por necesidad, por pereza y —quizá más a menudo de lo que creemos— sin ningún motivo. Tal vez el miedo a los libros que expresaban las generaciones anteriores no fuera menos supersticioso que la fe que actualmente depositamos en ellos, la cual basa su poder en un brebaje de pensamiento mágico, narcisismo y nostalgia.

La reciente oleada de campañas de promoción de la lectura puede tener distintos orígenes, entre los que destacan: (a) la eficiente promoción de las bibliotecas, en especial las infantiles, la llevada a cabo por la Fundación Laura Bush; (b) los resultados, anunciados a bombo y platillo, de la encuesta realizada en 2002 por la Asociación Nacional de Educación (NEA, por sus siglas en inglés), que informaban de que la lectura se encuentra en Estados Unidos ante “un drástico descenso”, y (c) los temores sobre el impacto de internet. Estos tres puntos, arraigados en supuestos culturales aceptados de manera general sobre el funcionamiento de las cosas, se entrelazan para crear un relato tan “obvio” que simplemente “lo damos por hecho”, es “de sentido común”: internet es el responsable del descenso nacional de los índices de alfabetización entre los jóvenes, una cuestión a la que la Fundación Laura Bush trata de enfrentarse.

A la gente siempre le ha preocupado la capacidad de las nuevas tecnologías —ya sea la radio, la televisión o los videojuegos— para frenar la alfabetización e internet no es diferente a ellas salvo en un aspecto. Mientras que la televisión y la radio han demostrado tener una conexión real con el descenso de las tasas de alfabetización, internet, en lugar de ahogar la cultura del libro, ha contribuido en realidad a aumentar la base de lectores mediante la total democratización del mercado de los libros de segunda mano. A pesar de que a menudo se acusa a Amazon y a eBay de hacer quebrar a librerías pequeñas e independientes, lo cierto es que ha sucedido justo lo contrario, si incluimos a los que venden libros usados. Amazon y eBay permiten, a cualquiera que disponga de conexión a internet, comprar y vender libros usados por una fracción de su precio de coste, y este acceso instantáneo a lectores de todo el mundo ha salvado de la quiebra a innumerables libreros. Con tan solo unos cuantos clics podemos encargar una copia decente de casi cualquier libro impreso (y muchos de ellos ya descatalogados) y recibirla en casa, generalmente por un precio inferior a los diez dólares, y es posible publicar muchos libros, que de otra manera no estarían disponibles, a un precio mucho más económico, bajo demanda y en tiradas cortas a partir del texto almacenado en una base de datos. Aunque creo que es cierto que Amazon ha cambiado por completo el aspecto del mercado y ha dejado sin negocio a muchas tiendas físicas, algo que es obviamente negativo, también ofrece la oportunidad de vender libros que ya se han leído, de conseguir con facilidad ediciones antiguas 21 o raras que de otro modo serían casi imposibles de encontrar y permite que los libros usados circulen más que nunca. Es evidente que Amazon tiene sus defectos, pero no es el responsable de que la gente lea menos o de que la disponibilidad de libros sea menor.

La extendida y general suposición de que hay un declive de la alfabetización no resiste un examen más profundo. Lo cierto es que actualmente se están publicando en Estados Unidos más libros que en cualquier otro periodo de la historia. En 2002, por ejemplo —año en que la NEA realizó su encuesta “La lectura está en peligro” —, la producción total de nuevos títulos y ediciones rondó los 150.000. Esto significa que cada día se publicaron alrededor de 500 libros, contando fines de semana y festivos; muchísimos más de los que cualquier persona podría leer a lo largo de toda su vida. Alrededor de la mitad de estos libros son novelas, de las cuales el autor y crítico John Sutherland, en su libro How to Read a Novel: A User’s Guide (‘Cómo leer una novela’, 2006), ha calculado que se publican más de 2.000 cada semana o 100.000 al año. “Tomando como referencia una semana con cuarenta horas de lectura, cuarenta y seis semanas por año de actividad y tres horas por novela, necesitaríamos 163 vidas para leerlas todas”, concluye Sutherland. Teniendo en cuenta estas cifras, creo que la importancia de la lectura (por no hablar de la escritura) está muy sobrevalorada, y a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es a la muerte de la lectura, sino a la muerte del criterio. Es relativamente fácil adquirir el hábito de la lectura; es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio.

De hecho, la idea misma de que los libros deban procurar algún tipo de satisfacción ha suscitado una enorme preocupación entre muchos grandes pensadores, desde Montaigne en el siglo XVI a Samuel Johnson en el XVIII o a Hazlitt y Emerson en el XIX, épocas todas ellas en las que la Iglesia desaprobaba la lectura (así como la masturbación), considerada una distracción seglar. En determinadas épocas y entre los menos puritanos, la lectura, al igual que sucedía con otros placeres mundanos, se toleraba con moderación, siempre que el material de lectura tuviera una “estética moral”: es decir, siempre que su principal propósito fuera enseñar, dirigir, condenar e inspirar al lector.

En efecto, durante gran parte de nuestra historia, más que “hacer de ti una mejor persona”, la lectura se veía a priori como algo “perjudicial para ti”. Y no es difícil entender el porqué. Los primeros manuscritos no religiosos, elaborados muchos años antes de la aparición de la alfabetización general (y a menudo fruto de la labor de alquimistas y magos), debieron de resultar sospechosamente crípticos para los no lectores normales y corrientes y respetuosos de la ley, quienes debían imaginarse a aquellos practicantes de la bibliomancia sentados en silencio con sus tomos repletos de hechizos, símbolos y fórmulas, y es probable que se preguntaran a qué diantres se dedicaban para tener la necesidad de esconderse del mundo, de la gente honesta y decente que no se servía de códigos ni cifrados.

Antiguamente llegó a creerse que los libros tenían poderes ocultos, que podían embrujarte. Uno de los primeros tipos de libro fue el grimorio, un volumen mágico de hechizos considerado tan peligroso que aquel que lo leyera en voz alta (y ésta era la única clase de lectura que existía) quedaría enredado en sus palabras como una mosca en una telaraña. Para revertir el hechizo era necesario leer las palabras al revés hasta llegar al lugar donde se hubiese comenzado. Se consideraba que los libros eran depositarios de símbolos mágicos que, al ser recitados de una manera determinada, podían liberar fuerzas ocultas o emplazar a los muertos. Las creencias relativas a la palabra escrita suponen algunas de las supersticiones más comunes y antiguas, y hoy en día gozan de más actualidad que nunca, aunque parecen tener efectos opuestos. Ahora, en vez de embrujarnos o maldecirnos, envolvernos, intoxicarnos o absorbernos hasta tal extremo que nunca seríamos capaces de tener experiencias o ideas propias, los libros poseen el poder de salvar vidas, convertirnos en mejores personas y más interesantes, librarnos de la pobreza, alegrarnos, conducirnos al éxito y ofrecernos un futuro próspero.

EL PARAÍSO PERDIDO

Pensaréis entonces que los sabios han debido respaldar la lectura siempre. Pues os equivocáis. Platón excluyó a los poetas de su República ideal tras haber sido contagiado de los miedos de Sócrates, quien, en sus diálogos, afirmaba que los libros son un impedimento para el verdadero aprendizaje. Los consideraba recursos artificiales para la memoria y el conocimiento, como si fuesen pósits o apuntes sacados de “El rincón del vago” (útiles quizá para recordar cosas, pero nada que resultara útil de verdad a un auténtico sabio). Los libros, según Sócrates, solo pueden refrescar la memoria a las personas sobre cosas que ya saben; el verdadero conocimiento se adquiere a través de la experiencia, no de la letra muerta. Platón transmitió estas ideas a sus propios discípulos, al igual que hizo Teofrasto, quien señaló que los libros eran particularmente peligrosos para el sexo débil. Afirmaba que solo debía enseñarse a las mujeres lo necesario para conducir una buena administración del hogar, porque cualquier conocimiento adicional conllevaría el peligro de convertirlas en unas chismosas perezosas y peleonas,

Mikita Brottman. Foto: Blackie Books

Mikita Brottman (Sheffield, 1966) es una académica peculiar, erudita pero personalísima. Tiene un doctorado en Lengua y Literatura inglesa en Oxford y ha impartido clases en diversas universidades europeas y estadounidenses. Su principal campo de investigación es cierta pulsión patológica que rodea a la cultura contemporánea. Escribe sobre todo ello en diversos medios, tanto generalistas como alternativos, desde Los Angeles Times o The Huffington Post hasta publicaciones underground. Ha publicado libros de culto como Meat is Murder o Hollywood Hex, pero es Contra la lectura, publicado bajo el título The Solitary Vice (Counterpoint, 2008) el que fue seleccionado por Publishers Weekly como uno de los libros del año.

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