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Pedro Mellado Rodríguez

30/08/2024 - 12:04 am

Los nostálgicos y peligrosos siervos del imperio

“Ahí están y siguen siendo muchos, los nostálgicos y peligrosos siervos del imperio. Primero miraron hacia la aristocracia europea, pero las siguientes generaciones empezaron a ver hacia el norte”.

Ha sido motivo de celebración, para muchos siervos del imperio, el hecho de que el embajador de los Estados Unidos, Ken Salazar, expresara sus objeciones y pretendiera hacer correcciones al proyecto de reformas al Poder Judicial, promovido por el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, para defenestrar a una anquilosada camarilla delincuencialmente hipócrita, que tiene secuestrada la justicia en México y que la ha puesto al servicio de las minorías privilegiadas y detrimento del interés general del pueblo.

Esperarían, los súbditos del imperio, que el gobierno estadounidense metiera sus narices en una intervención más directa y agresiva en contra el gobierno de la Cuarta Transformación, que cuenta con el respaldo de 36 millones de mexicanos que el pasado domingo 2 de junio del 2024 votaron por la presidenta electa Claudia Sheinbaum Pardo y le dieron a Morena y sus aliados la Mayoría Calificada en la Cámara de Diputados y, por una diferencia de solo tres votos menos, la Mayoría Calificada en el Senado de la República, para que puedan llevar a cabo las reformas constitucionales que reviertan las perversas distorsiones que casi cuatro décadas de gobiernos neoliberales dejaron en nuestra Carta Magna, para apropiarse de los bienes de la Nación en perjuicio de la mayoría de los mexicanos.

Aplauden, como seguramente aplaudieron sus ancestros, las políticas depredadoras del expansionismo estadounidense que en la guerra de 1846-1848 despojó a la joven Nación Mexicana del 55 por ciento de su territorio, incluyendo los estados actuales de Texas, California, Nevada, Utah y Nuevo México; la mayor parte de Arizona y Colorado, y porciones importantes de los actuales estados de Oklahoma, Kansas, y Wyoming. Ese robo fue legalizado por los invasores a punta de bayonetas y estruendo de cañones, en el Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848 en las inmediaciones de la Ciudad de México, que puso fin a una injusta, abusiva e intervencionista guerra.

Con la derrota del Ejército Mexicano y la caída de la Ciudad de México en septiembre de 1847, el gobierno estadounidense obligó a nuestro país a reconocer al Río Grande, llamado actualmente Río Bravo, como la frontera sur del territorio robado y anexado. Para mayor agravio y disfrazar el robo, en el Tratado se establece que el gobierno de los Estados Unidos se comprometió a pagar al gobierno de México 15 millones de pesos, en moneda de plata u oro del cuño mexicano, “en consideración de la extensión adquirida por las fronteras de Estados Unidos”.

Impulsados por el odio de los perdedores, empresarios, políticos, intelectuales, académicos, medios de comunicación, comunicadores, presuntos periodistas y una fracción minoritaria y elitista de la sociedad, de clara filiación derechista, no ocultan sus simpatías y sus fervientes deseos de que el imperialismo estadounidense le imponga reglas a un gobierno mexicano que, presumen y temen,  podría llevar al país al profundo precipicio del comunismo.

No se resignan a aceptar que la mayoría del pueblo votó y apostó por el establecimiento de un nuevo régimen, orientado, esencialmente, a la atención y el cuidado de los pobres. Y que las dos cámaras del Congreso de la Unión harán realidad el principio constitucional de que la soberanía de la Nación Mexicana reside esencial y originariamente en el pueblo, y que el pueblo tiene, el indeclinable derecho de modificar, en todo tiempo, la forma de su gobierno.

Esa amalgama de perfiles ha estado siempre presente en la historia de México, durante los tres siglos de la colonia, desde “El Siglo de la Integración”, desde que fuera concebida la brutal división y separación, entre la “República de los Indios” y “La República de los Españoles”, a las que se refieren los historiadores Andrés Lira y Luis Muro, en un capítulo de la Historia General de México, editada por el Colegio de México en el año 2000.

Las nuevas élites son las herederas, de sangre y de ideología, de quienes celebraron la captura y ejecución del cura Miguel Hidalgo y Costilla, y del capitán insurgente Ignacio Allende, el 30 de julio de 1811, y que sus cabezas, encerradas en jaulas, fueran exhibidas en las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, justo el mismo lugar en donde el Padre de la Patria había obtenido, en nombre del pueblo y con el pueblo, su primera victoria en los inicios de la Guerra de Independencia.

Las nuevas cofradías de privilegiados, que por ahora se encuentran muy frustrados y enojados, son las mismas que al grito de “religión y fueros” se levantaron en armas en diversas regiones del país para tratar de impedir la vigencia y la aplicación de la Constitución Política de 1857, que establecía los principios que derivarían después, con las leyes de Reforma, en la separación de los asuntos de Dios, representados por la Iglesia Católica y sus muy conservadores partidarios, y los asuntos que desde entonces son potestad del Estado laico.

Son los que sueñan con la firme intervención del gobierno estadounidense en México, para poner orden a los despropósitos del gobierno de la Cuarta Transformación y sus reformas, son los herederos, en cuerpo y alma, de los conservadores que desde 1856 empezaron a negociar con Napoleón III, emperador de Francia, la instauración de un imperio en México, destinado para el príncipe austriaco Maximiliano de Habsburgo, quien el 10 de abril de 1864 fue proclamado emperador de nuestro país, en su castillo de Miramar, en la costa adyacente a Trieste, Italia.

Seguramente, algunos de los antepasados de los actuales conservadores que rechazan la democracia donde el pueblo se empodera y manda, participaron o aplaudieron la conjura de esa oligarquía que en 1913 apoyó la rebelión de Bernardo Reyes y Felix Díaz, quienes el 17 de febrero apresaron al Presidente constitucional Francisco I. Madero, el “Apóstol de la Democracia”, y al Vicepresidente José María Pino Suárez, quienes con la complacencia y complicidad del Embajador estadounidense Henry Lane Wilson, fueron asesinados en la noche del 22 al 23 de febrero, por órdenes del chacal Victoriano Huerta, que con el aval del Gobierno de Estados Unidos usurpó el poder.

Son muchos de ellos herederos de una distorsionada y empobrecida ideología del Partido Acción Nacional, que surgió en 1939, como reacción opositora, con el respaldo de la iglesia católica y de las élites de potentados, para oponerse al proyecto del Presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940), orientado a beneficiar a los pobres y a los desvalidos de las ciudades y el campo, que nacionalizó la industria petrolera y pugnaba por un Estado que defendiera los intereses de la mayoría del pueblo sobre los apetitos y desmesuras de las élites privilegiadas.

Ahí están y siguen siendo muchos, los nostálgicos y peligrosos siervos del imperio. Primero miraron hacia la aristocracia europea, pero las siguientes generaciones empezaron a ver hacia el norte, con la esperanza de que algún día, nuestro país se convierta en una colonia, protectorado o estado asociado de los Estados Unidos, la nación más depredadora de los últimos dos siglos.

Pedro Mellado Rodríguez
Periodista que durante más de cuatro décadas ha sido un acucioso y crítico observador de la vida pública en el país. Ha cubierto todas las fuentes informativas y ha desempeñado todas las responsabilidades posibles en medios de comunicación. Ha trabajado en prensa, radio, televisión y medios digitales. Su columna Puntos y Contrapuntos se ha publicado desde hace casi cuatro décadas, en periódicos como El Occidental, Siglo 21 y Mural, en Guadalajara, Jalisco. Tiene estudios de derecho por la Universidad de Guadalajara y durante una década fue profesor de periodismo en el ITESO, la Universidad jesuita de Guadalajara.

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