Julieta Cardona
20/09/2014 - 12:00 am
Yo también grité el 15 de septiembre
Era 15 de septiembre y estaba sola. En mi familia, regularmente se sigue la tradición y damos el Grito cuando los campanazos y todo eso. Mi padre es un fanático de aprovechar cualquier pretexto para celebrar que estamos juntos y, aunque religiosamente es un crítico del sistema político, se une a las tradiciones porque él […]
Era 15 de septiembre y estaba sola. En mi familia, regularmente se sigue la tradición y damos el Grito cuando los campanazos y todo eso. Mi padre es un fanático de aprovechar cualquier pretexto para celebrar que estamos juntos y, aunque religiosamente es un crítico del sistema político, se une a las tradiciones porque él es así: curiosamente divino que, aunque no hace poca cosa la idea de ponerse la camiseta de «no hay nada qué celebrar en este país de mierda y menos en este sexenio», prefiere, repito: aprovechar que estamos juntos. En la reunión se hace carne asada y se bebe cerveza; bueno, también puede ser pozole y tequila. El caso es que, este año, mi padre se fue de viaje con la familia, mis amigos se fueron de puente a Valle de Bravo (a gritar, ya cuando estuvieran muy borrachos: ¡Viva México y viva su puta madre y qué mierda que algo viva si todo sube excepto el sueldo!”… ya los conozco), y yo me quedé en casa por trabajo.
Me fui a jugar mi suerte al Yak, esa casa de apuestas en donde no termino de aprender ni de perder. Se supone que recientemente me reconcilié con el football americano después del Supertazón y, como ya es temporada de la NFL, no había vuelto a ese maldito Yak después de que perdí mi dignidad –en ese momento valorada en pesos– por apostarle a Denver. Pero una mujer como yo no aprende a la primera ni a la segunda ni a la tercera; a mí las cosas tienen que atravesarme el alma; a mí, para aprender apenas tantito, la vida tiene que darme una cachetada, un revés, un beso apasionado debajo de la lluvia. Soy como ese capítulo de Los Simpsons en el que Homero se electrocuta 15 veces por seguir el mismo camino para conseguir una rosquilla.
La cosa es que no me gustaba ningún equipo que jugaba ese día, pero decidí apostarle al que dictara mi corazón. Me quedé horas en el mentado Yak bebiendo ron Solera como si fuera una señora que recién cumplió 56 y se me pasó el Grito y todas esas cosas (que qué bueno, porque después me enteré –y cercioré– de que había sido el Grito de Independencia más triste del mundo). Y, bueno, mi corazón que todavía no aprende y es incluso peor que yo, apostó al perdedor. Pinche vieja desafortunada en el juego y en el amor.
Yo creo que ya llevaba unas buenas cubas encima cuando me encontré con un muchacho bastante apuesto que comenzó a hacerme la plática. Como yo no tenía mucho qué hacer, me dejé.
Conversamos largo rato sin saber nuestros nombres (porque a mí eso de la formalidad no me gusta); resulta que él venía de Granada, España, que no se quedaría acá mucho tiempo, que su corazón también era mal negociador y que me hacía segunda porque estaba pasado de copas.
Maldita memoria colectiva y, sobre todo, el Solera: «pues verás que la fiesta patriótica de hoy es porque estábamos hartos de tu autoridad virreinal y el non casto curita Hidalgo dijo “quítense que ahí les voy”, armó un buen desmadrito y luego lo fusilaron». Pobre granadí que no hallaba cómo callarme la boca hasta que me agarró a besos.
Enseguida, seguí haciéndome la interesante, entonces, le platiqué que estaba leyendo el Manual de Carreño, que si los hombres pasaban a las mujeres del otro lado de la acera cuando caminaban, como protegiéndolas, era por una vieja costumbre que comenzó cuando no había drenaje en las ciudades y las personas se asomaban por los balcones a tirar su mierda; que todo se había desvirtuado y que si la mujer camina por donde los autos pueden rozarla, hasta se dice, e incluso se cree, que su hombre está vendiéndola. «Pero hombre, yo contigo puedo caminar en cualquier lado de la banqueta, que venderme será cosa mía, jajajá». (Bibiana Faulkner, 15 de septiembre de 2014, atormentando al pobre granadí).
La mitad era mentira: no estaba leyendo el Manual de Carreño y eso que le platiqué fueron cosas que yo sabía que hasta ahora no sé dónde las leí o en cuál plática pseudointelectual se me pegaron.
Qué se yo, hay hombres a los que les gusta que una los entretenga hasta que te llevan a la cama. Era mi caso. Y es que cuando una está borracha, se le suelta la lengua y al día siguiente hace todo por olvidar la brutalidad de todo lo que dijo (e hizo).
Fin de la historia y vaya manera mía de celebrar: con el granadí y mis propios gritos de independencia al filo de su cama, pues, colombina.
Perdónenme, padres, por esta vida loca.
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