LECTURAS | ¿Por qué están tan juntos el amor y la muerte? Aceptación del Premio Nobel 2015: Svetlana Alexiévich

31/12/2016 - 12:04 am

El nuevo libro de Svetlana Alexiévich, ganadora del Premio Nobel 2015 por su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo, es el texto inédito Últimos testigos, que recoge el recuerdo de los niños que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. El libro incluye su célebre discurso que ahora transcribimos.

Ciudad de México, 31 de diciembre (SinEmbargo).-La Premio Nobel 2015, Svetlana Alexiévich, un monumento al sufrimiento y al coraje en nuestro tiempo, según declaró la Academia Sueca, recopila varios textos inéditos en su nuevo libro Últimos testigos, que recoge el recuerdo de los niños que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial, que dejó casi trece millones de niños muertos y, en 1945, sólo en Bielorrusia, vivían en los orfanatos unos veintisiete mil huérfanos, resultado de la devastación producida por la guerra en la población de ese país.

A finales de los años ochenta Alexiévich entrevistó a aquellos huérfanos y compuso con sus testimonios un emocionante relato de una de las mayores tragedias de la historia.

El libro también recoge el discurso con que Svetlana recogió el Premio Nobel y que ahora transcribimos con la autorización de Debate y Penguin Random House.

Últimos testigos, el nuevo libro de Svetlana Alexiévich. Foto: Especial
Últimos testigos, el nuevo libro de Svetlana Alexiévich. Foto: Especial

 

SOBRE LA BATALLA PERDIDA

En esta tribuna no estoy sola… Me rodean las voces, centenares de voces, que siempre me han acompañado. Desde los tiempos de mi infancia. De pequeña yo vivía en una aldea. A los niños nos encantaba jugar en la calle, pero al atardecer, como atraídos por un imán, nos apiñábamos alrededor de los bancos que había junto a las casas, donde se reunían las mujeres, agotadas después de la jornada de trabajo. Ninguna tenía marido, padre o hermano, tras la guerra no recuerdo que hubiera hombres en nuestra aldea: durante la Segunda Guerra Mundial uno de cada cuatro bielorrusos perdió la vida, o bien luchando en el frente o bien en las guerrillas de partisanos.

Nuestro mundo infantil era un mundo de mujeres. Por encima de todo, lo que más se grabó en mi memoria es que las mujeres no hablaban de la muerte sino del amor. Contaban cómo se habían despedido de sus amados, cómo los habían esperado y cómo todavía los seguían esperando. Habían transcurrido años, pero ellas los seguían esperando: «Que vuelva sin brazos, sin piernas, no importa, yo lo llevaré en brazos». Sin brazos… sin piernas…

Creo que desde muy pequeña supe lo que es el amor… Aquí os dejo algunas de las tristes melodías del coro que oigo… Primera voz: «¿Para qué quieres saberlo? Es tan triste… Conocí al que sería mi marido en la guerra. Yo era tanquista. Llegué hasta Berlín. Recuerdo que estábamos los dos al lado del Reichstag (entonces él todavía no era mi marido) y me dijo: “Casémonos. Te quiero”. Yo me enfadé muchísimo: nos habíamos pasado la guerra cubiertos de lodo, de polvo, de sangre, oyendo blasfemias a todas horas. Le contesté: “Primero haz que me sienta una mujer: regálame flores, cortéjame, dime palabras bonitas. Cuando me licencie, yo misma me haré un vestido”. Por poco le pego de lo enojada que me sentí. Lo entendió. Él había sufrido quemaduras graves en una de las mejillas, la tenía toda arrugada, vi como las lágrimas empezaban a chorrear por esas cicatrices… “De acuerdo, me casaré contigo.” Se lo dije… no me creía lo que acababa de decir… Allí mismo, entre el hollín y los ladrillos quemados, rodeados de guerra por todas partes…»

Segunda voz: «Vivíamos cerca de la central nuclear de Chernóbil. Yo trabajaba de pastelera, hacía bollos. Mi marido era bombero. No hacía mucho que nos habíamos casado, aún íbamos siempre cogidos de la mano, hasta cuando íbamos a la compra. El día en que explotó el reactor mi marido estaba de guardia. Se fueron para allá tal como estaban, en mangas de camisa. Era una explosión en la central nuclear, pero a ellos no les facilitaron ningún traje especial… Así era nuestra vida… usted lo sabe… Se pasaron toda la noche luchando contra el incendio, recibiendo dosis de radiación incompatibles con la vida. Por la mañana los subieron a un avión y los trasladaron a Moscú. Síndrome de irradiación aguda… no les quedaban más que unas pocas semanas de vida… El mío era fuerte, hacía deporte, fue el último en morir. Cuando fui me dijeron que estaba en una sala especial, no dejaban entrar a nadie. “Le quiero”, rogaba yo. “Los soldados se están ocupando de todos los cuidados. ¿Adónde se cree que va?” “Es que le quiero.” Me trataban de convencer: “Ese hombre ya no es el hombre al que usted amaba, ahora es un objeto que debe ser desactivado. ¿Lo entiende?”. Pero yo me repetía: “Le quiero, le quiero…”. De noche subía a verlo por la escalera de incendios… O bien les suplicaba a los de seguridad que me dejaran pasar, les pagaba para que me dejasen entrar… No le abandoné, estuve junto a él hasta el final. Después de su muerte… pasados unos meses di a luz a una niña, solo sobrevivió unos días. Ella… la habíamos esperado tanto tiempo y yo la maté… Ella me salvó, ella fue la que recibió todo el impacto de las radiaciones. Era tan pequeñita… Una bolita… Pero yo los quería a los dos…

¿Cómo se puede matar con el amor? ¿Por qué están tan juntos el amor y la muerte?… Tan juntos… ¿Alguien me lo puede explicar? En sus tumbas me arrastro de rodillas…»

Tercera voz: «La primera vez que maté a un alemán… tenía diez años, los partisanos ya me llevaban con ellos en las misiones. Aquel alemán estaba en el suelo, herido… Me dijeron que le quitase la pistola. Empecé a correr hacia él, entonces el alemán agarró su pistola con las dos manos y me apuntó a la cara. No le dio tiempo de disparar el primero, a mí sí… »No me dio miedo matar a alguien… Mientras duró la guerra no volví a acordarme de él. Alrededor no faltaban los muertos, vivíamos rodeados de muerte. Me sorprendí cuando muchos años más tarde de pronto soñé con aquel alemán. Fue algo inesperado… El sueño volvía una y otra vez… En ocasiones yo volaba y él me retenía. Yo me levanto en el aire… Vuelo… vuelo… Pero él me agarra y yo caigo junto con él. Caigo en un hoyo. Otras veces intento levantarme… ponerme de pie… Y él no me deja… Por su culpa, yo no puedo volar… »Ese mismo sueño… me persiguió durante varios años… »No podía confesárselo a mi hijo. Era un niño pequeño, no podía hablarle de ese sueño, le leía cuentos infantiles. Mi hijo se ha hecho mayor; sin embargo, sigo sin ser capaz de contárselo…»

Flaubert se definía a sí mismo como una pluma humana, yo puedo decir de mí que soy un oído humano. Cuando voy andando por la calle y me alcanzan palabras, frases, exclamaciones, siempre pienso: «Pero ¡cuántas novelas desaparecen en el tiempo sin dejar huella!». Desaparecen en la oscuridad. Existe una vertiente de la vida humana, la vertiente oral, que los literatos no logramos conquistar. Todavía no hemos aprendido a apreciarla, a asombrarnos ante ella, a admirarla. A mí me ha embrujado y me tiene cautivada. Adoro cómo habla el ser humano… Adoro la solitaria voz humana. Es mi gran amor y mi pasión. Mi recorrido hacia esta tribuna ha sido largo, han sido casi cuarenta años yendo de una persona a otra, de una voz a otra. No puedo decir que siempre me haya sentido lo bastante fuerte como para continuar: en muchas ocasiones, el ser humano me trastornaba y me atemorizaba. He experimentado entusiasmo y abominación. A veces he deseado olvidar todo lo que había oído y regresar a los tiempos en los que aún vivía en la ignorancia. También, más de una vez, he sentido ganas de llorar al ver lo hermoso del ser humano. Yo he vivido en un país donde nos enseñaban a morir desde que éramos niños. Nos instruían en la muerte. Nos explicaban que el ser humano vive para entregar su vida, para arder, para sacrificarse. Nos enseñaban a amar al hombre que lleva un arma en las manos.

Si hubiera crecido en otro país, no habría sido capaz de culminar este camino. El mal es implacable, hay que estar vacunado contra él. Pero nosotros crecimos entre verdugos y víctimas. Aunque nuestros padres vivían abatidos por el miedo y no nos lo explicaban todo —de hecho, no nos contaban nada—, el aire mismo que respirábamos estaba envenenado. El mal nos acechaba a todas horas. He escrito cinco libros, pero tengo la sensación de que es un único libro. Un libro sobre una utopía… Varlam Shalámov escribía: «Fui uno de los participantes en la gigantesca batalla perdida por la renovación real de la humanidad». Yo reconstruyo la historia de esa batalla, de sus victorias y de sus fracasos. De cómo querían construir el Reino de los Cielos en la tierra. ¡El paraíso! ¡La Ciudad del Sol! Pero todo terminó en un mar de sangre, en millones de vidas humanas arruinadas.

Sin embargo, hubo un tiempo en que ninguna idea política del siglo XX estuvo a la altura del comunismo (y de su símbolo, la Revolución de Octubre), ninguna era tan atractiva para los intelectuales occidentales y para la gente de todo el mundo. Raymond Aron decía que la revolución rusa era «el opio de los intelectuales». La idea del comunismo cuenta por lo menos con unos dos mil años. La encontramos en las obras de Platón, en su doctrina del estado ideal; en las de Aristófanes, en sus sueños acerca de un tiempo en que «todo será de todos»… En los escritos de Thomas More y de Tommaso Campanella… Más tarde, en los de Saint Simon, Fourier, Owen. Hay algo en el espíritu ruso que los empujó a intentar hacer realidad estos sueños.

Hace veinte años, entre maldiciones y lágrimas, nos despedimos del «imperio rojo». Ahora ya podemos observar la historia reciente con calma, como una experiencia histórica. Es importante, puesto que las discusiones sobre el socialismo todavía no han cesado. Ha crecido una nueva generación y aun así no son pocos los jóvenes que vuelven a leer a Marx y a Lenin. En las ciudades rusas se inauguran museos de Stalin y se le homenajea con monumentos. El «imperio rojo» ha desaparecido, pero el «hombre rojo» se ha quedado. Continúa existiendo. Mi padre, que murió hace poco, fue hasta el final un comunista devoto. Guardaba su carnet del partido. Yo no puedo tachar a nadie de Homo sovieticus, porque entonces tendría que usar esa fórmula despectiva con mi padre, con toda la gente que conozco y que me es próxima. Con mis amigos. Todos ellos vienen de allí, de la época socialista. Entre ellos no faltan los idealistas. Los románticos. Hoy les han asignado otro nombre: los románticos de la servidumbre. Los esclavos de la utopía. Creo que todos ellos hubiesen podido vivir una vida distinta, pero vivieron la vida soviética. ¿Por qué? Pasé mucho tiempo buscando la respuesta: recorrí ese enorme país que no hace mucho se llamaba Unión Soviética, grabé miles de cintas. A partir de migajas, de granos diminutos, he ido recopilando la historia del socialismo «doméstico», del socialismo «interior». Su existencia en el alma humana. Me sentía atraída por ese espacio reducido: el hombre… un hombre.

En realidad, es ahí donde todo ocurre. Después de la guerra, Theodor Adorno se quedó trastornado: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie». Mi maestro, Alés Adamóvich —hoy pronuncio su nombre con gratitud— también consideraba que escribir ficción sobre los horrores del siglo XX es un sacrilegio. No se puede inventar. Hay que exponer la verdad tal como es. Es necesaria una «superliteratura». Es el testigo quien debe hablar. También cabe recordar a Nietzsche y sus palabras: «Ningún artista tolera la realidad. No puede cargar con ella». Desde siempre me ha atormentado el hecho de que la verdad no cabe en un único corazón, en una mente. Es demasiado fragmentada, abundante, diferente, está repartida por todo el mundo. Dostoievski opinaba que la humanidad sabe más sobre ella misma, muchísimo más, de lo que ha tenido tiempo de registrar en la literatura. ¿Qué es lo que hago yo? Yo recopilo la cotidianidad de los sentimientos, de los pensamientos, de las palabras. Recolecto la vida de mi tiempo. Me interesa la historia del alma. La cotidianidad del alma.

Aquello que la gran Historia suele obviar, aquello de lo que prescinde su visión altiva. Yo me dedico a la historia omitida. He escuchado muchas veces y sigo escuchando ahora que eso no es literatura, sino documento. Pero ¿qué es la literatura hoy en día? ¿Quién responderá esta pregunta? Nuestra vida es ahora más rápida que la de antes. El contenido rompe la forma. La destruye y la modifica. Todo se desborda: la música, la pintura… incluso las palabras en los documentos trascienden los límites del documento. No hay frontera entre el hecho y la ficción, uno salpica al otro. Tampoco un testigo es imparcial. Cuando una persona narra, lucha contra el tiempo igual que un escultor lucha contra el mármol. Es a la vez el actor y el creador (el artista). A mí me interesa el hombre pequeño. El gran hombre pequeño, diría yo, porque sus sufrimientos le hacen más grande. En mis libros él mismo cuenta su pequeña historia, y junto con esa historia cuenta la gran Historia. Todavía no somos capaces de interpretar lo que nos ha ocurrido, lo que nos está ocurriendo, solo necesitamos pronunciarlo. Así se empieza, primero tenemos que pronunciarlo. Nuestro pasado nos asusta hasta que somos capaces de asumirlo.

En Los demonios, de Dostoievski, en los preámbulos de una conversación, Shátov le dice a Stavroguin: «Somos dos seres que se han juntado en la infinidad… por última vez. ¡Deje ese tono y hable como un humano! Solo por una vez, hable con la voz de un ser humano». De un modo parecido comienzan las conversaciones con mis personajes. ¡Por supuesto, una persona habla desde su tiempo, no puede hablar desde la nada! Pero abrirse camino hacia el alma humana es difícil, las supersticiones de nuestro siglo, sus manías y mentiras, empuercan el alma. Eso hacen la televisión y los periódicos. Me gustaría acudir a las páginas de mi diario para mostrar cómo iba avanzando el tiempo… cómo moría la idea… cómo yo seguía su rastro… 1980-1985 Estoy escribiendo un libro sobre la guerra. ¿Por qué sobre la guerra? Porque somos la gente de la guerra: o combatimos o nos preparamos para combatir. Bien mirado, todo lo enfocamos desde un punto de vista militar. Sea en casa, sea en la calle. Por eso aquí la vida humana se valora tan poco. Todo es como en la guerra. Al principio tenía mis dudas. Otro libro sobre la guerra… ¿Para qué? En uno de mis viajes como periodista conocí a una mujer que había sido auxiliar sanitaria durante la guerra. Me contó que era invierno, estaban atravesando a pie el lago Ládoga. El enemigo observó movimiento y abrió fuego. Los caballos, las personas, iban desapareciendo bajo la capa de hielo. Era de noche, a ella le pareció encontrar a un herido, lo agarró y lo arrastró hacia la orilla. «Estaba mojado, desnudo, pensé que la explosión le habría arrancado la ropa —me contaba—. Al llegar a la orilla descubrí que lo que había estado arrastrando era un pez enorme, un esturión herido. Y escupí todas las palabrotas que sabía; vale, la gente sufría… pero los animales, los pájaros, los peces, ¿qué habían hecho ellos para sufrir así?»

En otro viaje escuché la historia de una instructora sanitaria de un escuadrón de caballería. En mitad de un combate cogió a un alemán herido y lo llevó a resguardarse a un cráter que había dejado una explosión, pero no se dio cuenta de que era alemán hasta que ya estaban dentro. Tenía una herida en la pierna, se desangraba. ¿Qué hacer? ¡Era el enemigo! ¡Los chicos, sus compañeros, estaban muriendo en el campo de batalla! Sin embargo, vendó al alemán y salió a buscar más heridos. Trajo a un soldado ruso que había quedado inconsciente. Cuando volvió en sí quiso matar al alemán; el otro, a su vez, al despertar, quiso agarrar la metralleta para matar al ruso… «Me puse a repartirles bofetadas a uno y a otro —recordaba ella—. Los tres estábamos cubiertos de sangre. Las sangres se entremezclaban.»

Esa era una guerra que yo desconocía. La guerra de las mujeres. No de los héroes. No era esa guerra en la que unos mataban heroicamente a los otros. Se me quedó grabado en la memoria el lamento de una mujer: «Después del combate recorres el campo de batalla. Los chicos yacen allí… tan jóvenes, tan hermosos. Tumbados bocarriba, mirando al cielo. Sientes pena por unos y por otros». Ese «por unos y por otros» fue lo que me sugirió el tema de mi libro: que la guerra no es otra cosa que un asesinato. Así es como quedó registrado en la memoria de las mujeres. Hace un instante esa persona se reía, fumaba… y ahora ya no está. Por encima de todo, las mujeres hablan de la desaparición, de lo rápido que cualquier cosa en la guerra se convierte en nada. Tanto el hombre como el tiempo humano. Sí, ellas mismas fueron las que con diecisiete o dieciocho años pidieron que las enviasen al frente, pero ellas no querían matar. Aunque estaban dispuestas a entregar sus vidas. A morir por la Patria. Las cosas como son: por Stalin también.

El libro tardó dos años en publicarse, no se publicó hasta la llegada de la Perestroika. Hasta los tiempos de Gorbachov. «Después de este libro nadie querrá volver a combatir —me sermoneaba el censor—. Su guerra asusta. ¿Por qué no hay héroes?» Pero yo no buscaba héroes. Yo escribía la historia a través de sus testigos y participantes, en los que nadie se había fijado antes. A través de aquellos a los que nadie había preguntado nunca nada. No sabemos lo que piensa la gente, la gente de a pie, de las grandes ideas. Justo después de la guerra me contarían una guerra; unas décadas más tarde, es otra guerra distinta. Está claro que algo cambia en el ser humano cuando archiva toda su vida en los recuerdos. Toda su personalidad. Lo que vivió en esos años, lo que leyó, lo que vio y la gente que conoció. Las cosas en las que creía. Si era feliz o no. Los documentos son seres vivos, cambian junto con nosotros… Sin embargo, estoy completamente convencida de que las chicas de la guerra de 1941 son únicas. Fue la época más sublime de la idea «roja», más sublime incluso que los años de la revolución y de Lenin. Incluso hoy, su Victoria sigue destacando por encima del Gulag. Adoro infinitamente a estas muchachas. Aun así, con ellas no se podía hablar de Stalin, de cómo, una vez acabada la guerra, salían trenes para Siberia que transportaban a los vencedores, a los que eran un poco más osados. Los demás regresaron y guardaron silencio. En una ocasión oí: «Solo fuimos libres en la guerra. Cuando estábamos en primera línea del frente».

Nuestro principal capital es el sufrimiento. Ni el petróleo, ni el gas, sino el sufrimiento. Es lo único que explotamos constantemente. No paro de buscar la respuesta a eso: «¿Por qué nuestro sufrimiento no se convierte en libertad? ¿De veras es inútil?». Chaadáev tenía razón: «Rusia es un país sin memoria, es el espacio de la amnesia total, la conciencia virgen para la crítica y la reflexión». Y eso que tenemos grandes libros amontonados bajo nuestros pies…

1989 Estoy en Kabul. No quería escribir más sobre la guerra. Y, fíjate, ahora estoy en una guerra real. Según el periódico Pravda, «estamos ayudando al pueblo hermano de Afganistán a construir el socialismo». Por todas partes me encuentro con gente de la guerra, con objetos de la guerra. Es el tiempo de la guerra. Ayer no me llevaron al combate: «Quédese en el hotel, señorita. Solo nos faltaba tener que responder luego por usted». Estoy en el hotel y reflexiono: «Hay algo inmoral en observar la valentía y los riesgos que corren los demás». Hace ya dos semanas que llegué y sigo sin poder deshacerme de la sensación de que la guerra es un fruto de la naturaleza masculina que yo no logro comprender. Pero la cotidianidad de la guerra es grandiosa. He descubierto que las armas son hermosas: las ametralladoras, las minas, los tanques. El ser humano ha invertido mucho ingenio en inventar las mejores formas de matar a otros seres humanos. La eterna disputa entre la verdad y la belleza. Me han enseñado una nueva mina italiana, mi reacción ha sido muy «femenina»: «Qué bonita. ¿Por qué es bonita?». Me han explicado con todo detalle, al estilo militar, que si un vehículo pasa encima de ella o una persona la pisa de una determinada forma… con determinado ángulo… quedará todo reducido a medio cubo de carne.

Aquí la gente habla de cosas anormales como si fueran normales, como si se dieran por sentadas. Bueno, ya se sabe, es la guerra… Nadie se lleva las manos a la cabeza, por ejemplo, al ver a un hombre tendido en el suelo que no ha caído víctima de causas naturales, ni del destino, sino de otro hombre. Presencié como cargaban el «tulipán negro» (el avión que transporta a casa en ataúdes de zinc a los caídos en combate). A menudo visten a los muertos con uniformes antiguos, de los años cuarenta, con el pantalón de montar. En ocasiones estos uniformes ni siquiera son suficientes para todos. Los soldados hablaban entre sí: «Hoy han llegado nuevos muertos al frigorífico. Huelen como la carne de jabalí cuando ya está rancia». Voy a escribir sobre esto. Me temo que en casa no me creerán. Nuestros periódicos solo describen las arboladas de la amistad que plantan los soldados soviéticos. Converso con los muchachos, muchos han venido voluntariamente. Han solicitado que los enviasen aquí. Me he dado cuenta de que en su mayoría provienen de familias cultas, son hijos de maestros, de médicos, de bibliotecarios… en resumen, de gente que lee. Habían soñado sinceramente con ayudar al pueblo afgano a construir el socialismo. Ahora solo les queda reírse de sí mismos. Me enseñaron un lugar en el aeropuerto donde cientos de ataúdes de zinc brillaban misteriosamente bajo el sol. El oficial que me acompañaba no supo contenerse: «Tal vez uno de esos sea mi ataúd… Me meterán dentro… ¿Por qué lucho aquí?». Él mismo se asustó de sus palabras: «No escriba eso».

De noche soñaba con los muertos, en todos los rostros se leía sorpresa: «¿Es que estoy muerto? ¿De verdad me han matado?». Acompañé a un grupo de enfermeras a un hospital para civiles afganos, fuimos a repartir regalos para los niños. Juguetes, dulces, galletas. A mí me tocaron cinco ositos de peluche. El hospital era un barracón largo, la única ropa de cama que había eran mantas. Una joven afgana con un niño en brazos se me acercó, quiso decirme algo, después de diez años todos habían aprendido a chapurrear algo de ruso; le di un osito a su niño, lo cogió con los dientes. «¿Por qué lo coge con los dientes?», pregunté sorprendida. La mujer apartó la manta del pequeño cuerpecito, el niño no tenía brazos. «Fueron tus rusos los que nos bombardearon.» Me tuvieron que sostener; estaba a punto de desvanecerme… Vi como nuestros cohetes Grad convertían una aldea en un campo arado. Visité un cementerio afgano tan grande como una aldea. En algún lugar en mitad del cementerio había una anciana afgana gritando. Recordé el aullido de una madre en un pueblo cerca de Minsk cuando le llevaron el ataúd de zinc a casa. Aquel grito no era humano, tampoco animal… Se parecía a lo que escuché en aquel cementerio de Kabul…

Confieso que no me hice libre de golpe. Era sincera con mis personajes, ellos confiaban en mí. Cada uno de nosotros recorrió su propio camino hacia la libertad. Antes de Afganistán yo creía en un socialismo con rostro humano. De allí regresé libre de cualquier ilusión. «Perdóname, padre —dije al volver—. Tú me educaste en la fe hacia los ideales comunistas, pero ver una sola vez a esos jóvenes que hasta hace poco eran estudiantes soviéticos, los mismos a los que tú y mamá habéis enseñado —mis padres eran maestros de una escuela de pueblo—, matando a gente que no conocen en una tierra ajena, es suficiente para convertir en ceniza todas tus palabras. Somos unos asesinos, papá, ¿lo entiendes?» Mi padre lloró. Muchas personas volvían libres de Afganistán. Pero también hay otros ejemplos. En Afganistán, un muchacho me dijo gritando: «Tú eres mujer, ¿qué vas a entender tú sobre la guerra? ¿Acaso en la guerra la gente muere igual que en las películas o en los libros? Allí la muerte es bonita, pero ayer mataron a un amigo mío de un balazo en la cabeza, y después de eso siguió corriendo diez metros más, tratando de alcanzar sus propios sesos…». Siete años después, ese mismo joven es un exitoso hombre de negocios a quien le encanta contar historias sobre Afganistán. Me llamó: «¿De qué sirven sus libros? Son demasiado terribles». Ahora es una persona diferente, ya no es aquel chico al que yo conocí en medio de la muerte, que no quería morir con veinte años…

Me pregunté qué tipo de libro sobre la guerra quería escribir. Me gustaría escribir un libro sobre un hombre que no disparara, un hombre incapaz de disparar a otro ser humano, un hombre a quien el mero pensamiento de la guerra causara dolor. ¿Dónde está ese hombre? No lo he encontrado. 1990-1997 La literatura rusa es interesante porque es la única que puede contar la historia de un experimento llevado a cabo en un país enorme. A menudo me preguntan: «¿Por qué siempre escribe sobre lo trágico?». Porque así es como vivimos nosotros. Vivimos en diferentes países, pero el hombre «rojo» está en todas partes. Procede de la misma vida y tiene los mismos recuerdos.

Me resistí a escribir sobre Chernóbil durante mucho tiempo. No sabía cómo abordarlo, qué instrumentos utilizar, por dónde empezar… El mundo nunca había oído casi nada acerca de mi pequeño país, escondido en un rincón de Europa, pero ahora su nombre estaba en boca de todos, sonaba en todos los idiomas; nosotros, los bielorrusos, nos habíamos convertido en el pueblo de Chernóbil. Fuimos los primeros en enfrentarnos a lo desconocido. No cabía duda: además de los desafíos comunistas, étnicos y religiosos (estos últimos, recientes), en el futuro nos aguardarían otros nuevos, ocultos hasta ahora, pero seguramente más salvajes y globales. Algo se dejó ver después de Chernóbil…

Recuerdo a un taxista, un hombre de cierta edad, echando pestes cuando una paloma se chocó contra el parabrisas: «Cada día me caen encima dos o tres, pero los periódicos siguen diciendo que la situación está bajo control». Recogían las hojas de los jardines de la ciudad para llevarlas a las afueras y enterrarlas. Quitaban la capa superior de la tierra de las áreas contaminadas y la enterraban también: la tierra era enterrada bajo la tierra. Sepultaban la leña, la hierba. Todo el mundo parecía un poco loco. Un viejo apicultor me explicaba: «Salí al jardín por la mañana y noté que faltaba algo, un sonido familiar… No había abejas… No se oía ni una sola abeja. ¡Ni una! ¿Cómo? ¿Qué está pasando? Tampoco volaron al segundo día, ni al tercero… Después nos dijeron que había habido un accidente en la central nuclear que tenemos aquí al lado. Pero no supimos nada durante mucho tiempo. Las abejas lo sabían, pero nosotros no».

En los periódicos toda la información sobre Chernóbil se redactaba en lenguaje militar: explosión, héroes, soldados, evacuación… El KGB trabajaba en la central. Estaban buscando a los espías y saboteadores, circulaban rumores de que el accidente había sido planeado por los servicios de inteligencia occidentales con el fin de socavar el bloque socialista. Las tropas y la técnica militar se desplazaban hacia Chernóbil. El sistema seguía funcionando como siempre, al estilo militar, pero en este nuevo mundo un soldado con una metralleta por estrenar resultaba una figura trágica. Lo único que conseguiría eran grandes dosis de radiación y la muerte de regreso a casa. Ante mis ojos, la gente de antes de Chernóbil se convertía en la gente de la época de Chernóbil. La radiación no se podía ver, ni tocar, ni oler… El mundo a nuestro alrededor era a la vez familiar y desconocido. Cuando viajé a la zona, me avisaron de inmediato: «No recoja flores, no se siente en la hierba, no beba agua del pozo…».

La muerte se escondía en todas partes, aunque era un tipo diferente de muerte. Llevaba un nuevo disfraz. Iba de incógnito. Las personas mayores que habían vivido la guerra se encontraban de nuevo con una evacuación. Miraban el cielo: «El sol está brillando… No hay humo, no hay gas. No se oyen disparos. ¿Cómo va a ser esto una guerra? Pero otra vez volvemos a ser unos refugiados». Por la mañana todo el mundo cogía ávidamente los periódicos y enseguida los dejaba otra vez, decepcionado: no se habían encontrado espías. Nadie escribía ya sobre los enemigos del pueblo. Un mundo sin espías y sin enemigos del pueblo también era una tierra incógnita. Aquello fue el comienzo de algo nuevo.

Después de Afganistán, Chernóbil nos hizo libres. Mi mundo se abrió. Dentro de la zona ya no me sentía bielorrusa, rusa ni ucraniana, sino representante de una especie biológica que podría ser destruida. Dos catástrofes coincidieron en el tiempo: una catástrofe social, la Atlántida socialista hundiéndose; y una catástrofe cósmica, Chernóbil. La caída del imperio inquietaba a todos; la gente estaba preocupada por la vida cotidiana: ¿cómo y con qué compraría las cosas necesarias? ¿Cómo sobreviviría? ¿En qué creería? ¿A qué bandera se uniría? ¿O es que había que aprender a vivir sin una gran idea? Esto último nos resultaba desconocido, nadie de los nuestros había vivido nunca de esa manera. El hombre «rojo» se enfrentaba a cientos de preguntas, y estaba solo frente a ellas. Nunca se encontró tan solo como en los primeros días de libertad.

Yo vivía rodeada de gente en estado de shock. Los escuchaba… Cierro mi diario… ¿Qué nos pasó cuando el imperio se derrumbó? Antes el mundo estaba compuesto por verdugos y víctimas (así fue el Gulag), por hermanos y hermanas (así fue la guerra), hasta que llegó el electorado (sinónimo de la tecnología y el mundo contemporáneos). Antes nuestro mundo se dividía entre los que habían sido encarcelados y los que los habían encarcelado… Pero hoy en día la división es entre eslavófilos y occidentalistas, entre fascistas-traidores y patriotas. Y también entre los que pueden comprar y los que no pueden. Esto último, diría, es la experiencia más cruel que siguió al socialismo, porque hasta hace no mucho todos éramos iguales. El hombre «rojo» era incapaz de entrar en el reino de la libertad que había soñado sentado en su cocina. Se repartieron Rusia sin él, y se quedó sin nada. Humillado y desvalijado. Agresivo y peligroso.

Estos son algunos de los comentarios que escuché mientras viajaba por Rusia: «El único camino que tenemos para llegar a la modernización son aquellos antiguos campos de prisioneros para científicos y los pelotones de fusilamiento.» «En realidad los rusos no quieren ser ricos, creo que hasta les da miedo. ¿Qué quieren entonces? Siempre han deseado lo mismo: que nadie se haga rico. Al menos no más ricos que ellos.» «Por aquí no hay gente honesta, pero no vamos mal de santos.» «Nunca veremos una generación que no haya crecido con azotes; los rusos no entienden la libertad, necesitan el cosaco y el látigo.» «Las dos palabras más importantes en Rusia son “guerra” y “prisión”. Robas, te diviertes un rato y te encierran… luego sales y vuelta otra vez a la cárcel…» «La vida rusa tiene que ser viciosa y despreciable, así el alma se eleva, se da cuenta de que no pertenece a este mundo… Cuanto más sucia y sangrienta es la realidad, más espacio hay para el alma…» «Nadie tiene ni la energía ni la locura necesarias para una nueva revolución. Ni el coraje. El hombre ruso necesita una idea que le haga temblar…» «Así que nuestra vida se balancea entre el caos y los cuarteles… El comunismo no ha muerto, su cadáver todavía está vivo.» Me tomaré la libertad de decir que perdimos la oportunidad que teníamos en la década de 1990. Era la ocasión de preguntarnos: «¿Qué tipo de país deberíamos tener, un país fuerte o un país digno, donde la gente pueda vivir decentemente?». Y nosotros elegimos la primera opción: un país fuerte. Otra vez estamos viviendo una era de poder. Los rusos luchan contra los ucranianos. Contra sus hermanos. Mi padre es de Bielorrusia; mi madre, de Ucrania. Mucha gente es como yo. Los aviones rusos están bombardeando Siria… Un tiempo lleno de esperanzas ha sido sustituido por un tiempo de miedos. El tiempo va en dirección contraria. Ahora vivimos un tiempo de segunda mano…

Ya no estoy segura de haber terminado de escribir la historia del hombre «rojo»… Yo tengo tres casas: mi tierra bielorrusa, patria natal de mi padre, donde he vivido toda mi vida; Ucrania, la tierra natal de mi madre, donde nací; y la gran cultura de Rusia, sin la cual no puedo imaginarme a mí misma. Todas me son muy queridas. Pero en los tiempos que corren es difícil hablar de amor.

Svetlana Alexiévich, la voz del dolor de la guerra. Foto: efe
Svetlana Alexiévich, la voz del dolor de la guerra. Foto: efe

¿Quién es SvetlanaAlexiévich? Es una prestigiosa periodista y escritora bielorrusa cuya obra ofrece un retrato profundamente crítico de la antigua Unión Soviética y de las secuelas que ha dejado en sus habitantes, e indaga en la capacidad de sufrimiento y de felicidad del ser humano. Su espíritu crítico, su profundo compromiso con los que sufren y su fructífera carrera literaria han sido reconocidos con innumerables galardones, entre los que cabe destacar el Premio Nobel de Literatura (2015), el Premio Ryszard Kapuscinski de Polonia (1996), el Premio Herder de Austria (1999), el Premio Nacional del Círculo de Críticos de Estados Unidos (2006), el Premio Médicis de Ensayo en Francia (2013) y el Premio de la Paz de los libreros alemanes (2013). Es oficial de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa. Debate ha publicado: La guerra no tiene rostro de mujer, Voces de Chernóbil y Los muchachos de zinc.

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