Óscar de la Borbolla
26/02/2018 - 12:02 am
Apología de la tristeza
En nuestra sociedad está mal visto hablar del cansancio vital, de esa indolencia que parece conformidad pero que es más bien la respuesta inevitable a una serie de decepciones y fracasos. Sentirse derrotado y externarlo es de pésimo gusto y -en el mejor y en el peor de los casos- la consecuencia es convocar a […]
En nuestra sociedad está mal visto hablar del cansancio vital, de esa indolencia que parece conformidad pero que es más bien la respuesta inevitable a una serie de decepciones y fracasos. Sentirse derrotado y externarlo es de pésimo gusto y -en el mejor y en el peor de los casos- la consecuencia es convocar a cuantos nos rodean a que nos suelten una catilinaria de superación personal. Todo el mundo se siente en la obligación de contagiarnos una versión ligth de la vida con la que pretenden alentarnos.
Hoy quisiera hacer una apología del pesimismo, un canto a la tristeza; elogiar desmesuradamente lo negro de los túneles negros de la desesperanza y sostener que más que ofuscamiento esos estados de depresión son los mejores momentos de lucidez en los que podemos hallarnos. Porque, en efecto, en el mundo no hay salidas, ni nada vale nada y, como alguna vez alguien dijo: no tiene la menor importancia.
La vida es eso y lo ocultamos con innumerables distracciones: el amor, el cine, una novela, una tarde de risa con los amigos... pero la vida es eso: un callejón oscuro sin salida, o mejor aún, con la salida que todos sabemos y, algún día o noche, da lo mismo, conoceremos.
Además de dicha lucidez de conciencia, la tristeza (qué magnífica ocasión) todo lo pone en perspectiva, en su verdadero sitio, y así advertimos la rotunda nulidad de su valor, incluida, por supuesto, la que aquí pretendo darle a la conciencia.
Porque, finalmente, qué sabroso es admitir que uno está triste, triste como un clavo que hace años sujeta un viejo riel a un apolillado durmiente. Triste como para no levantar ni una ceja y quedarse en la cama enlutado dándole la espalda a cuanto existe. Qué placer más oscuro es la tristeza, qué coartada más irrebatible para cerrar los ojos y hacer que el mundo completo desaparezca.
Y ya sé que es políticamente incorrecto proclamar esto; pero alguien tenía que soltarlo alguna vez a voz en cuello y oponerse al cerril entusiasmos de los optimistas que traicionan la naturaleza del hoyo donde meten la pata llamando a su desgracia "ventana de oportunidad". Ventana será... pero al abismo.
Y, la verdad, hoy ni siquiera estoy tan triste; más bien me desahogo de tristezas pasadas o me anticipo a aquellas que estarán por llegar. Si la tristeza la tuviera ahora, o mejor, si ella me tuviera a mí (que es lo que realmente pasa) no estaría intentado esta apología, ni podría, de hecho, proponerme nada.
Lo que sí tengo, o me tiene, es este ánimo de escribir lo que pienso, y hoy sí pienso que la tristeza se merece no sólo un espacio en nuestra vida, sino un reconocimiento, un aplauso, pues desde ella, uno ve lo que es tal cual es: una pared que no permite ir más allá o un camino que yerra hacia ninguna parte. No estoy hablando como el pobrecito acongojado, sino como el sujeto de pie que tiende la vista hasta el final y descubre sin maquillajes las cosas como son.
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