¿Cómo determinar un límite entre el fin social y el morbo o la normalización de la violencia que ciertas imágenes pueden provocar? ¿Cuál es el compromiso y la ética que deben asumir las y los periodistas y/o fotoreporteros?
El fotoperiodismo impide que se torne fácil minimizar el dolor humano, despojar a un pueblo de su humanidad, volverlo invisible o negar y desmentir lo sucedido con versiones oficiales, de acuerdo con el compilador de Un testimonio fotográfico de nuestro dolor.
Por Amalia Rodríguez
Ciudad Juárez, Chihuahua, 25 de enero (JuaritosLiterario).- El pasado domingo 20 de enero, la explanada del Monumento Benito Juárez reunió a cientos de personas con el fin de rendirle homenaje a Isabel Cabanillas y exigir justicia para ella y tantas otras mujeres asesinadas en esta frontera.
El contingente, organizado y dirigido por el colectivo Hijas de su Maquilera Madre, avanzó lentamente hacia el lugar en donde, la madrugada anterior, localizaron el cuerpo de la artista y activista juarense.
En medio del llanto, los gritos exigiendo un alto a la violencia, la ira, el dolor y la impotencia, decenas de cámaras trataban de capturar cada momento o, al menos, los más representativos: una chica con el rostro cubierto y sus ojos hinchados por tanta rabia y lágrimas, cargando una cruz rosa con el nombre de Isabel o el abrazo de dos de sus compañeras frente a esta misma cruz y una barda llena de pintas que prometen no olvidar lo sucedido.
Días después comenzó a circular en las redes sociales la fotografía de un niño con media cara tapada, la mirada fija, recostado sobre el asfalto y apuntando su arma hacia la lente. Es uno de los diecinueve pequeños que, tras el asesinato de una decena de músicos en Guerrero, ahora forman parte de las guardias indígena comunitaria en Chilapa; uno de tantos huérfanos de la violencia que han optado por responder de la misma forma.
Meses atrás, la crisis migratoria tomó un nuevo rostro cuando apareció (más allá del debate por la autoría) la foto de un padre salvadoreño (Óscar Martínez) y su hija de dos años (Valeria) ahogados en la orilla del Río Bravo, cerca de Tamaulipas. Como estas, recuerdo muchas otras imágenes que me han estremecido por la crueldad, injusticia y tristeza que representan, pero también por el hecho de imaginarse a quien se encuentra, a veces de forma sumamente cercana e invasiva –¿insensible?–, reteniendo en un cuadro esos instantes y sensaciones. Justo en ellos y en la profesión que ejercen se centran las siguientes líneas...
Sin duda, nos encontramos en una época en la cual lo visual impera cada vez más y las imágenes resultan necesarias para completar y acelerar el proceso de comunicación. Además, no siempre resulta sencillo hablar de un contexto en donde la sangre y las lágrimas apremian constantemente.
En este sentido, el fotoperiodismo, definido según el teórico Lorenzo Vilches como “una práctica artística e informativa, de crónica social y memoria artística”, adquiere una función comunicativa fundamental; ya que “cuando vemos una imagen no percibimos solamente su estructura visual sino que también la interpretamos como si se tratara de un texto no escrito” a partir de nuestro conocimiento y experiencias (Vilches).
Es decir, esta práctica pone de manifiesto la relación entre la estética de la fotografía (significante) y la realidad social (significado), y abarca desde la transmisión de un hecho actual de forma directa hasta la presencia ilustrativa al lado de una nota escrita. Así, tanto quienes ejercen esta profesión (reporteros, editores, agencias) como los lectores deben asumir una posición y responsabilidad frente a determinadas situaciones.
De acuerdo con la profesora María del Carmen Maza “la imagen fotoperiodística tiene como función más alta el aportar testimonios, movilizar conciencias y transformar la realidad”. Sin embargo, ¿cómo determinar un límite entre este objetivo y el morbo o la normalización de la violencia que ciertas imágenes pueden provocar? ¿Cuál es el compromiso y la ética que deben asumir las y los periodistas y/o fotoreporteros?
Uno de los apartados –o metarelatos– de Garabato (2014), última novela de Willivaldo Delgadillo, recae en la figura de un fotógrafo. Ahí se describe, no sin un dejo de crítica e ironía, el modus operandi de un trabajo que ha sido criticado por muchos: “Encuentra un Karmann Ghia con la puerta abierta, y en el interior un cuerpo al que somete a una sesión fotográfica de rigor utilizando un gran angular de 20 mm. Trabaja de manera apresurada porque sabe que en cualquier momento llegarán la policía y los paramédicos. Sin embargo, antes de irse cambia de lente y prácticamente se monta en el cadáver; con detenimiento ajusta el 85 mm para captar el rostro de la víctima. Después sube a su auto y se va a toda velocidad rumbo al periódico en el que trabaja.”
Esta descripción que raya en lo frívolo, si bien es ficcional, no dista de la realidad. Libros como Ciudad Juárez 2008-2010. Un testimonio fotográfico de nuestro dolor (2010) no permiten un respiro cuando vemos las cientos de fotografías, de autores locales y extranjeros, que retuvieron a la frontera en uno de sus peores momentos. ¿Por qué presentar una serie de imágenes que para algunos resultan grotescas, amarillistas, sensacionalistas? Según el compilador Guillermo Cervantes, para impedir que se torne fácil minimizar el dolor humano, despojar a un pueblo de su humanidad, volverlo invisible o negar y desmentir lo sucedido con versiones oficiales alternativas.
El fotoperiodismo consiste en un acto comunicativo en donde el fotógrafo siempre asumirá una posición ante lo que captura. Su punto de vista no puede evitarse; como lectores lo percibimos e interpretamos a través del ángulo, la distancia, el enfoque, el contraste, el volumen de la imagen.
“Necesito acechar el momento preciso, tener el dedo siempre listo, aguzar la mirada, saber de dónde viene la luz, hacia dónde se mueve el objetivo, ponderar la vida que voy a dejar pasar por el ojo de la lente y durante cuánto tiempo”, señala el Reportero, uno de los protagonistas de la obra El Ángel (2015) de Selfa Chew.
En esta pieza, la trama gira en torno a la percepción, asimilación y función que distintos personajes de la ciudad articulan sobre la violencia durante los años más críticos de Juárez. No extraña, por tanto, que el periodista funja como uno de los ejes del texto y abordé la tenue línea que existe entre el deber profesional (con todos lo premios y reconocimientos que esto implica), la responsabilidad ética que tienen y los propios sentimientos provocados por todo lo que ven y experimentan:
“Permítanme seguir tomando fotos de su lucha contra el narcotráfico. Tengo que abrir los ojos, cerrar el miedo. Si ustedes aparecen más tarde muertos en el arroyo, la saña dibujando en su piel los tonos del dolor; yo tengo que crear belleza en la tragedia. No es un acto de valor el que me premian, me pagan por fotografiar la estética del exterminio.” Su trabajo resulta, entonces, necesario, pero también doloroso.
En Ciudad Juárez existen fotoperiodistas cuyo trabajo cumple con los parámetros estéticos y, sobre todo, con la función social de concientizar y generar una reflexión y crítica en torno a problemáticas tan apremiantes como el feminicidio o la migración.
Por ejemplo, Érika Martínez Prado, José Luis González Palacios (ganador del premio Nacional de Fotografía de los Derechos Humanos 2019 por la imagen titulada “Sueño frustrado”) y Christian Torres, quienes trabajan para distintas agencias nacionales e internacionales, o Alejandra Aragón, la cual ejerce de manera independiente.
Ahora bien, cabe resaltar que el fotoperiodismo no abarca solamente la tragedia y la violencia. Érika Martínez, por mencionar un caso, obtuvo el primer lugar del XVII Concurso de Fotografía Urbana Juarense 2017 gracias a su trabajo denominado “Azul Rarámuri”.
Si bien nunca dejaré de estremecerme ante la vulnerabilidad, fragilidad, desolación o belleza de cientos de rostros que el fotoperiodismo sitúa ante nosotras, reconozco y valoro ampliamente el papel de quienes se arriesgan día con día para contar una historia a través de una fotografía y visibilizar así una realidad, con un sinfín de tonos y perspectivas, que nos aqueja a todos y todas.