ADELANTO | “En el amor, la locura es lo sensato”: Nieves Herrero y su novela Esos días azules

15/02/2020 - 12:00 am

Este es el relato de una pasión imposible y secreta, alimentada durante años a través de cartas y poemas. La autora desvela por primera vez la verdadera vida de Pilar de Valderrama, la musa de la que hablaban algunos de los versos más hermosos del poeta Antonio Machado.

A través de testimonios y documentación inédita, la autora reconstruye esta historia fascinante. ¿Machado murió pensando en Pilar, la mujer real, siempre vestida de azul, oculta tras la Guiomar de los poemas? La respuesta está en estas páginas.

Ciudad de México, 15 de febrero (SinEmbargo).- Este es el relato de una pasión imposible y secreta, alimentada por años a través de cartas y poemas. La autora desvela por primera vez la verdadera vida de Pilar de Valderrama, la musa de Antonio Machado, una mujer que, en el ocaso de sus días, tuvo la valentía de confesar al mundo que ella fue la Guiomar de la que hablaban algunos de los versos más hermosos del poeta. Miembro de la alta sociedad madrileña, casada y con tres hijos, arriesgó todo por el amor.

A través del testimonio y la documentación inédita facilitada por la nieta de Guiomar, la autora reconstruye esta historia fascinante mientras nos conduce por unos años clave en la historia reciente, que culminan con la muerte de Machado en 1939. En su bolsillo hallaron un último verso: «Esos días azules y ese sol de la infancia». ¿Murió pensando en Pilar, la mujer real, siempre vestida de azul, oculta tras la Guiomar de los poemas? La respuesta está en estas páginas.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de la novela Esos días azules, de la periodista, presentadora de televisión y escritora española Nieves Herrero. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

***

Mi último viaje

Enero de 1979

Si estáis leyendo este libro, es que yo he muerto. No que­ría llevarme mi gran secreto a la tumba y he dejado por escrito mi última voluntad. Deseo reivindicar que Guiomar existió. No fue una entelequia del poeta, no fue un recurso literario para sus poesías. No. Guiomar fui yo. La musa que llenó de luz sus últimos años de vida. La mujer que vivió hasta el final de sus días con el recuerdo del hombre que conquistó su alma.

Siempre que pienso en Antonio, lo imagino con la vista fija en mi balcón, en las horas doradas del atardecer. «Hora del último sol / La damita de mis sueños / se asoma a mi corazón». Lo fijé en la memoria. No tengo nada que corrobore que esos versos existieron. Los quemé junto a tantas cartas que nos comprometían. No importa. Cada una de esas líneas las llevo en mi alma. Las grabé a fuego y me las llevaré conmigo.

Pido perdón al que lea estas líneas y se ofenda. Mi pecado es que amé en silencio. Cuando cierre los ojos definitivamente, estaré pensando en él. Tengo la seguridad de que me estará esperando su figura tranquila, paseando despacio y saliendo a mi encuentro.

¡Pronto estaré contigo! Después de tantos años de silencio y soledad, por fin nos habremos reencontrado. Quiero decirte tantas cosas... Siempre acudí fiel a nuestra cita de las doce de la noche. No he sentido que hayas fallado nunca a nuestro «tercer mundo».

Fue duro conocer tu final, tan lejos. Un día te prometí estar a tu lado, cogida de tu mano, si llegaba ese momento. No lo cum­plí. Demasiada distancia entre tú y yo. Las circunstancias me obligaron a irme a Portugal y cuando regresé, tú te fuiste a Fran­cia. La guerra levantó un muro en nuestras vidas. No sabes cómo lloré tu muerte. Creí morir de pena... Vi una luz de esperanza al saber que un verso iba contigo en tu último viaje: «Estos días azules y este sol de la infancia». Quiero pensar que los días azu­les eran aquellos en los que aparecía yo en tu pensamiento. Tengo la certeza de que mirando al mar, en la playa de Colliure, pen­sabas en mí. Nos encontrábamos lejos, pero cerca. Escribí un verso que no llegaste a leer: «Y yo estaba muy lejos, / pero esta­ba a su lado... / En el muro de piedra / medio desmoronado / al que se ceñían, / lentos y silenciosos, / tus pasos... / En el pi­lón de la fuente/ seco, / repleto de sueños/ de manantiales cla­ros, / de mar azul...». El mar que tanto soñamos navegar jun­tos. Esos días azules de nuestra ensoñación. Azul era el color de tus recuerdos. Mi traje azul que tanto te gustaba y que no me volví a poner jamás cuando supe de tu último viaje. Era tuyo y solo tuyo. «Yo soy tu mar, / que a ve ces se revuelve, / se agita.../ yo soy tu mar».

Un día me dijiste que conocías mis penas. «Para conocer las tuyas / me basta saber las mías». ¡Cuánto sabíamos de pe­nas y soledades! Dos almas gemelas.

Ahora que no quiero llevarme el secreto a la tumba, respiro tranquila. ¡Ya está! Tantos disgustos con la escritora Concha Espina por revelar mi secreto sin decir mi nombre. Tantos des­mentidos cuando alguien me preguntaba. Tantos silencios. Todo eso aca bó. Hoy, en el día de la verdad, a punto de cruzar a la otra orilla, no me falta fuerza para gritar a los cuatro vien­tos: «Sí, soy Guiomar».

Pilar de Valderrama en vida. Guiomar para la eternidad. Hoy quiero hacer memoria. Todo empezó así...

1

Mi mundo se paró de golpe

Madrid, 1928

Llevaba todo el día gris, como anunciando un mal augu­rio. Miró por la ventana a la calle y apoyó la frente sobre el cristal frío. Miraba sin ver. La sensación de soledad inundaba su alma desde hacía días, meses o quizá años. Ni ella misma sabría decir cuándo había comenzado la tristeza a desbordar­se en su interior. «Todo mi corazón se ha ido llenando de llan­to sereno», comentaba en un soliloquio al que no acababa de acostumbrarse. «¿Qué me está pasando? —se preguntaba—. Me siento muy mal pero no estoy enferma. ¿O sí? Lo único que me cura es escribir. Necesito a las palabras como el náu­frago que se ciñe a su tabla para no hundirse. Me ahogo. La soledad me pesa. Casi no puedo disimular.» Andaba Pilar con estos pensamientos mientras salía de casa.

—Señora, ¿dónde la llevo? —preguntó Juan, el mecánico de su madre, antes de abrirle la puerta para que se subiera al coche. Doña Ernestina apenas salía de casa y le cedía gustosa­mente su automóvil para que entrara y saliera de su domicilio sin dar explicaciones a su marido.
—Al Lyceum Club, ya sabe. —Le miró con sus ojos cas­taños, deseosos de no morir en vida—. ¡A la calle de las In­fantas!—Como mande —respondió Juan, inclinando su cabeza a la vez que cerraba la puerta.

Pilar iba sin carabina ese día. Hortensia Peinador se había quedado con sus hijos. Se movía por Madrid sola en ese co­mienzo de 1928, aunque no estaba bien visto. De todas for­mas, eran solo unas horas porque su desafío a la sociedad del qué dirán acabaría justo cuando se reencontrara con su ma­rido para ir a la ópera. Desde hacía dos años pertenecía a ese club de mujeres intelectuales, donde se apoyaban unas a otras. Se trataba de un incipiente feminismo ilustrado. Ciento quin­ce mujeres de la élite sociocultural, lideradas por María de Maeztu como presidenta y Victoria Kent e Isabel Oyarzabal como vicepresidentas, comenzaron reuniéndose con asidui­dad para defender los intereses de las mujeres. Fomentaban la igualdad femenina, el espíritu colectivo y el intercambio de opiniones; así como la plena incorporación de la mujer al mundo de la educación y del trabajo. Tuvieron tanto éxito que, en un año, llegaron a las quinientas socias. Pilar funda­mentalmente acudía a aquellas reuniones cuando se hablaba de literatura. Lo hacía junto a sus amigas Carmen Baroja y María Calvo.

Pilar de Valderrama a punto de cumplir los treinta y cin­co y, a pesar de haber tenido tres hijos prácticamente segui­dos —Alicia, Mari Luz y Rafael, de dieciséis, quince y doce años—, conservaba la pequeña cintura que remarcaba sus ca­deras y su voluptuoso pecho. Llevaba un traje largo de color rosa claro con un encaje que bordeaba su cuello y el remate de sus mangas. El pelo negro y largo lo peinaba siempre con un recogido que remataba con dos adornos florales.

Su marido, Rafael Martínez Romarate, era un hombre bien pa­recido. Ocho años mayor que ella, delgado y siempre bien vestido. Le gustaba ir con levita y chaleco. El cuello duro de su camisa tapaba su cuello y una fina corbata le daba un aire muy distinguido. El pelo engominado y un pequeño bigote en uve le proporcionaban un aire regio por su cierto parecido al rey Alfonso XIII. Llevaban diecisiete años casados. A Rafael no le gustaba que su mujer perteneciera a ese grupo de «las maridas», como las llamaban sus más fervientes críticos. Tampo­co aplaudía sus libros de poesía. Ya había publicado uno don­de vertía su alma solitaria, Las piedras de Horeb, y estaba concluyendo otro al que ya le había puesto título: Huerto cerrado. Buscaba editor para publicarlo. El verso con el que ini­ciaba el libro decía: «Por fuera la vida / y yo aislada dentro / sobre el viejo mundo / en mi nuevo mundo».

Esa tarde en el Lyceum no se hablaba de otra cosa más que de la muerte de la conocida actriz María Guerrero. La dama de la escena española era admirada por las mujeres del club pues­to que había conseguido formar su propia compañía teatral, todo un logro para ser mujer. La puso en marcha junto a su marido, el marqués de Fontanar, a finales del siglo pasado, y desde entonces había cosechado grandes y sonoros éxitos. Igual mente, por iniciativa suya, se había construido en Bue­nos Aires un teatro que llevaba el nombre de Cervantes. Se trataba de una mujer absolutamente respetada por las socias del Lyceum.

—Es imposible que ninguna actriz pueda superar su per­sonaje de Raimunda en La Malquerida —comentaba María Calvo, hermana del actor Ricardo Calvo, gran amigo de los escritores Antonio y Manuel Machado. María, de hecho, iba mucho por la casa familiar de los poetas, en la calle General Arrando de Madrid. La hermana del actor había entablado amistad con Pilar a raíz de dar clase a sus dos hijas, Alicia y Mari Luz, y a su hijo Rafaelito, en su casa de la calle Pintor Rosales. De ahí había surgido la amistad entre ambas.

—Ha dicho Jacinto Benavente que nadie como ella ha pro­nunciado aquellos tres: «¡Esteban! ¡Esteban! ¡Esteban!» en escala ascendente y sin romperse la voz —añadió Pilar.
—Sonaba aquello a clarín de guerra. A trompeta de juicio final. Solo comparable a los «¡Armando! ¡Armando! ¡Arman­do!» de La dama de las camelias —dijo Carmen Baroja, es­critora y etnóloga, hermana de los escritores Ricardo y Pío Baroja.

—Ha podido representar a los grandes de nuestro tiempo: Echegaray, Benavente, Valle­Inclán, Martínez Sierra, Marquina...—volvió a tomar la palabra María Calvo.
—Yo no había visto en toda mi vida un duelo como este por la muerte de nadie —comentó Pilar mientras se levanta­ba de su asiento tras mirar su reloj—. Me tengo que ir.
—¿Por qué te vas tan pronto? —le preguntó Carmen Ba­roja—. Los niños están con la institutriz.
—He quedado con Rafael. Me está esperando en la calle Alcalá para ir a la ópera. Os dejo.
—Anima esa cara. Se te ven los ojos más tristes que nunca —se despidió María.
—Sí, lo sé. No sabría explicaros, pero me siento mal. Es como si tuviera un peso profundo en el alma. —Deberías hacer un viaje sin tu marido a algún sitio. De verdad. Encontrarte a solas contigo misma.
—Sí, reconozco que me vendría bien. Sobre todo, superar las noches. Se me hacen largas…
—Piénsate lo del viaje —insistió Carmen.
—Lo haré.
Se puso el abrigo y salió corriendo del Lyceum Club. Juan estaba ya esperándola para llevarla junto a su marido.
—Siento mucho salir tarde. Me he entretenido más de la cuenta.
—El señor debe de llevar unos minutos de espera pero la tarde no es muy fría. Llegaremos enseguida. Se pasó por aquí hace un rato para recordarme que tienen entradas para la ópera.
—¿Mi marido piensa que me voy a olvidar de algo así? La ópera es para mí algo sagrado.

Pilar se quedó pensativa mirando a través de los cristales. Veía a las personas por la calle y se imaginaba sus vidas. Su mirada se detenía con especial dedicación en las parejas de enamorados y se recreaba pensando lo que podía ser un amor así. Lanzó un suspiro que hizo que el mecánico la observara a través del espejo retrovisor. Pilar siguió con sus pensamien­tos: «Por fuera la vida y yo aislada dentro».

Cuando llegaron al punto de encuentro con Rafael en la calle Alcalá, vieron que había mucho revuelo de gente en una de las esquinas. También había presencia de la policía. Antes incluso de parar el coche, Pilar se dio cuenta de que algo le ocurría a su marido: tenía la cara desencajada.

—¿Ocurre algo? —preguntó Pilar—. Hay mucho revuelo en la calle.
—Juan, a casa directamente —ordenó Rafael al chófer a la vez que se introducía en el interior del coche.
—¿No íbamos al María Guerrero? —preguntó de nuevo Pilar.
—No estoy para ir a ningún sitio.

Se hizo un silencio. El mecánico cambió de rumbo sin re­chistar. Pilar no daba crédito. Miraba de reojo a su marido sin pronunciar una sola palabra. Estaba rabiosa pero sabía que en el estado en el que se encontraba era mejor no llevarle la contraria. Sin embargo, Rafael estaba dispuesto a hablar. Necesitaba contar lo que acababa de suceder delante de sus ojos.

—Se acaba de suicidar alguien importante para mí.
—¡Dios mío! ¿De quién se trata? Por eso había tanta gen­te arremolinada.
—De una joven que se ha tirado desde la terraza de la casa de sus tíos en la calle Alcalá. Te lo voy a confesar: yo había quedado con ella. Llevábamos dos años viéndonos. No soy capaz de seguir ocultándotelo. Se ve que estaba esperando a verme doblar la esquina para lanzarse al vacío. Estoy abatido. ¡Se ha quitado la vida delante de mí! He tenido yo la culpa. No aguantaba más esta situación tan dura para ella sabiendo que yo estaba casado. Solo tenía veinte años —explicó, tapán­dose la cara con sus manos.

Pilar se quedó muda, con los ojos muy abiertos. No podía creer la situación que estaba viviendo dentro de aquel automóvil. ¡Su marido le estaba diciendo que su amante se había suicidado delante de él, y pretendía que ella le consolara! Era algo inaudito: hablaba de lo que había sufrido la joven, pero ¿se había parado a pensar en ella con esa confesión? Sentía rabia y dolor, ganas de llorar y a la vez, una aflicción incalifi­cable. Sabía que su marido había sido desleal en más ocasio­nes, pero esta vez le estaba confesando que la mujer que se había lanzado al vacío formaba parte de su vida desde hacía dos años. «No se sostiene una relación tan larga con alguien que no te importa», pensó Pilar. El engaño de esta ocasión la rompía por dentro. Hacía saltar su vida por los aires. Aque­lla confesión, al final de la tarde, hacía añicos su corazón. Aho­ra entendía sus largas noches, su tedio, la frialdad de su mari­do, su soledad... Todo encajaba de repente. Ella pensaba que tenía una familia, pero se acababa de dar cuenta de que solo formaba parte de una farsa.

Rafael, abatido, esperaba una palabra amable de su mujer, pero Pilar no era capaz de pronunciar una sola frase ni de po­sar la mano sobre la suya. Solo le entraban ganas de llorar y salir de allí corriendo. No deseaba volver a verle. Si se lo hu­biera tragado la tierra, en ese mismo momento, no hubiera vertido una sola lágrima. Su amante estaba más cerca de la edad de su hija Alicia que de la suya. Le miró con desprecio. Giró la cara y dejó de escrutarle.

—Espero que me puedas perdonar. Por favor, dime algo. Pronuncia alguna palabra —solicitó Rafael—. Entenderé cualquier reproche.

Sin embargo, Pilar no tenía palabras. Se había quedado impactada. No salía sonido alguno de su boca. Su vida se ha­bía partido en dos, al igual que la de esa chica que se había lanzado por el balcón. Dos mujeres rotas: una muerta en la calle y otra muerta en vida.

El chófer hizo como que no había escuchado nada y ace­leró todo lo que pudo para llegar a la calle Ferraz esquina con Pintor Rosales lo antes posible. Aquel hotelito había sido pensado y diseñado por Rafael para crear su hogar. Sin embargo, no era más que una envoltura, pensaba Pilar, porque en su interior solo había falsedades y engaños.

Pilar necesitaba chillar pero su boca parecía sellada. Por más que insistía Rafael, ella no era capaz de articular una sola palabra. Le miraba con rencor y con desilusión. Sus ojos esta­ban llenos de lágrimas pero las sujetaba como podía. Su orgu­llo le impedía que la viera llorar.

Nada más llegar a su casa, no esperó a que Juan le abriera la puerta del coche. Salió como una exhalación. Llamó con insistencia al timbre hasta que le abrieron la cancela. Sin salu­dar siquiera a la joven del servicio, corrió despavorida escale­ras arriba y se encerró en su cuarto. Allí salieron las lágrimas a borbotones. No era capaz de poner fin a tanto llanto. Lloraba por la confesión de hoy y por sus soledades de ayer. Era más la frustración que sentía que el dolor de la traición tan pro­longada en el tiempo.

¡En qué hora Rafael le pidió casarse! Cogió la foto de su boda, que presidía uno de los rincones de su habitación, y la tiró al suelo. El cristal se rompió en mil pedazos. Se tumbó en la cama y siguió llorando desconsola­damente. Al poco rato, su marido llamó a la puerta con insis­tencia.

—Pilar, ¡ábreme! —Tocaba con los nudillos.
No hizo ni intención de levantarse para abrir. Se podía es­cuchar su llanto a través de la puerta pero estaba decidida a no responder. Su marido lo intentó varias veces más, sin éxito. Al cabo del rato, desistió y bajó al salón. Poco más tarde, decidió salir de casa. Pilar, sin embargo, siguió llorando tanto que la almohada se quedó empapada. Aquellas lágrimas parecían no tener consuelo. Sin embargo, poco a poco se fue calmando.

Daba la sensación de que sus ojos se habían secado por com­pleto. Se quedó tendida en la cama como inerte, sin vida. No podía pensar en otra cosa más que en escapar. Haría caso a sus amigas. Le vendría bien estar sola y pensar. Sobre todo, debía intentar recomponer su vida porque su futuro y el de sus hi­jos estaban rotos. Se puso en pie y fue a lavarse la cara con agua fría. Vertió la jarra con agua sobre la jofaina, parecía un ritual para bendecirse y darse fuerzas. Se secó a golpecitos con la toa­lla, recompuso el traje que llevaba y bajó adonde estaba Hor­tensia con sus hijos para darles la noticia de su inminente viaje.

—Mañana me iré por la mañana a Segovia. Quiero termi­nar el libro que estoy escribiendo y me vendrá bien un cam­bio de aires.
—Pero ¿te vas a ir sola? —preguntó Alicia, la mayor.
—A tu madre le vendrá bien descansar. Tiene mala cara y de vez en cuando conviene desconectar —se adelantó Hor­tensia, imaginando que no había tenido un buen día.
—¿Nos podemos ir contigo? —comentó Mari Luz.
—Madre, no te vayas —añadió Rafaelito.
—Chicos, ¿no queréis que vuestra madre se encuentre bien? Mirad su cara. Necesita pensar, descansar y escribir —salió de nuevo Hortensia a su rescate.
—Si madre va a estar mejor... Pues claro —dijo entonces el niño.
—Hortensia, venga a mi cuarto en cuanto pueda. Necesi­to hablar con usted.

Rafael se había ido de casa. Imposible seguir allí intentan­do que su mujer le abriera la habitación. Su llanto era para él insoportable. Su amante muerta y su mujer destrozada. Ne­cesitaba tomar una copa fuera de aquel lugar que le recordaba la tragedia.

Hortensia siguió los pasos de Pilar sin imaginar lo que le iba a contar. Era una de tantas noches en las que parecía no acabar la actividad de aquella familia. Entró en su habitación y la institutriz vio la foto de boda en el suelo, con el cristal hecho añicos.

—Me tengo que ir después de la confesión de mi marido. Al parecer tenía una amante que se ha suicidado hoy. Dos años ha estado con ella. ¡Dos años, Hortensia! —se echó de nuevo a llorar.

—¡Ave María Purísima! —se persignó—. ¡Pobre niña! —La abrazó y así estuvieron largo rato—. ¡Es que no hay uno bue­no! ¡Válgame el cielo! Teniendo a una mujer como usted qué necesidad tenía de…
—Durante dos años esa mujer y yo hemos compartido su lecho. Las dos estamos muertas de distinta forma.
—Usted no está muerta. La veo bien viva. Haga el favor de irse unos días, pero usted debe volver a su hogar y no aban­donar la que es su casa. De ninguna manera. Piense fríamente.
¡Cuántas mujeres están como usted! Conozco a pocos hom­bres que no tengan amantes. Esto es así. Yo desde luego no pienso casarme. No quiero eso para mí.
—Había tenido deslices pero no una amante de dos años. Se ve que no significo nada para él.
—Es la madre de sus hijos.
—Eso para mí no es suficiente. Necesito pensar, Horten­sia.
—¿Dónde quiere marcharse?
—Conozco el hotel Comercio de Segovia. Hemos estado varias veces. Creo que iré allí algunos días.
—Debería acompañarla, pero alguien se tiene que quedar con los niños.
—Prefiero ir sola. No quiero hablar con nadie. Me da igual lo que piensen de mí. ¡A estas alturas!
—No se preocupe, yo lo organizaré todo. ¿Cuándo quie­re salir?
—Mañana.
—Está bien. Pediré que hagan su equipaje.

Esa noche Pilar no cenó nada. Se acostó todo lo pronto que pudo. Cuando llegó su marido, se hizo la dormida. Lo había hecho muchas veces antes. Poco a poco, le fue venciendo el cansancio. Al despertar al día siguiente, Rafael ya se había ido de casa. Pilar pensó que así sería más fácil: no quería ni cruzar una mirada con él. Se arregló a toda prisa y esperó la llegada de su amiga María Calvo, que madrugaba para dar clase de Ba­chillerato a sus hijos. La maestra, siempre puntual, se sorpren­dió al verla.

—María, me voy a Segovia.
—Haces bien en irte y seguir nuestros consejos. Pilar la cogió del brazo y la sacó de la estancia. Habló en voz baja.
—Me voy por otro motivo. Ayer me confesó mi marido que se había suicidado su amante. ¡Llevaban dos años juntos!
—¿Qué me estás contando? ¡Es terrible! Lo siento mu­cho, Pilar. Tu instinto te hacía ver que ocurría algo. Tenemos un sexto sentido las mujeres, que siempre nos alerta. No te preocupes por las niñas ni por Rafaelito, seguiré con sus cla­ses. Afortunadamente son aplicados.
—Me llevo poca ropa y muchos folios en blanco. Intenta­ré terminar el libro.
—Si vas a Segovia, ¿por qué no haces por conocer a tu ad­mirado escritor Antonio Machado? ¡Vive allí! Tiene la cáte­dra de francés en el Instituto General y Técnico. Sabes que es muy amigo de mi hermano. ¿Quieres que te escriba una carta de presentación?
—Te estaría muy agradecida.
—Los dos sois poetas y vais a poder hablar de todo lo que os conmueve a los escritores. Creo que es una magnífica idea.
—Si tú lo dices...—Aquel posible encuentro con el escritor fue para ella como un rayo de luz en mitad de la oscuridad.
María se fue al cuarto de estudio y al cabo de diez minutos regresó con la carta.
—Aquí está. —Le entregó la misiva—. Espero haberte sido de ayuda. Te he puesto su dirección. Vive en una pensión de la calle de los Desamparados, en el número 11.
—Muchas gracias, aunque no sé si tendré ánimo para co­nocerle... No es mi mejor momento.
—Tú verás. Antonio ya sabe quién eres. Le hice llegar un ejemplar de tu libro Las piedras de Horeb. ¡Haz por verle! ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo. Las dos amigas se despidieron con un abrazo. El chófer de su madre la llevó hasta la Estación del Norte. Había multitud de viajeros y Pilar parecía perdida.
—Me ha dicho doña Ernestina que no la deje sola. De modo que le pido que me permita acompañarla —dijo el conductor.
—Por supuesto. Dígale a mi madre que necesito reponer fuerzas y que tengo muchos nervios. Ya tuvo que ayudarme hace un par de años cuando en agosto me fui sola a un balnea­rio. Ahí fueron unos cólicos nefríticos. Esta vez mi dolencia no es tan sencilla de curar. Le pido que no le dé ningún detalle de lo que usted escuchó ayer…
—Puede confiar en mí.

El ferrocarril que iba a coger pararía en todas las estacio­nes. Ella no tenía prisa. Lo que le sobraban a Pilar eran horas. Juan le subió la maleta al tren y esperó a que arrancara. Nun­ca jamás la había visto con la mirada tan triste.

En el vagón de madera de pino rojizo había otra mujer con varios niños y un señor bien vestido que se presentó le­vantando su sombrero. Este, durante todo el trayecto, no hizo otra cosa más que leer el periódico. Pilar tampoco pronunció una sola palabra, simplemente observaba a través de la venta­na. Apoyó la frente en el cristal y se detuvo el tiempo. Pensaba mientras miraba al horizonte que los afectos no le duraban. Su padre murió cuando ella había cumplido seis años. Desde entonces, tenía la sensación de que todo amor que sintiera por alguien, duraría poco.

El tren hacía su recorrido mientras los viajeros subían e iban hacinándose en aquel vagón. Unos jóvenes vendían tiras de unas rifas: se trataba de que la suerte premiara a los viaje­ros con una botella de anís o un monito que movía sus manos tocando un tambor al tirar de un hilo. Pilar observaba sin pronunciar palabra ni mover un músculo. Las caras de aquel vagón se renovaban constantemente. Contemplaba todo ese trajín de subidas y bajadas como si ella fuera ajena a la propia
vida. Llegó a pensar que ya estaba muerta. Su corazón seguía latiendo pero ella sentía que ya no vivía.

«Por fuera la vida / y yo aislada dentro /sobre el viejo mundo / en mi nuevo mundo». No podía dejar de pensar en los últimos versos que había escrito. Parecían premonitorios.

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