ADELANTO | La historia de amor entre Elio y Oliver vuelve en Encuéntrame, de André Aciman

11/07/2020 - 12:03 am

Por fin vuelve la historia de amor más popular de los últimos años. Elio es ahora un pianista en auge a punto de mudarse a París; Oliver es profesor y padre de familia y podría visitar Europa de nuevo; Samuel, el padre de Elio, vive en Italia y, en un viaje en tren para visitar a su hijo, tendrá un encuentro que cambiará su vida. Este cruce de historias satisfará todas las expectativas, por inconfesables que sean.

Ciudad de México, 11 de julio (SinEmbargo).- En 2018, el mundo entero se conmovió con el amor de verano entre Elio y Oliver. Llámame por tu nombre, publicada originalmente más de diez años antes, se convirtió en un fenómeno gracias a la película estrenada aquel año. Y este relato de deseo, descubrimiento, pasión y veladas infinitas llegó a miles de lectores que esperan conocer cómo concluye esta historia.

Por fin, en Encuéntrame, vuelve la historia de amor más popular de los últimos años. Elio es ahora un pianista en auge a punto de mudarse a París; Oliver es profesor y padre de familia y podría visitar Europa de nuevo; Samuel, el padre de Elio, vive en Italia y, en un viaje en tren para visitar a su hijo, tendrá un encuentro que cambiará su vida. Este cruce de historias satisfará todas las expectativas, por inconfesables que sean.

A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento de Encuéntrame, continuación de Llámame por tu nombre, primera novela de André Aciman que ganó el Lambda Literary Award 2007 y fue llevada al cine por el director Luca Guadagnino. Cortesía otorgada bajo el permiso de Penguin Random House.

***

¿Por qué tan sombría?

La observé mientras subía en la estación de Flo­rencia. Deslizó la puerta de cristal para abrirla y, una vez dentro del vagón, miró a su alrededor y tiró inme­diatamente la mochila en el asiento vacío al lado del mío. Se quitó la chaqueta de cuero, soltó el libro en inglés que estaba leyendo, colocó una caja blanca cuadrada en el portaequipajes y se dejó caer en el asiento en diagonal frente a mí con lo que parecía un nervioso mal genio. Me hizo pensar en alguien que acabara de tener una discusión acalorada segundos antes de mon­tarse en el tren y siguiera rumiando las palabras hi­rientes que ella u otra persona había dicho antes de colgar. Su perra, a la que intentaba mantener sujeta entre los tobillos al tiempo que agarraba la correa roja que llevaba enrollada en la muñeca, parecía no menos alterada que ella.

—Buona, buena chica —dijo confiando en cal­marla—, buona —repitió, mientras la perra seguía moviéndose inquieta e intentaba liberarse de su agarre firme.

La presencia de la perra me molestaba y, por ins­tinto, me negué a descruzar las piernas o a moverme para cederle el sitio, pero ella no reparó en mí o en mi lenguaje corporal. En cambio, empezó a rebuscar en la mochila, encontró una bolsa de plástico y sacó dos chucherías minúsculas con forma de hueso, se las puso en la mano y miró cómo las lamía la perra.

—Brava.
Con la perra apaciguada por el momento, se me­dio levantó para arreglarse la camisa, se removió en el asiento una o dos veces, después se desplomó y cayó en una especie de estupor molesto y miró Florencia con apatía a través de la ventanilla mientras el tren salía de la estación Santa Maria Novella. Seguía inquieta, y quizá sin darse cuenta negó con la cabeza una, dos ve­ces, claramente maldiciendo todavía a quienquiera que hubiese discutido con ella antes de que abordase el tren. Durante un instante, pareció tan desamparada que, con la vista aún clavada en mi libro abierto, me sorprendí haciendo un esfuerzo para que se me ocu­rriera algo que decir, aunque solo fuese para ayudar a distender lo que tenía toda la pinta de ser una tormen­ta a punto de estallar en nuestro rinconcito al final del vagón. Luego me lo pensé dos veces. Mejor dejarla tranquila y seguir con mi lectura. Sin embargo, la pes­qué mirándome y no pude contenerme.

—¿Por qué tan sombría? —pregunté.
Solo entonces caí en la cuenta de lo inapropiado que debió de sonarle mi pregunta a una completa desconocida en un tren, por no hablar de que parecía a punto de explotar a la más mínima provocación. Lo único que hizo fue quedarse mirándome, con un des­tello perplejo y hostil en la mirada que presagiaba las palabras exactas que me bajarían los humos y me pondrían en mi lugar. Ocúpese de sus asuntos, viejo, o ¿A usted qué le importa? O a lo mejor torcía el gesto y me soltaba un insulto fulminante: ¡Imbécil!

—No, sombría no, solo pensativa —dijo.
Me dejó tan atónito el tono amable y casi atribu­lado de su respuesta, que me quedé más anonadado que si me hubiese dicho que me fuera a la mierda.
—Puede que pensar me haga parecer sombría.
—Entonces, ¿en realidad estás pensando en algo alegre?
—No, alegre tampoco —contestó.Sonreí, pero no dije nada, arrepentido ya de mi broma frívola y condescendiente.
—Quizá sean pensamientos un poco sombríos, después de todo —añadió, dándome la razón con una risa sutil. Me disculpé por mi falta de tacto.
—No pasa nada —dijo, ojeando ya el comienzo del campo por la ventanilla.Le pregunté si era estadounidense. Lo era.
—Yo también —dije.
—Me he dado cuenta por el acento —añadió sonriente.

Le expliqué que llevaba viviendo en Italia casi treinta años, pero que no podía deshacerme del acen­to por más que lo intentara. Cuando le pregunté, res­pondió que se había instalado en Italia con sus padres a los doce años. Los dos nos dirigíamos a Roma.

—¿Por trabajo? —pregunté.
—No, por trabajo no. Es por mi padre. No está bien —luego, levantando la mirada hacia mí, dijo—: Supongo que por eso se me ve sombría.
—¿Es grave?
—Creo que sí.
—Lo siento —dije.Se encogió de hombros.
—¡Así es la vida!
Luego, cambiando de tono, dijo:
—¿Y tú? ¿Placer o negocios?

El tópico me hizo sonreír, y le expliqué que me habían invitado a dar una conferencia en la universi­dad, pero que también iba a encontrarme con mi hijo, que vivía en Roma y me iba a recoger en la estación.

—Seguro que es un chico encantador.
Comprendí que intentaba ser ingeniosa, pero me gustaba aquella actitud relajada y despreocupada que transitaba entre lo hosco y lo vivaz y asumía que la mía lo hacía también. Su tono cuadraba con su ropa informal: botas de montaña gastadas, pantalones va­queros, una camisa rojiza desteñida a medio desabo­tonar sobre una camiseta negra, y nada de maquillaje. Y sin embargo, a pesar del aspecto desaliñado, tenía los ojos verdes y las cejas oscuras. Lo sabe, pensé, lo sabe. Es probable que sepa por qué he hecho ese co­mentario bobo sobre su melancolía. Estaba seguro de que los desconocidos siempre encontraban algún pre­texto para empezar una conversación con ella, lo que explicaba la mirada de fastidio de ni lo intentes que pro­yectaba donde quiera que fuese.

Después de sus palabras irónicas sobre mi hijo, no me sorprendió que la conversación decayera. Hora de volver a nuestros respectivos libros. Pero, entonces, se volvió hacia mí y me preguntó a bocajarro:
—¿Estás emocionado por ver a tu hijo?

De nuevo, me pareció que de alguna manera me estaba provocando, aunque su tono no era frívolo. Su forma de abordar temas íntimos y encarar con fran­queza las barreras entre extraños en un tren resultaba seductora al tiempo que desarmaba. Me gustó. Quizá quería saber lo que sentía un hombre que le doblaba la edad antes de ver a su hijo. O quizá simplemente no le apetecía leer. Estaba esperando que le respondiera.

—Entonces, ¿estás contento... tal vez? ¿Nervio­so... tal vez?
—Nervioso no, o a lo mejor un poco —dije—.
A un padre siempre le asusta ser una imposición, por no decir una molestia.
—¿Crees ser una molestia?
Me encantó que mi respuesta la hubiese pillado por sorpresa.
—Puede que lo sea. Por otra parte, reconozcámos­lo, quién no lo es.
—No me parece que mi padre sea una molestia.
¿La habría ofendido, quizá?
—Entonces lo retiro —dije.
Me miró y sonrió.
—No tan rápido.

Te espolea y luego te taladra por la mitad. En eso me recordó a mi hijo; ella era un poco mayor, pero tenía la misma habilidad para desafiar todos mis des­lices y pequeñas estratagemas y dejar que me escabu­llera después de discutir y reconciliarnos.

¿Qué clase de persona eres cuando se llega a conocerte?—quería preguntarle—. ¿Eres divertida, jovial, bromista, o te corre por las venas un suero sombrío y malhumorado que nubla tus rasgos y oculta todas las carcajadas que prometen esa sonrisa y esos ojos verdes? Quería saberlo porque no era capaz de adivinarlo.

Estaba a punto de halagar su capacidad de com­prender tan bien a la gente cuando le sonó el teléfono. El novio, claro. Quién si no. Me había acostumbrado ya a las interrupciones constantes de los móviles, a que fuese imposible tomar un café con los estudiantes o charlar con mis compañeros o con mi hijo sin que se colara una sola llamada; salvado por el teléfono, aca­llado por el teléfono, desplazado por el teléfono.

—Hola, papá —dijo en cuanto descolgó.
Creí que había contestado enseguida para evitar que el volumen del sonido molestase a los demás pa­sajeros, pero me sorprendió lo mucho que gritaba.
—Es el maldito tren. Se ha parado, no tengo ni idea de cuánto tiempo, pero no deberían ser más de dos horas. Nos vemos pronto —el padre le preguntó algo—. Por supuesto que sí, viejo bobo, cómo me iba a olvidar —luego le preguntó algo más—. Eso tam­bién —silencio—. Yo también. Mucho mucho.

Colgó y tiró el móvil dentro de la mochila, como diciendo: Ya no nos van a interrumpir más. Me sonrió incómoda.

—Padres —dijo después, como queriendo decir: Son todos iguales, ¿no es verdad?, pero luego se expli­có—: Lo veo todos los fines de semana, soy la encarga­da del fin de semana. Mis hermanos y su cuidador se encargan de él entre semana —antes de dejarme decir algo, me preguntó—: Entonces, ¿te has engalanado para el acontecimiento de esta noche?

¡Qué manera de describir lo que llevaba puesto!
—¿Parezco engalanado? —respondí, devolvién­dole el término con sorna para que no pensara que an­daba en busca de cumplidos.

—Bueno, ¿el pañuelo en el bolsillo, la camisa bien planchada, sin corbata pero con gemelos? Yo diría que te lo has pensado un poco. Una pizca tradicional, pero sofisticado.

Sonreímos los dos.
—De hecho, también llevo esto —dije, medio sa­cando del bolsillo de la chaqueta una corbata colorida y volviendo a guardarla; quería que viese que tenía suficiente sentido del humor como para burlarme de mí mismo.

—Justo lo que pensaba —dijo—. ¡Engalanado! No como un profesor jubilado vestido de domingo, pero casi. Y ¿qué hacéis los dos en Roma?
¿Iba a parar en algún momento? ¿Había desenca­denado algo con mi pregunta inicial que le hiciera pensar que podía ser así de informal?
—Nos vemos cada cinco o seis semanas. Hace un tiempo que vive en Roma, pero dentro de poco se mudará a París. Ya lo echo de menos. Me gusta pasar
el día con él; no hacemos nada, en realidad, sobre todo caminamos, aunque casi siempre termina siendo el mismo paseo: su Roma, cerca del conservatorio, y mi Roma, donde solía vivir de joven cuando era profesor.

Al final siempre almorzamos en Armando. Me aguanta o, a lo mejor, disfruta de mi compañía, toda­vía no lo sé, quizá ambas cosas, pero hemos converti­do en un rito esas visitas: Via Vittoria, Via Belsiana, Via del Babuino. A veces nos perdemos hasta el ce­menterio protestante. Son como jalones de nuestras vidas. Los llamamos nuestras vigilias, igual que las de los devotos que se detienen en las capillas de la calle, las madonnelle, para rendir homenaje a la Madonna. Ninguno de los dos se olvida: almuerzo, paseo, vigi­lias. Tengo suerte. Pasear por Roma con él es una vigilia en sí misma. Por donde vas, te topas con los recuer­dos; los tuyos, los de otra persona, los de la ciudad. Me gusta Roma en el crepúsculo, a él le gusta por la tarde, algunas veces nos tomamos un té por la tarde en cualquier parte solo para alargar un poco las cosas, hasta que cae la noche y vamos a tomar una copa.

—¿Y eso es todo?
—Eso es todo. Caminamos por Via Margutta por mí, luego por Via Belsiana por él, antiguos amores en ambos casos.
—¿Vigilias de vigilias pasadas? —bromeó la joven del tren—. ¿Está casado?
—No.
—¿Sale con alguien?
—No lo sé. Sospecho que debe de haber alguien, pero estoy preocupado por él. Salió con alguien hace bastante tiempo y le he preguntado si estaba con al­guien ahora, pero lo único que hace es negar con la cabeza y decir: «No preguntes, papá, no preguntes».

Eso puede significar que no está con nadie o que está con todo el mundo, no sabría decir qué es peor. Antes era tan abierto conmigo...

—Creo que estaba siendo sincero contigo.
—Sí, en cierta forma.
—Me gusta —dijo la joven sentada en diagonal frente a mí—. Quizá porque yo también soy así. A veces me acusan de ser demasiado franca, demasiado directa, y luego de ser comedida e introvertida.
—No creo que él sea introvertido con los demás, pero tampoco lo veo muy feliz.
—Sé cómo se siente.
—¿Sales con alguien tú?
—Si supieras…
—¡¿Qué?! —pregunté.

La palabra me brotó como un suspiro sorprendi­do y lúgubre. ¿Qué quería decir? ¿Que no estaba con nadie, que salía con muchos, o que el hombre de su vida la había abandonado y dejado destrozada con nada más que el ansia de desquitarse consigo misma o con una serie de pretendientes? ¿Acaso la gente iba y venía sin más, como me temía que hacían muchos con mi propio hijo, o era ella de las que entraban y sa­lían de la vida de las personas sin dejar rastro ni re­cuerdos?

La palabra me brotó como un suspiro sorprendi­do y lúgubre. ¿Qué quería decir? ¿Que no estaba con nadie, que salía con muchos, o que el hombre de su vida la había abandonado y dejado destrozada con nada más que el ansia de desquitarse consigo misma o con una serie de pretendientes? ¿Acaso la gente iba y venía sin más, como me temía que hacían muchos con mi propio hijo, o era ella de las que entraban y sa­lían de la vida de las personas sin dejar rastro ni re­cuerdos?

—Ni siquiera sé si me gusta la gente, y mucho menos si soy de las que se enamoran.
Podía advertirlo en los dos: el mismo corazón amar­gado, impasible, herido.
—¿Es que no te gusta la gente o es que te cansas de ella y no eres capaz de acordarte de por qué te pare­ció interesante alguna vez?
De pronto se quedó callada, parecía asustadísima y no pronunciaba ni una palabra. Se me quedó miran­do fijamente a los ojos. ¿Había vuelto a ofenderla?

—¿Cómo puedes saber eso? —terminó preguntando.
Aquella fue la primera vez que la vi ponerse seria y torcer el gesto. Noté que estaba amolando alguna pa­labra afilada con la que cortar mi presuntuoso entro­metimiento en su vida privada. No tendría que haber dicho nada.

—¡No hace más de quince minutos que nos co­nocemos y ya sabes quién soy! ¿Cómo podías saber eso de mí? —luego, conteniéndose, añadió—: ¿Cuán­to cobras por hora?
—Invita la casa. Pero si sé algo es porque creo que todos somos así. Además, eres joven y guapa y estoy seguro de que los hombres se sienten atraídos por ti todo el tiempo, así que no te costará trabajo conocer a alguien.
¿Había vuelto a hablar cuando no me tocaba y a pasarme de la raya?

Para retirar el cumplido, añadí:
—Es solo que la magia de alguien nuevo nunca dura lo suficiente. Deseamos solo a quien no pode­mos tener. Aquellos que perdimos o que nunca supie­ron que existíamos son los que nos dejan huella. Los demás apenas tienen repercusión.

—¿Es el caso de la señorita Margutta? —preguntó.
A esta mujer no se le escapa una, pensé. Me gustó el nombre señorita Margutta. Proyectaba sobre lo que fuese que hubo años atrás entre aquella mujer y yo una luz suave y mansa, casi ridícula.

—Nunca lo sabré. Estuvimos juntos muy poco tiempo y pasó muy rápido.
—¿Cuánto tiempo hace?
Me quedé pensando un momento.
—Me da vergüenza decirlo.
—¡Ay, dilo!
—Por lo menos dos décadas. Bueno, casi tres.
—¿Y?

—Nos conocimos en una fiesta, yo era entonces profesor en Roma. Ella estaba con alguien, yo estaba con alguien, nos pusimos a hablar y los dos queríamos seguir hablando. Al final, su novio y ella se fueron de la fiesta y, poco después, nos fuimos también noso­tros. No nos habíamos dado los teléfonos, pero no podía quitármela de la cabeza, así que llamé al amigo que me había invitado a la fiesta y le pregunté si tenía su número. La gracia fue que el día antes ella le había llamado para pedirle el mío. «He oído que me andas buscando», le dije cuando por fin la llamé. Ni siquiera me presenté, no podía pensar con claridad, estaba nervioso. Ella reconoció mi voz enseguida, o quizá nuestro amigo la había avisado. «Iba a llamarte», dijo. «Pero no me has llamado», repliqué. «No, no te he llamado.» Entonces dijo algo que demostraba que era más valiente que yo y que me aceleró el pulso, porque no me lo esperaba y nunca lo olvidaré. «Y bien, ¿qué hacemos?», preguntó. ¿Qué hacemos? Con esa sola fra­se supe que mi vida se estaba saliendo de su órbita conocida. Nadie que yo conociera me había dirigido jamás palabras tan francas, casi salvajes.

—Me gusta.
—Cómo no te iba a gustar. Terminante y directa y tan al grano que tuve que tomar una decisión en el acto. «Vayamos a comer», dije. «Porque cenar es difí­cil, ¿no?», me preguntó. Me encantó su atrevimiento, la ironía implícita en su respuesta. «Vamos a comer hoy mismo», dije. «Hoy mismo entonces.» Nos reímos por la velocidad a la que estaba pasando todo. Aquel día, faltaba apenas una hora para el almuerzo.
—¿Te molestaba que tuviese la intención de enga­ñar a su novio?

—No. Ni me molestaba que yo estuviese hacien­do lo mismo. El almuerzo se alargó mucho. La acom­pañé hasta su casa en Via Margutta, luego ella me acompañó de vuelta hasta donde habíamos almorza­do, y luego la volví a acompañar a su casa. «¿Maña­na?», pregunté, todavía sin estar seguro de no estar forzando las cosas. «Por supuesto, mañana.» Era la semana antes de Navidad. El jueves por la tarde hici­mos algo completamente descabellado: compramos dos billetes de avión y volamos a Londres.

—¡Qué romántico!
—Todo iba tan rápido y parecía tan natural que ninguno vio la necesidad de hablar del tema con su pareja o de pensárselo dos veces. Nos deshicimos sin más de todas nuestras inhibiciones. En aquellos tiem­pos todavía teníamos inhibiciones.
—¿Quieres decir no como ahora?
—No puedo saberlo.
—No, supongo que no.

Su burla sesgada me hizo saber que se suponía que tenía que irritarme un poco. Me reí por lo bajo. Ella también lo hizo, era su forma de señalar que sabía que yo no estaba siendo sincero.
—En cualquier caso, terminó enseguida. Ella vol­vió con su novio y yo con mi novia. No seguimos sien­do amigos, pero fui a su boda y después los invité a la nuestra. Ellos siguieron casados, nosotros no. Voilà.

—¿Por qué dejaste que volviera con su novio?
—¿Por qué? Quizá porque nunca estuve del todo convencido de mis sentimientos. No luché por seguir con ella, lo que ella ya sabía que no haría. A lo mejor quería enamorarme y temía no estar enamorado y preferí nuestro pequeño limbo en Londres a enfren­tarme a lo que no sentía por ella. A lo mejor preferí dudar a saber. Bueno, ¿y cuánto cobras tú por hora?

—Touchée!
¿Cuándo era la última vez que había hablado así con alguien?
—Háblame de la persona con la que estás —di­je—. Estoy seguro de que ahora mismo estás con al­guien especial.
—Estoy con alguien, sí.
—¿Hace cuánto? —me refrené—, si puedo preguntar.
—Puedes preguntar. Hace apenas cuatro meses —después se encogió de hombros y dijo—: No mere­ce la pena que lo anuncie en casa.
—¿Te gusta?
—Me gusta mucho. Nos llevamos bien. Y nos gus­tan las mismas cosas, pero solo somos compañeros de piso que fingen tener una vida juntos. No la tenemos.
—Qué forma de decirlo. Compañeros de piso que fingen tener una vida juntos. Suena triste.
—Es triste, pero también es triste que en este últi­mo rato haya compartido contigo más que con él en una semana entera.
—Puede que no seas de las que se abren a los demás.
—Pero si estoy hablando contigo.
—Soy un desconocido, y con los desconocidos es fácil sincerarse.
—Los únicos con los que puedo hablar con fran­queza son mi padre y Pavlova, mi perra, y ninguno de los dos seguirá vivo mucho tiempo. Además, mi padre odia a mi novio de ahora.
—Lo que no es poco habitual en los padres.
—En realidad, adoraba a mi novio anterior.
—¿Y tú?
Sonrió, anticipándose a la respuesta que me daría de carrerilla con una pizca de humor.

—No, yo no —se quedó pensando un momen­to—. Mi novio anterior quería casarse conmigo. Fue un alivio enorme que no montase un escándalo cuan­do rompimos. Seis meses después, me enteré de que se iba a casar. Me quedé lívida. Si alguna vez he sufri­do y llorado por amor, fue el día en que supe que se iba a casar con una mujer de la que nos habíamos reí­do horas durante meses cuando estábamos juntos.

Silencio.
—Celosa sin estar enamorada en lo más míni­mo... Eres complicada —dije al final.
Me echó una mirada que era a la vez un reproche velado por atreverme a hablar así de ella y una perple­ja curiosidad por querer saber más.
—Te he conocido en un tren hace menos de una hora y aun así me comprendes perfectamente. Me gusta. Aunque podría contarte otro defecto terrible.
—¿Qué pasa ahora?
Nos reímos los dos.

—Nunca mantengo una relación cercana con la gente con la que he salido. A casi nadie le gusta que­mar las naves. En mi caso es como si las volara, segu­ramente porque no habría mucha nave, para empezar. A veces lo abandono todo en casa de ellos y desaparez­co sin más. Odio el proceso eterno de recogerlo todo y mudarse y todas esas conversaciones post mortemque se convierten en súplicas llorosas para seguir jun­tos; sobre todo, odio fingir prolongar una relación cuando ya ni siquiera queremos que nos toque la per­sona con la que ni recordamos haber querido acostar­nos.

Tienes razón: no sé por qué empiezo con nadie. Una relación nueva es pura molestia. Además de las pequeñas costumbres domésticas que tengo que aguan­tar. El olor de la jaula del pájaro. La forma en que le gusta apilar los CD. El ruido del radiador antiguo en mitad de la noche, que me despierta siempre a mí y nunca a él. Él quiere cerrar las ventanas. A mí me gus­tan abiertas. Yo dejo la ropa por cualquier parte. Él quiere las toallas dobladas y guardadas. Le gusta apre­tar el tubo de la pasta de dientes con cuidado, de aba­jo arriba; yo lo aprieto como sea y siempre pierdo el tapón, que él encuentra luego en el suelo detrás del inodoro. El mando tiene su lugar, la leche tiene que estar a mano, pero no demasiado cerca del congela­dor, la ropa interior y los calcetines van en este cajón, no en ese otro.

Y sin embargo, no soy complicada. En realidad soy buena persona, solo que un poco terca, aunque es solo fachada. Soporto a todo el mundo y lo soporto todo. Por lo menos un tiempo. Luego, un día, el impacto: no quiero estar con este tipo, no lo quie­ro tener cerca, necesito irme. Combato ese sentimien­to, pero en cuanto un hombre lo nota te acosa con ojos desesperados de cachorrito. Una vez que veo esa mirada, uf, me voy y encuentro a otro inmediatamen­te. ¡Hombres! —dijo por último, como si aquella pa­labra resumiera todos los defectos que la mayoría de las mujeres está dispuesta a pasar por alto y aprender a soportar, y en última instancia a perdonar en los hom­bres a quienes esperan amar el resto de su vida, hasta que saben que no lo harán—. Odio que la gente salga herida.

Se le ensombrecieron los rasgos. Me habría gusta­do acariciarle la cara con delicadeza. Ella se percató de mi mirada y bajé los ojos.

De nuevo, me fijé en sus botas. Botas feroces, in­dómitas, como si las hubiese arrastrado en caminatas abruptas y así hubiesen adquirido su aspecto envejeci­do y desgastado, lo que significaba que confiaba en ellas. Le gustaba que sus cosas estuvieran gastadas y hechas a ella. Le gustaba la comodidad. Sus calcetines gruesos de lana azul marino eran calcetines de hom­bre, probablemente los habría sacado del cajón del hombre al que aseguraba no querer, pero la cazadora motera de piel de entretiempo parecía muy cara. De Prada, seguramente.

¿Se había largado de casa de su novio y con las prisas se había puesto lo que tenía más a mano con un apresurado me voy a casa de mi padre, te llamo esta noche? Llevaba puesto un reloj masculino. ¿También de él? ¿O simplemente prefería los relojes de hombre? Todo lo suyo parecía descarnado, tosco, incompleto. Vislumbré después una franja de piel en­tre los calcetines y el bajo de los vaqueros; tenía los tobillos delicadísimos.

—Háblame de tu padre —dije.
—¿De mi padre? No está bien y nos vamos a que­dar sin él —entonces se interrumpió—: ¿Sigues co­brando por hora?
—Como ya te he dicho, es más fácil hacer confi­dencias a los desconocidos a los que no vamos a volver a ver.
—¿Eso crees?
—¿Qué, lo de las confidencias en el tren?
—No, que no nos volveremos a ver.
—¿Qué probabilidades hay?
—Cierto, muy cierto.
Intercambiamos sonrisas.
—Sigue hablando de tu padre.

—He estado pensando en una cosa. Mi amor por él ha cambiado. Ya no es un amor espontáneo, sino un amor reflexivo, precavido, de cuidadora. No es au­téntico. Aun así, somos muy sinceros el uno con el otro y no me da vergüenza contarle nada. Mi madre se fue hace casi veinte años, y desde entonces hemos estado solos él y yo. Tuvo una novia un tiempo, pero ahora vive solo. Una persona cuida de él, cocina, hace la colada, limpia y ordena. Hoy cumple setenta y seis años. Por eso llevo una tarta —dijo, señalando la caja blanca colocada en la rejilla superior. Parecía avergon­zada de ella, quizá por eso soltó una risita cuando la señaló—. Me ha dicho que ha invitado a dos amigos a comer, pero todavía no le han contestado y me imagi­no que no aparecerán, ahora nadie aparece. Ni mis hermanos tampoco. Le gustan los profiteroles de una tienda antigua de Florencia que no queda lejos de donde vivo. Le recuerdan a tiempos mejores, cuando enseñaba allí. No debería comer dulces, claro, pero…

No tuvo que terminar la frase.
El silencio entre nosotros duró un rato. De nuevo hice ademán de volver a mi libro, convencido de que aquella vez habíamos terminado de hablar. Un poco después, con el libro todavía abierto, me puse a mirar por la ventanilla el ondulado paisaje toscano y mi pen­samiento empezó a vagar. Me rondaba la mente la ex­traña e informe idea de ella cambiándose de asiento y sentándose a mi lado. Era consciente de que me esta­ba quedando dormido.

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