Te escribo desde Italia con mi nueva-vieja máquina de escribir italiana, sentado en la terraza del castillo en el que Siri y yo nos alojamos desde hace una semana, contemplando un paisaje extraordinariamente bello de viñedos y colinas. ¿Qué hemos hecho para merecer esto? Los organizadores del pequeño festival en el que vamos a participar el viernes y el sábado nos ofrecieron este respiro, que aceptamos ciegamente, sin saber en qué nos íbamos a meter, y todo ha resultado mejor, mucho mejor, de lo que podíamos haber imaginado. Somos los únicos huéspedes del hotel, que en efecto es un castillo, aunque nuevo por esta parte (circa 1880), un capricho arquitectónico que sin embargo no deja de ser un auténtico faux castillo, y al cabo de tres semanas de patearnos ciudades del norte de Europa, la tranquilidad de este sitio (Novello, en las colinas Langhe del Piamonte) nos ha procurado un grato período de extasiado reposo sin precedentes. Nada de obligaciones, ninguna preocupación. Escribimos, leemos y comemos, y siempre hay sol; cada día es más cálido y soleado que el anterior.
Empezamos con diez días en París, donde no tenía nada que hacer salvo trabajar en mi libro y ver a viejos amigos, mientras que Siri estaba sumamente atareada con los periodistas (su novela acaba de salir en Francia) y diversos actos públicos. La he visto pronunciar una conferencia en la Sociedad Psicoanalítica de París, dirigir un seminario polémico, totalmente estimulante, sobre trauma y literatura en la Sorbona (en un momento dado, se remangó y dijo: «Me encanta pelear por las ideas»), mantener un debate desde la tarima en la Bibliothèque Nationale, tomar parte con otra escritora en un diálogo en Shakespeare and Company que se anunciaba como: «Yo no leo ficción, pero mi mujer sí. ¿Podría dedicarle este libro a ella?», y finalmente, una lectura doble, bilingüe, con la actriz Marthe Keller. Luego, a Viena, donde leyó su muy esperada conferencia sobre Sigmund Freud ante una sala repleta. Una disertación espléndida, brillante, producto de dos o tres meses de romperse la cabeza trabajando, y allí estaba yo, sentado entre el público, con los ojos llenándoseme de lágrimas mientras los aplausos llovían sobre ella. Luego nos fuimos en direcciones opuestas durante cuatro días, Siri a Alemania para dar lecturas en Berlín, Hamburgo y Heidelberg, y yo a Estocolmo, donde por mi parte también empecé a ganarme el sustento. Después de eso unimos fuerzas en Copenhague, pues habíamos prometido que asistiríamos a un festival organizado por nuestro editor danés, que lucha por abrirse paso y cuya empresa está pendiente de un hilo, esperando que nuestra presencia le diera un espaldarazo, y durante cinco días trabajamos mucho, demasiado, y al final nos caíamos de agotamiento. Llevé la cuenta de las intervenciones públicas de Siri: catorce actos en diecinueve días; un programa inhumano, y la he hecho prometer que jamás volverá a repetirlo.
Extrañamente, parece que ya he terminado mi libro.Tras darme contra la pared el noviembre pasado con la novela que trataba de escribir (de lo que ya te he hablado anteriormente), hice una pausa, y un par de días después de Año Nuevo empecé a escribir otra cosa: una obra autobiográfica, una serie de fragmentos y recuerdos, un curioso proyecto que gira entorno a la historia de mi cuerpo, al yo físico que ya arrastro sesenta y cuatro años conmigo. Doscientas páginas después, me parece que ya he dicho bastante, y cuando Siri lo leyó ayer de cabo a rabo y dio su aprobación, de pronto me encuentro otra vez desocupado. Por eso te escribo esta carta adicional; porque estoy viviendo en un faux castillo en Italia y no sé lo que hacer hoy. Otra carta, entonces, con objeto de llenar estas tranquilas horas de la mañana y transmitirte dos pequeñas anécdotas, dos frases que desde algún tiempo vienen resonando en mi cabeza.
1. «Se creen que esto no va a acabar nunca.»
En Deauville (Francia) se celebra en septiembre un festival de cine norteamericano: las nuevas películas que aparecerán en otoño en ambos países. No sé cómo ni por qué empezó ese festival, pero todos los años se entrega un premio (o solía otorgarse) a un escritor estadounidense por el conjunto de su obra. En 1994, yo resulté ser el afortunado, y cuando me dijeron que Mailer y Styron lo habían ganado en años anteriores, decidí que era un honor y que valía la pena cruzar el Atlántico por él, de modo que para allá fuimos Siri y yo, a Deauville, un centro de veraneo en Normandía. Fue un buen año para estar allí: el quincuagésimo aniversario del Desembarco. Para señalar la ocasión, el Festival había invitado a diversos hijos y nietos de los generales aliados, entre ellos a uno de los descendientes de Leclerc y a la nieta de Eisenhower, Susan. Siri y yo acabamos pasando un rato con Susan Eisenhower (nos cayó muy simpática), y cuando nos enteramos de que era una «experta en Rusia»,casada con un científico de una de las repúblicas de la antigua Unión Soviética, los dos comprendimos que la guerra fría había terminado efectivamente. ¡La nieta de Eisenhower casada con un científico soviético!
También para celebrar el aniversario, el Festival había programado proyecciones de películas sobre la Segunda Guerra Mundial y había enviado invitaciones a algunos de los viejos actores norteamericanos que habían intervenido en ellas.Y así llegamos a conocer a personajes comoVan Johnson (sordo como una tapia), Maureen O’Hara (aún preciosa) y Roddy McDowell. Durante la cena a que asistimos con esas estrellas cinematográficas desaparecidas, O’Hara se inclinó en cierto momento hacia McDowell y le preguntó: «¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Roddy?».A lo que McDowell contestó: «Cincuenta y cuatro años, Maureen». Habían actuado juntos en Qué verde era mi valle, de John Ford. Asombroso haber estado allí, haber presenciado ese cruce de palabras.
Otra de las personalidades que asistió aquel año fue Budd Schulberg. Lo había visto un par de veces en Estados Unidos, y su relación con el cine de Hollywood probablemente se remontaba en el tiempo más que la de cualquier otro que aún estuviera en el reino de los vivos, ya que su padre había sido B. P. Schulberg, director de la Paramount en los años veinte y treinta, y cuando tenía diecinueve años, Budd había colaborado en un guión con F. Scott Fitzgerald. El hombre que escribió La ley del silencio, autor de una de las mejores novelas sobre Hollywood, ¿Por qué corre Sammy?, así como el guión de la última película de Bogart, Más dura será la caída, un excelente film ambientado en el mundo del boxeo; un individuo complejo, antiguo miembro del partido comunista que mencionó nombres ante el Comité de Actividades Estadounidenses en los últimos años cuarenta y primeros cincuenta, y por lo que he leído se volvió contra el Partido con gran violencia cuando intentaron interferir en su trabajo,declarando que eran unos cabrones del primero al último. De todos modos, no llegué a tratarlo mucho, éramos simples conocidos en el mejor de los casos, pero había disfrutado conversando con él en Estados Unidos, siempre impresionado por lo bien que hablaba a pesar de tener un doble defecto (tartamudeo y ceceo), y entonces, en Deauville, en 1994, nos encontramos por casualidad en el vestíbulo del hotel en el que ambos nos hospedábamos, donde se alojaba todo el mundo relacionado con el Festival (estrellas de cine, directores, productores, jóvenes actores y actrices), y como los dos esperábamos a que nuestras mujeres bajaran para la cena, nos sentamos juntos en un banco del vestíbulo y observamos en silencio las ajetreadas idas y venidas de los ricos, bellos y famosos. Entró apresurado Tom Hanks (era el año de Forrest Gump: atroz película, por si estás tentado de verla), pasó a todo correr una fascinante starlet con su séquito, circularon precipitadamente muchos otros, todos ellos con aire confiado, henchidos con la sensación de su propia importancia, de haber llegado a la cima, como si cada uno de ellos fuera efectivamente el dueño del mundo, y al cabo del rato Budd se volvió hacia mí, el octogenario Budd, que llevaba viendo a esa gente desde que era niño, que había llegado a lo más alto y a lo más bajo, el sabio anciano que tartamudeaba y ceceaba a la vez se volvió hacia mí y me dijo: «Se creen que esto no va a acabar nunca».
2. «Estaban todos muertos.»
La tercera hermana Hustvedt está casada con un escultor llamado Jon Kessler, y desde hace veinticinco años Jon y yo somos buenos amigos: cuñados que se tratan más como hermanos que como cuñados. El tío abuelo de Jon, Bernie Kamber, que murió hace unos años ya cumplidos los noventa, era un personaje maravilloso que trabajó como agente de prensa de películas de Hollywood en los años cuarenta, cincuenta y sesenta, una figura atávica de la época de Damon Runyon, que hablaba un neoyorquino ya desaparecido de la faz de la tierra y a quien, en su senectud, nada le gustaba tanto como contarnos historias sobre sus aventuras juveniles. Parecía haber conocido a todo el mundo, desde Rita Hayworth a Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, George Burns (que era su más íntimo amigo) y sobre todo a Burt Lancaster, para quien trabajó en diversos proyectos. «Burt era un tío serio –nos contó una vez–, y leía un montón de libros profundos.Ya sabéis, de gente como Pluto y Aristóteles.» (Pluto, el perro de los tebeos, no Platón.) Una de mis historias favoritas de Bernie se remonta a la guerra, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética eran aliados. Le encargaron promocionar un film mediocre titulado Three Russian Girls, y se le ocurrió un plan para atraer una gran cantidad de gente al cine la noche del estreno en Kansas City: todo el que estuviera dispuesto a donar medio litro de sangre a nuestros amigos rusos entraría gratis. Según contaba Bernie, llegó a la sala un poco tarde, después de empezada la película, y cuando se acercaba a la entrada, vio al dueño del cine enzarzado en una escandalosa discusión con un hombre. Bernie preguntó qué pasaba y el contrariado dueño dijo: «Usted y sus maravillosas ideas. ¡Este individuo quiere que le devuelvan su sangre!».
Así era el tío de Jon, Bernie. Un par de años antes de morir, Bernie nos contó una noche que había leído una nueva biografía de John F. Kennedy. En el libro, se alegró y se sorprendió a la vez de encontrarse con ciertas referencias a un famoso burdel de los años cincuenta, un local que por lo visto frecuentaba Kennedy y que Bernie y muchos de sus amigos también conocían. Entusiasmado por citar esos pasajes a sus antiguos colegas, Bernie se dirigió al teléfono para llamarlos a todos, pero según iba repasando la lista en su cabeza, vio que ninguno de ellos estaba en condiciones de contestar a su llamada. «Estaban todos muertos», nos dijo. Bernie había sobrevivido a sus amigos, y ahora que era el último que quedaba, no tenía a nadie con quien hablar del pasado. Me recordó esas singularidades antropológicas que he leído de vez en cuando: el último miembro vivo de la tribu, la última persona que habla una lengua... que se extinguirá cuando él muera.
Gracias por tu carta del 22 de abril. Confío en que te esté yendo bien el viaje por Europa.
Te refieres a mí como a ese «otro ausente» con el que te sorprendes a ti mismo hablando en tu imaginación. Permíteme que admita algo distinto, aunque parecido.Yo he estado en tu casa pero, como bien sabes, no he visto el apartamento –equipado de forma muy simple,según lo describes– donde trabajas. Pues bueno, de vez en cuando tengo visiones de ti en ese apartamento, que en mi imaginación está pintado de blanco, bien iluminado y no tiene ventanas, un poco como los espacios de confinamiento que salen en tu narrativa. Estás sentado a tu mesa, con los dedos sobre la máquina de escribir, que en mis visiones es una Remington bastante vetusta y voluminosa (a veces la cinta se engancha y hay que soltarla: ya tienes una mancha negra en el pulgar que no se va).Y allí estás tú sentado, hora tras hora, día tras día, enfrascado en tus pensamientos.
Cuando te veo así, siento cierto cariño fraternal hacia tu valentía testaruda y no apreciada. Por supuesto, sé que en otras ocasiones te pones otra cara para el público, la del admirado hombre de letras. Pero estoy convencido de que mi visión de ti como prisionero voluntario de la Musa es más cierta. El mundo se ha rendido a sus pies, pienso para mí mismo, y sin embargo ahí está, a las ocho y media de la mañana, abriendo la puerta de su celda y fichando para el castigo de la nueva jornada.
Sé que se dicen muchas chorradas románticas sobre la vida del escritor, sobre la desesperación de enfrentarse a la página en blanco, sobre la angustia de la inspiración que no llega, sobre la rachas impredecibles –y no fiables– de creación febril e insomne, sobre la inseguridad agobiante e inquebrantable, etcétera. Pero no son del todo chorradas, ¿verdad? Escribir es una cuestión de dar y dar sin parar, sin respiro. Pienso en el pelícano que tanto le gusta a Shakespeare, que se abre el pecho para alimentar a sus vástagos con su sangre (¡qué grotesca leyenda popular!).Y luego pienso en ti en ese sitio solitario, ofreciéndote a la boca abierta de la Remington.
Confieso que me cuesta un poco encajar la tienda de bocadillos que describes dentro de esta imagen de privaciones monásticas. Pero luego pienso: tal vez cuando Paul visita la tienda de bocadillos se sienta en un rincón, en silencio y sin que nadie lo reconozca, y en cuanto ha terminado de comer se escabulle como un fantasma.
Esperanza nueva para los muertos: qué gran título. Qué lástima que ya esté cogido.
Gracias por tu amable preocupación por mi insomnio. No me atrevo a darte permiso para que le pidas a Siri que me escriba, no porque no me creo que ella tenga un conocimiento especializado, sino porque me temo que ya nadie me puede ayudar. Hace un par de años tuve una larga serie de visitas con una especialista en sueño. Estaba muy al día, o eso me pareció, y me prescribió un régimen que tal vez me habría funcionado de vivir una vida más regular y de tener un carácter más fuerte. Al final, sin embargo, no pude hacer frente al sufrimiento de obligarme a levantarme de la cama a las tres de la madrugada para a continuación luchar para mantenerme despierto todo el día hasta acostarme a las nueve o las diez de la noche.Y además –tal como la terapeuta se vio obligada a admitir–, todo lo ganado se perdía de inmediato en cuanto yo viajaba al extranjero cruzando varios husos horarios, y se subvertía de nuevo al regresar.
Es curioso pero me resulta más fácil dormir en Europa occidental, que se da la casualidad de que está en el mismo huso horario que mi Sudáfrica natal,que enAustralia.Tal vez, aunque ya han pasado nueve años, mi organismo no se haya adaptado a las Antípodas.
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31 de mayo de 2011
Gracias por esa carta tan larga y de tono tan feliz que me has mandado desde tu castillo en Italia (24 de mayo).Te preguntas qué has hecho para merecer tan buena suerte. Respuesta: este episodio concreto de buena suerte compensa un episodio equivalente de mala suerte que te cayó encima en el pasado, un episodio que ya has olvidado porque no eres de esas personas que le guardan rencor al destino.
De manera que has completado una historia de tu cuerpo en doscientas páginas. Qué idea tan interesante, y cómo te envidio no solo por haber tenido la idea sino también por materializarla, que siempre es la parte más difícil. Me esperaré a ver si tratas con tu cuerpo por partes o si lo tratas de forma integral.
Siempre me ha resultado interesante que, mientras que los humanos pensamos que nuestro cuerpo tiene partes,los animales no. De hecho, dudo que los animales piensen que tienen cuerpo. Simplemente ellos son su cuerpo.
El mes que viene voy a asistir a un simposio que se celebra en el Reino Unido sobre Samuel Beckett. Cometí la tontería de conceder una entrevista por correo electrónico por adelantado con uno de los organizadores, sobre el tema de mi relación con Beckett.Tal como él y yo estamos descubriendo,no tengo nada nuevo que decir sobre Beckett y tal vez ni siquiera tengo relación alguna con él. Está claro que yo no sería la clase de escritor que soy si Beckett no hubiera nacido, pero se trata de una clase de deuda –lo llamo deuda a falta de una palabra mejor– que es mejor no examinar. Prefiero limitarme a presentar mis respetos en silencio ante la capilla de SB del templo de SB (nunca he visitado la tumba de SB).
Muy cordialmente,
John
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14 de junio de 2011
Querido John:
Cuánto me alegro de tener noticias tuyas. Solo para que te quedes tranquilo: No me como el almuerzo en la tienda de sándwiches. Casi todas las mañanas paso por allí de camino al trabajo y pido algo para llevar; que consumo varias horas después en mi pequeño apartamento, siempre en la más absoluta soledad. En el establecimiento estoy aproximadamente entre cuatro y siete minutos y, salvo para pedir al que atiende el mostrador la clase de sándwich que quiero, rara vez hablo con alguien. ¡Pero cuánto se puede ver y oír entre cuatro y siete minutos!
Me conocen, sin embargo (al menos un par de empleados de allí), porque mencioné el local por su nombre en Brooklyn Follies y hace unos diez años alcancé a oír un comentario que hacía a Siri uno de los que despachan. Del libro: «Iba a pedir una rosquilla con canela y pasas, pero se me trabó la lengua y me salió una rosquilla con qué pasa. Sin inmutarse, el joven que estaba detrás del mostrador contestó: “Lo siento, de esas no nos quedan. ¿Qué le parece una rosquilla con guasa?”».
El lugar donde trabajo tiene en realidad varias ventanas y mucha luz. La máquina de escribir no es una Remington sino una Olympia; pero no importa, me mancho los pulgares de tinta cada vez que pongo una cinta nueva, y el espíritu del lugar –si no el ambiente físico– se parece mucho a como lo imaginas.Y no, lo que dices no es una completa tontería, y me llega al alma, me emociona en realidad, que ya me entiendas lo bastante para saber que la parte más valiosa de mi vida transcurre en el silencio de esas cuatro paredes. La palabra «valentía» podría resultar un tanto excesiva (jamás me he considerado valiente), pero eso no quiere decir que no te agradezca el haberlo pensado.
Me han seguido preocupando tus problemas de sueño, y ahora que han pasado dos semanas desde que volví y aún me esfuerzo por adaptarme de nuevo al horario de NuevaYork (todos los días me despierto a las cinco), estoy convencido de que lo que padeces es un prolongado desfase horario: sufres un episodio de jet lag que ya te dura nueve años, el peor caso de que se tiene conocimiento en la historia. La única forma de curarlo sería dejar de viajar durante un par de años, quedarte tranquilo en Australia y permitir que tu organismo se adapte f inalmente a las exigencias de vivir en ese remoto país. ¡Pero ahora te vas a Inglaterra a dar una conferencia sobre Beckett! (Casi todas las veces que nos escribimos, parece que alguno de los dos está a punto de marcharse a otro país.) Si no puedes dominar tu impulso de viajar a Europa varias veces al año, entonces la solución quizá sea (¿me atreveré a decirlo?: parece tan sencillo y evidente) volver a levantar el campamento y mudarse a Europa. Una solución lógica, tal vez; pero claro, la vida no es lógica, y hay que vivir donde uno se sienta más a gusto. Por otro lado: tienes que dormir. Debes dormir, no cabe la menor duda.
En cuanto al nuevo libro sobre mi cuerpo, no, no es una avería anatómica de una parte de mí tras otra. Son disquisiciones sobre placeres y dolores (relaciones sexuales y comida, por ejemplo, así como enfermedad y huesos rotos), unos largos pasajes sobre mi madre (en cuyo cuerpo empezó mi propio cuerpo), una lista de todos los sitios donde he vivido (los domicilios donde mi cuerpo ha estado resguardado), ref lexiones sobre la deformación, la muerte y las experiencias que pudieron haberme conducido a la muerte pero no lo hicieron...
Pensando en el libro, de pronto se me ocurre que podría ser buena idea leer algo de él en Canadá, cuando hagamos nuestro acto conjunto.Y en cuanto menciono Canadá me pongo a pensar en Portugal en noviembre.Acabo de desayunar con Paulo Branco –que ha estado un par de días en Nueva York–, y me ha dicho que va a enviarte una invitación formal para que de nuevo formes parte del jurado. Debido a la crisis financiera en Portugal,había ciertas dudas sobre si este año se celebraría o no el Festival, pero Paulo me ha asegurado que se han resuelto los problemas y que todo está bien. Siri va, nuestra hija Sophie va (a cantar), yo voy, y espero que Dorothy y tú vayáis también. ¡Mal rayo parta al desfase horario! Sería estupendo pasar allí unos días con vosotros.
Otro capítulo de la historia en curso sobre «Nueva esperanza para los muertos»:
La madre de mi primera mujer vivió hasta cumplir los cien, quizá hasta los ciento uno. Nacida en 1903, la menor de seis o siete hermanos, me enseñó una vez una fotografía que le habían tomado en su primer cumpleaños, un retrato de familia que incluía a sus padres, sus hermanos, sus tíos, sus primos, sus abuelos y ella misma, una pequeña criatura sentada en las piernas de alguien. De pie al extremo izquierdo de la fila de atrás había un anciano de barba blanca.Me dijo que era su tío abuelo y que tenía noventa y nueve años cuando se tomó la fotografía. Hice unos rápidos cálculos en mi cabeza y concluí que había nacido en 1805. Cuatro años antes que Abraham Lincoln. Fue en 1967 cuando tuve aquella fotografía en las manos, y todavía recuerdo el abrumador efecto que me causó. Me dije a mí mismo: «Estoy hablando con una persona que conoció a alguien que nació antes que Abraham Lincoln». Ciento sesenta y dos años: ¡un abrir y cerrar de ojos!
Ahora, cuarenta y cuatro años después, me digo a mí mismo: Doscientos seis años..., ¡un abrir y cerrar de ojos!
Como siempre,
Paul
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Paul Auster nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia.Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traductor, «negro» literario y cuidador de una finca; desde 1974 reside en Nueva York. Es el autor de una veintena de obras, todas ellas publicadas por Anagrama, entre las que destacan La trilogía de NuevaYork (compuesta por las novelas Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada) y Brooklyn Follies.También es autor de la novela gráfica Ciudad de cristal y de los guiones de Smoke & Blue in the face, Lulu on the Bridge y La vida interior de Martin Frost. Paul Auster se ha convertido en uno de los autores con mayor prestigio internacional y con un número de lectores que crece sin cesar en España y América Latina, mientras se suceden las reediciones. Además, en 2006 le fue concedido el prestigioso Premio Príncipe de Asturias de las Letras, que disparó su popularidad en nuestro país.
J. M. Coetzee nació en 1940 en Ciudad del Cabo y se crió en Sudáfrica y en Estados Unidos. Ha sido profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista y crítico literario, y es, sin duda, uno de los escritores contemporáneos más relevantes. Premio Nobel de Literatura en 2003, es autor de novelas como Vida y época de Michael K (1983) y Desgracia (1999) –que le valieron sendos premios Booker, el galardón más prestigioso de la literatura en lengua inglesa–, así como de Infancia (1998), Juventud (2002) y Verano (2009), su autobiografía novelada. En España ha sido galardonado con el Premi Llibreter 2003 y el Premio Reino de Redonda, creado por el escritor Javier Marías.