Jorge Javier Romero Vadillo
01/08/2024 - 12:02 am
Los partidos en crisis: Morena
"La coalición de López Obrador es esencialmente reaccionaria".
No faltará a quien le parezca absurdo que incluya a Morena en esta serie sobra los partidos en crisis, pero de manera paradójica la aparición y el desarrollo de Morena está en el centro de la crisis de los partidos que vivimos y, al mismo tiempo, se trata de una organización extremadamente frágil, pues no tiene otro resorte disciplinario que la gracia y desgracia del gran líder y no parece fácil que la próxima Presidenta logre la misma fuerza de adhesión que el caudillo iluminado.
Morena es una organización laxa, sin institucionalización, sin mecanismos estatutarios que garanticen la cohesión más allá del tirón electoral, primero, y de capacidad de reparto del botín estatal (puestos en la burocracia, posiciones legislativas, municipales y ejecutivas), después, de López Obrador. Estar en la gracia de López Obrador y ofrecerle algo a cambio que él considere provechoso para ampliar su influjo es lo único que se necesita para prosperar en la variopinta coalición, cuya característica principal es el oportunismo.
Un partido, por llamarlo de alguna manera, sin otra ideología que el confuso ideario de López Obrador, de por sí bastante flexible y mutante. Por ahí tienen algún comisariado ideológico para mantener entretenidos a los doctrinarios que todavía creen que es un partido de izquierda, cuando no es otra cosa que una mezcolanza de conversos al credo verdadero, después de haber vivido la gran mayoría de ellos del viejo sistema de reparto priista, con algunos rescoldos de una aceda izquierda doctrinaria. Comparten casi todos ellos un rechazo epidérmico a la competencia. Pocos podrían pertenecer a una burocracia profesional con requerimientos de capacidad técnica en su sistema de ingreso, promoción y permanencia, de ahí que sean firmes defensores del sistema de botín que ha caracterizado tradicionalmente al Estado mexicano y que no quisieron desmantelar seriamente los gobiernos del paréntesis democrático.
Lo poco de nuevo Estado profesional que se construyó durante el régimen de la transición estuvo en torno a los organismos constitucionales autónomos, en la mira destructiva de López Obrador desde el inicio de su mandato. Cualquier criterio que no sea la arbitrariedad política para seleccionar personal del Estado lo ha tachado de neoliberal o conservador o dispendioso, mientras que ha repartido prebendas y puesto de elección con toda la discrecionalidad acostumbrada por los antiguos presidentes de la época clásica del PRI, no el finisecular, ya fuertemente acotado, sino el de las décadas de 1950 y 1960.
De ahí que haya logrado aglutinar a una caterva de intermediarios políticos cuya ventaja competitiva sea la de saber usar con prodigalidad los recursos públicos y los favores del poder para garantizar la lealtad de sus seguidores, herederos de los que hicieron del PRI una maquinaria extraordinariamente eficiente, lubricada con recursos públicos, para mantener durante décadas al orden autoritario.
La coalición de López Obrador es esencialmente reaccionaria. Desde su llegada a la dirección del PRD, en 1996, supo abrirles las puertas a los descontentos del PRI y se convirtió en la opción preferencial de salida para quienes no resultaban beneficiados por la designación presidencial en los tiempos postrimeros del régimen, durante la Presidencia de Ernesto Zedillo (1994–2000). Dentro del PRD también se convirtió en el líder de las redes de clientelas urbanas con un discurso izquierdista, pero que operaban de manera igualmente caciquil entre sectores de la población con demandas que solo el Estado podía satisfacer.
Cuando una parte del PRD quiso hacer política de Estado, con el Pacto por México, y avanzar en reformas para restarle arbitrariedad a la Presidencia de la República con cuerpos de funcionarios autónomos y especializados, para debilitar a los monopolios y para profesionalizar al magisterio, López Obrador encabezó la rebelión de los intermediarios clientelistas dentro del partido, con el beneplácito –cuando no el apoyo– de los empresarios enemigos de un cambio de reglas que les restaba privilegios. Pronto se hizo también con apoyo del sindicalismo magisterial misoneísta, con su reiterada consigna de echar abajo “la mal llamada reforma educativa”.
Ya en el gobierno se empeñó en desmantelar cualquier cuerpo profesional del Estado creado durante el breve espacio democrático. Empezó con la Policía Federal, siguió con el incipiente servicio profesional docente, arremetió contra el personal de aduanas, del de los puertos y aeropuertos, contra el INAI y bombardeo noche y día al INE. Ahora, al final, quiere acabar con el servicio profesional del Poder Judicial, para sustituirlo por tribunales populares. Desmanteló a los Centros CONACYT, con especial inquina contra el CIDE. Todo aquello que suena a competencia basada en capacidades y especialización técnica le saca urticaria. No en balde nombró a un viejo politicastro director de la CFE y a un ingeniero agrónomo lo puso al frente de la principal empresa del Estado, cuyo funcionamiento requería de alta especialidad financiera y que ha quedado en la bancarrota.
El personal civil desplazado ha sido sustituido por las fuerzas armadas en buena parte de los casos, pero otra parte de las funciones sustantivas del Estado ha sido devuelta a los intermediarios clientelistas, que gestionan los recursos como agentes con bastante autonomía, pero leales hasta la ignominia al gran timonel, pues de su abyección depende su permanencia en la parcela de rentas concedida.
¿Y ahora qué va a pasar? Es muy probable que López Obrador se mantenga como el árbitro final de las disputas por el reparto del botín, mientras que la Presidenta intente gestionar la administración pública central, un tanto a la manera de la dupla Calles–Abelardo Rodríguez entre 1932 y 1934. Una Presidenta acotada políticamente por su antecesor, único capaz de mantener la disciplina en el partido y en el Congreso de la Unión. Dudo mucho que Claudia Sheinbaum tenga las habilidades políticas y la decisión de Lázaro Cárdenas cuando rompió con el caudillo en 1935, a unos meses de su toma de posesión, para comenzar a construir la gobernabilidad priista clásica, autoritaria pero institucionalizada, impersonal.
López Obrador parece urgido de irse de la Presidencia ya con todo el entramado institucional de la transición desmantelado, de manera que todo el poder quede centralizado, con la fachada de una Presidenta débil y el apoyo de las fuerzas armadas, pero con él como el hombre necesario para mantener la cohesión de una coalición que no es otra cosa que una jaula de grillos sin principios ni proyecto.
Pero tampoco es seguro que una vez fuera de la Presidencia, sin capacidad directa de repartir los recursos, López Obrador conserve su poder cohesionador. Puede ocurrir que lo que veamos sea a la nueva coalición hegemónica sumida en la guerra interna y que se acabe desmoronando como un castillo de arena.
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