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Fabrizio Mejía Madrid

13/03/2025 - 12:05 am

La Wallace

La Wallace apareció y desapareció para explicar el motivo por el que la primera reacción de muchos fuera el recelo de esta muerte.

Cuando hay sospechas fundadas de que estás fingiendo tu propia muerte es porque, en vida, creaste y destruiste nombres, cuerpos, existencias. Es porque los demás te creen capaz de tal locura. Eso fue lo que pensé cuando muchos empezaron a decir que la muerte de la torturadora Isabel Miranda de Wallace no era tal. Recordé lo que se dijo en julio de 1997 del narco Amado Carrillo, "El Señor de los Cielos", que supuestamente también simuló su muerte en una operación quirúrgica en la que se supone que se iba a cambiar la cara. En el caso de La Wallace, aunque también hay una mesa de quirófano, sólo le falta la máquina de coser y el paraguas, para que aplique como ”encuentro surrealista”, según lo definió André Bretón. Pero, revisemos lo que, en vida, La Wallace apareció y desapareció para explicar el motivo por el que la primera reacción de muchos fuera el recelo de esta muerte.

Lo primero es, por supuesto, cómo creó y desapareció a su propio hijo. Como es ahora el caso con la CURP de la madre, el hijo sacó una clave CURP cinco años después de muerto. Pero hay mucho más. El Registro Civil expidió una orden de defunción de Hugo Alberto Wallace sin que hubiera aparecido su cuerpo o, como sabemos por múltiples evidencias, sin que se haya demostrado que fue secuestrado y ejecutado. Por increíble que parezca, hubo una autopsia sin cuerpo. La firmó una doctora Blanca Crespo que nos imaginamos con un bisurí en el aire simulando que delante de ella hay un cadáver. Luego, en el 2014, nueve años después de muerto, se expidió un acta de nacimiento en donde aparece como padre su tío, Fausto Miranda. Sabemos que el hijo de La Wallace biológicamente no era de Enrique Wallace Díaz, sino que él aceptó al hijo de La Wallace al casarse. Este dato es importante porque destruye la única evidencia del supuesto secuestro: un cabello y una gota de sangre que son compatibles con los genes de quien no le dio ningún gen. Quiero detenerme en este punto. Distintos peritos y jueces dieron por válida una muestra de sangre que, según ellos, comparada con la del padre adoptivo, resultaba idéntica. Es de locos. ¿De dónde sacaron la gota y el cabello? Primero no encontraron nada, en esos días después de la denuncia del secuestro de su hijo el 11 de julio de 2005, en que la policía cateó el departamento 4 de Perugino 6, en la Benito Juárez de la Ciudad de México. Nada en un departamento en que supuestamente se descuartizó un cuerpo con una sierra eléctrica. Nada. De una foto que encontraron en ese departamento, que era de un viaje de unos amigos a Chalma, la Wallace inventó su banda de secuestradores. Todos en esa foto fueron procesados, vejados, torturados y violados tiempo después. Pero de evidencias, nada. El departamento fue alquilado tres meses después por un empleado de La Wallace que trabajaba en su negocio de espectaculares, que se llama Showcase. Ese empleado de Showcase, Oswaldo de Alba, suponemos que pasó a sembrar unos elementos que, para mayor locura, coincidían con quien no era familiar biológico del supuesto secuestrado. Demasiadas personas dentro del Poder Judicial validaron los delirios de la señora Wallace. Demasiados policías, ministerios públicos, jueces, peritos, medios de comunicación como Milenio e Imagen que siguen calificando hasta el día de hoy a La Wallace como “activista por los derechos humanos”. Demasiados que son cómplices del dolor inflingido contra Alberto Castillo Cruz, Tony Castillo Cruz, Brenda Quevedo, Juana Hilda González, César Freyre Morales y Jacobo Tagle, a quienes la señora Wallace exhibió desde 2005 como secuestradores usando sus propios espectaculares en las avenidas de las ciudades grandes de México. Ninguno de ellos, como se ha insistido, tenía antecedentes penales. No así, el secuestrado, Hugo Alberto, que había sido detenido y fichado en 2001 por narcotráfico. El acta de esa detención fue alterada para que dijera un más inocente “contrabando”. La propia Wallace había sido detenida por intento de homicidio cuando un grupo de trabajadores del entonces Dstrito Federal fue agredido por los empleados de Showcase en el intento por quitarle un espectacular en una zona prohibida. Así que, unos delincuentes como los Wallace acusan a unas personas sin antecedentes penales de secuestro y los encarcelan con sentencias que van de los 70 a los 80 años.

Pero estos detalles de la desaparición y producción de cuerpos, el poder de darles vida o muerte, está en la raíz de lo que fue todo el sistema de justicia que se engendró desde la llegada, por lo menos, la llegada de Antonio Lozano Gracia a la Procuraduría de Ernesto Zedillo en 1994. Se utilizó a una bruja, Francisca Zetina, La Paca, que era una vidente que usaron los hermanos Salinas para saber de política. No lo lograron. Pero, bueno, el caso es que esa bruja fue usada contra ellos mismos, cuando fue transmitido al vocero de la entonces PGR panista, el hermano de Margarita Zavala, extrayendo un cráneo de un rancho de Raúl Salinas. Repito por lo inverosímil: el vocero de la PGR del PAN en el Gobierno del PRI de Zedillo exhibiendo una calavera por televisión en vivo. Se aseguró que era la calavera del desaparecido Diputado Manuel Muñoz Rocha, supuesto autor del crimen contra el cuñado de Salinas, José Francisco Ruiz Massieu, líder del PRI. Es una trama donde el PRIAN, haciendo su aparición estelar, inventa un cadáver donde no lo hay, lo extrae, lo publicita como real y encarcela personas reales. Una de ellas , Raúl Salinas de Gortari. Esa producción de muertos y culpables fue la norma en los gobiernos foxistas y por supuesto de Felipe Calderón.

Hubo un intermedio entre La Paca de Lozano Gracia y Zedillo, y la guerra de Calderón. Y fue el 2004 cuando la tristemente célebre Marcha contra la Inseguridad. Ahí se utilizó el discurso que más tarde usaría Felipe Calderón y que dio origen a una serie de organizaciones membrete como la de la señora Wallace, México Unidos contra el Secuestro. La idea era enaltecer el trabajo de personas de bien que hacían justicia por propia mano, empresarios que iban con sus propios rifles a casar a los que habían matado a su hijo, que ---como sostuvo en vida La Wallace--- descubrían a los secuestradores armados tan sólo de voluntad. Esos vengadores eran empresarios. Si los que tomaban la justicia por propia mano eran pobres o comunidades indígenas, por ejemplo, en los linchamientos, esos deberían soportar todo el peso de la Ley. Lo que se reivindicaba era la idea de que los blancos y ricos eran las únicas víctimas en el país. Pero no sólo. Eran “los buenos” y si lavaban dinero de narcotraficantes o hacían negocios con secuestradores, ellos no eran las lacras de abajo, de los pobres, que sí iban a pisar goma de amapola. Es marcha fue para hacer esa diferencia que, en la realidad, no existía: que las zonas del dinero ilegal y corruptor estaban más del lado de las familias millonarias que de los pobres. Y ese fue el mensaje que transmitieron los medios diciendo que, al fin, México despertaba, que eso era el origen de un nuevo México. Era el anuncio del calderonismo y su estela de muerte para los pobres y las regiones. La clase alta salía a las calles vestida de blanco y pretendía pagar con tarjeta de crédito un boleto del Metro al Zócalo. No me lo contaron. Yo lo vi. Llevaron a su perros, estrenaron sus tenis nuevos, se pusieron bloqueadores, y gritaron sólo: “Mé-xi-co”, como en un estadio de futbol donde juega la selección. Pero si ellos estaba desprovistos de politización, los organizadores de la marcha no. Tenían toda la intención de hacer de la inseguridad un tema político y de la exigencia de que murieran los pobres una que fuera justificada por la violencia. En el ambiente entre el enfrentamiento entre Vicente Fox como Presidente y el Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, la marcha pareció una llamarada de petate, pero abajo circulaba ya la idea fascistoide que le daría argumentos y justificaciones a Calderón: el mal no es de la élite, es de los pobres, y hay que matarlos para curar al país. El que lo vio con claridad fue Andrés Manuel que los calificó de “pirruris” y los medios se le fueron encima por su insensibilidad para con los que tenían miedo. El miedo, ahora lo sabemos, era social y no necesariamente ligado a los que le lavaban los millones de dólares a los traficantes.   

Todo se cristalizó con Calderón. El centro del uso de la muerte como política es pensar que hay vidas más importantes que otras. Hay unas como las del hijo de La Wallace y otras, como las de sus acusados, que son desechables. En lo desechable está el centro de lo que vivimos en la guerra de Calderón. Los que valía la pena proteger era quienes estaban más cerca del poder de Calderón y Genaro García Luna. Los que ni siquiera podían acercárseles enfundados en sus cuerpos de seguridad absoluta, eran desechables. El término “daño colateral” que usó con tanta holgura el Presidente ilegítimo Calderón quiere decir que hay algunos que deben morir, sin importar su implicación en el conflicto, para lograr un bien social, en este caso, el supuesto final de la delincuencia. El mismo discurso de la agonía de la mayoría para que perviva el estatus quo se desarrolló desde los regímenes neoliberales con el de Zedillo en que se decía que había que hacer sacrificios, apretarse el cinturón, o tomar la medicina amarga de la desaparición del Estado mexicano, con tal de lograr una bonanza para los menos: los políticos que luego fueron contratados por las empresas a las que habían beneficiado. Todo fuimos daños colaterales del régimen neoliberal y sus restricciones a salarios, vivienda, salud, educación y más. Todos éramos ya muertos vivientes frente a los pocos, el 0.1 por ciento que logró acumular una riqueza que jamás ninguna otra familia en la historia del país, había detentado. Ellos eran para los que valía la pena morir. La mayoría de las muertos del calderonato fueron jóvenes, pobres, morenos. Fue contra ellos la guerra. Quien siga sosteniendo que era contra el crimen organizado, miente y es cómplice. Murieron sin nombres, en fosas clandestinas, ni siquiera contabilizados como del lado de los muertos o de los desaparecidos. La vida raciclasista fue la que definió quienes eran víctimas y quienes victimarios. La Wallace fue alguien que no sólo detentó el poder de decidir quién iba o agonizar y quién no, sino que lo ostentó como una marca de poder, de cercanía con quienes dominaron la muerte durante décadas: García Luna y Calderón.

Lo mismo con el calderonismo y sus signo de muerte. Si bien García Luna y Calderón utilizaron el término guerra, jamás hablaron de “civiles” o “combatientes”. Un “civil” es un no-combatiente, es decir, está desarmado, es inofensivo, se mantiene privado o hasta es leal a la causa de la guerra. No se usó el término jamás porque se consideraba en el fondo ideológico, en las cabecitas neofachas de sus perpetradores, que todos eran combatientes por el sólo hecho de estar en las zonas supuestas del narcotráfico. Por el sólo hecho de ser pobres. Por el sólo hecho de ser jóvenes. Por el sólo hecho de estar tatuados. En el caso Wallace hasta se exhibió como prueba una foto de alguna de las inculpadas con La Barbie, como si eso fuera una demostración de algo más que de la propia foto. Si por esas fuera, Calderón era un narcotraficante porque había fotos de él con García Luna, que está convicto por ese delito en los EU. Pero la idea era que si morías eras culpable de antemano, le dio al calderonato esa aura de redentora del ungido por la Pata de Elefante. Era como predicar una cruzada contra el supuesto crimen organizado esparciendo la muerte al azar: los que cayeran eran malos, los que sobrevivieran, buenos.

No es que la señora Wallace fuera nada más una persona perversa y vengativa. Ni siquiera es suficiente con considerarla artuclada a un sistema podrido de repartición de cureldad e injusticia que es el judicial mexicano. Los más críticos señalarán con el dedo flamígero de su conciencia tranquila que nada ha cambiado desde los años de impunidad de La Wallace. Esta columna se hizo para tratar de pensar a la señora Wallace mucho más como un síntoma que como un protagonista o un entramado de ilegalidades. En realidad ella representa, como lo hacen García Luna o Calderón, toda una idea fascistoide del país donde la inseguridad es un pretexto para asesinar a otros mexicanos, donde el delincuente no es no sólo ciudadano, sino ni siquiera persona, donde matar tiene como justificación moral poder vivir en paz. Un argumento que siguen sosteniendo hoy quienes llaman “activista por los derechos humanos” a alguien que los violó desde la cúpula de sus palancas con la élite política. De alguien que, hasta donde sabremos jamás, era capaz de simular su propia muerte.

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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