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Jorge Javier Romero Vadillo

13/03/2025 - 12:02 am

Cuando la guerra contra las drogas es un crimen de Estado

La guerra contra las drogas no se limitó al territorio estadounidense. Muy pronto se convirtió en un instrumento de presión internacional, con América Latina como el principal escenario de su despliegue.

Cuando la guerra contra las drogas es un crimen de Estado.
El campo de exterminio localizado en Jalisco. Foto. Fiscalía del Estado de Jalisco.

El martes pasado, la INTERPOL detuvo en Manila al infame expresidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, para entregarlo al Tribunal Penal Internacional, organismo con sede en La Haya, creado por el Estatuto de Roma de 1998 para juzgar crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, genocidio y crímenes de agresión. Su propósito es procesar a individuos responsables de estas violaciones graves cuando los Estados no pueden o no quieren hacerlo.

La acusación contra Duterte se basa en crímenes de lesa humanidad cometidos durante su guerra contra las drogas, en la que fuerzas estatales ejecutaron extrajudicialmente a miles de personas bajo la justificación de combatir el narcotráfico. La Fiscalía del TPI sostiene que estas ejecuciones fueron sistemáticas y generalizadas, lo que las coloca bajo su jurisdicción.

Aunque Filipinas se retiró del Estatuto de Roma en 2019, el TPI mantiene jurisdicción sobre los crímenes cometidos mientras el país era parte, es decir, entre 2011 y su salida. El tribunal (conocido también como Corte Penal Internacional, por la frecuente mala traducción del inglés del término court, tan generalizada que quedó enquistada en el derecho constitucional mexicano desde 1824 para referirse al tribunal supremo) argumenta que la retirada no anula la obligación de rendir cuentas por delitos cometidos antes de su retiro formal y que la INTERPOL, la mayor organización policial internacional encargada de coordinar la cooperación entre fuerzas de seguridad de distintos países para combatir el crimen transnacional, tiene facultades plenas para su arresto.

La llegada a la Presidencia de Duterte es uno de los ejemplos más repugnantes de cómo pueden ascender los demagogos populistas con discursos de odio cuando las democracias no tienen buenas salvaguardias en la sociedad civil. Su ascenso fue consecuencia de un sistema democrático endeble, que permitió que un autócrata grotesco, con inclinaciones homicidas, se vendiera como el salvador de la Patria. Bastó que agitara el miedo y prometiera exterminar a los "criminales" para que una parte de la sociedad entregara el poder a un hombre cuya única estrategia fue la brutalidad. Duterte no gobernó; desató una cacería, una masacre de Estado disfrazada de política de seguridad, mientras sus seguidores celebraban con fervor el derramamiento de sangre. Un paranoico homicida que convirtió a los traficantes de drogas y a los consumidores de sustancias en los chivos expiatorios de una sociedad pobre y desigual.

"Estaría feliz de masacrar a millones de drogadictos". Con esa declaración asquerosa, Rodrigo Duterte no sólo se comparó con Adolf Hitler, sino que dejó en claro que su "guerra contra las drogas" era, en realidad, una campaña de exterminio de personas vulnerables y marginadas. "Hitler masacró a tres millones de judíos (sic). Ahora hay aquí, en Filipinas, tres millones de drogadictos. Estaría feliz de masacrarlos", dijo en un discurso en 2016, sin el menor recato. Un psicópata asesino sin ambages.

Y cumplió su amenaza. Bajo su mandato, la política de seguridad se convirtió en una licencia para el asesinato. Según cifras oficiales, al menos 6 mil 200 personas fueron ejecutadas en operativos policiales, aunque las organizaciones de derechos humanos elevan el número a 27 mil. Miles de vidas segadas sin juicio ni defensa, con el aplauso de quienes vieron en la sangre derramada un espectáculo de justicia. Que ahora enfrente al TPI es apenas un gesto simbólico de justicia, insuficiente para reparar el horror que desató.

El caso de Duterte es extremo por su crudeza descarnada, reflejo de una mente perturbada, pero desde sus orígenes, en 1971, cuando Nixon desató la primera ola, la guerra contra las drogas ha sido un pretexto para emprender crímenes de Estado contra poblaciones consideradas indeseables. Su primer objetivo en Estados Unidos no fue la salud pública, sino la represión de dos sectores específicos: los afroamericanos y los opositores a la guerra de Vietnam. La heroína fue el pretexto para llenar las cárceles con afroamericanos y la marihuana sirvió para criminalizar a los hippies.

Pero la guerra contra las drogas no se limitó al territorio estadounidense. Muy pronto se convirtió en un instrumento de presión internacional, con América Latina como el principal escenario de su despliegue. En Colombia, el Gobierno de Estados Unidos financió la militarización de las zonas rurales bajo la justificación de erradicar los cultivos ilícitos, pero el verdadero objetivo era contener y debilitar a las guerrillas, al tiempo que aseguraban el control territorial de las élites aliadas de Washington. La lucha antidrogas sirvió para justificar masacres, desplazamientos forzados y la consolidación de un aparato represivo que operó sin contrapesos.

En México, la estrategia fue similar. Desde la administración de Luis Echeverría, la presión estadounidense sirvió como excusa para desplegar operativos militares en zonas campesinas, especialmente en el sur del país, donde persistían grupos de resistencia armada. El discurso de la erradicación de cultivos de marihuana y amapola encubría la verdadera intención: aniquilar cualquier atisbo de insurrección izquierdista, en una lógica que replicaba hasta en el nombre el modelo del Plan Cóndor en el Cono Sur. El ejército, convertido en el brazo ejecutor de la política de seguridad, recibió carta blanca para operar con impunidad, lo que alimentó la corrupción, la violencia institucional y el poder de los grupos armados ilegales.

La guerra contra las drogas nunca fue realmente una guerra contra las sustancias. Desde sus inicios, ha sido un mecanismo de control político y social, una herramienta para justificar la represión y encubrir las incapacidades del sistema de justicia para garantizar la seguridad sin violar el debido proceso. Sin llegar a los extremos de Filipinas, en México la guerra contra las drogas ha dejado una estela de masacres cometidas por las fuerzas de seguridad desde que Felipe Calderón decidió enfrentar al narcotráfico como si fuera un enemigo militar.

Los campos de exterminio, como el recién descubierto en Jalisco, son la herencia de una estrategia fallida que nunca ha servido para atacar los problemas de salud relacionados con el consumo de sustancias, pero sí sirvió para encubrir la incapacidad del Estado para garantizar justicia y seguridad. La reciente insistencia de Estados Unidos en declarar terroristas a las organizaciones de narcotraficantes no es más que otra versión del mismo esquema: una estrategia que, en lugar de abordar el problema desde un enfoque de salud pública, refuerza la militarización y el uso de la violencia como simulacro de autoridad en un país donde el Estado de Derecho sigue siendo una entelequia.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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