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Jorge Javier Romero Vadillo

27/03/2025 - 12:02 am

La tentación de la mano dura

México no necesita un caudillo vengador. Lo que se requiere, con urgencia, es reconstruir un Estado de derechos, sin arbitrariedad, sin impunidad y sin discrecionalidad política, nada más lejano al proyecto de la actual coalición de poder. 

La tentación de la mano dura.
El Presidente de El Salvador,Nayib Bukele. Foto: X @nayibbukele

Por más que desde el Gobierno se quiera minimizar, México vive una profunda crisis estatal. Una y otra vez he escrito que el Estado mexicano ha sido endémicamente débil a lo largo de su historia. A pesar de la estabilidad relativa que se fue construyendo a partir de la tercera década del siglo pasado y de que, al menos desde 1940, ya no hubo riesgo de conflictos armados de carácter político, lo que generó condiciones para el crecimiento económico y la estabilidad en torno a un proyecto desarrollista que dotó al país de infraestructura, de un sistema educativo nacional y de una sanidad pública considerable en comparación con otros países de la región, la reducción gradual de la violencia y la protección a la economía o al trabajo se basó siempre en la lealtad política, la negociación de la desobediencia de la Ley y en una extracción de rentas parafiscal, negociada personalmente por los agentes del Estado, eso que vulgarmente se conoce como corrupción.

Aunque el control político fue eficaz durante toda la época clásica del PRI, gracias a su capacidad para repartir parcelas de poder personal disfrazadas de cargos públicos, la organización formal del Estado, su estructura legal, no ha sido sino la fachada de un arreglo mafioso dedicado a vender protecciones particulares y a sostener los privilegios de los líderes sindicales, campesinos o de las “organizaciones populares”. Nunca se terminó de construir un aparato estatal despersonalizado, abstracto. Han sido los mecanismos de intermediación clientelar, y el uso discrecional y arbitrario de la Ley por parte de políticos y burócratas los que han determinado las oportunidades sociales y definido a los beneficiarios del crecimiento económico —cuando lo ha habido—, al tiempo que han propiciado múltiples formas de economía informal, tanto en las actividades lícitas como en las ilícitas.

El sistema de botín de reparto del empleo público, el control electoral y otros mecanismos institucionales, como la no reelección inmediata de legisladores y ayuntamientos, sirvieron para mantener la disciplina política. La arbitrariedad en la aplicación de la Ley, gracias a ministerios públicos políticamente controlados y a los poderes judiciales dóciles, sirvió como mecanismo para premiar o castigar la lealtad y para impedir cualquier tipo de disidencia. Las Fuerzas Armadas, parte fundamental de la coalición de poder, funcionaron como policía de contención política y como administradores de los mercados clandestinos más jugosos, sobre todo, el de opiáceos primero y el de mariguana después.

Se trató de un arreglo mafioso que, sin embargo, tuvo que ir construyendo gradualmente algunas certidumbres impersonales y abrirse a nuevas expresiones sociales. Una de las virtudes del régimen del PRI fue precisamente su capacidad para reformarse: después de la crisis de la década de 1980, que fracturó el pacto de complicidades con el empresariado protegido y redujo la capacidad de distribuir parcelas de poder, el sistema logró alcanzar un nuevo pacto, con reglas distintas, para repartir el poder político, ahora a través de mecanismos democráticos. Sin embargo, el nuevo arreglo no desmanteló el sistema de botín ni despolitizó la aplicación de la Ley y la justicia. Lo que sí hizo fue fracturar los mecanismos tradicionales de venta de protección estatal.

Las organizaciones especializadas en mercados ilegales siempre estuvieron ahí, cobijadas por las autoridades locales y por el ejército. El aumento de la demanda y los cambios en las rutas de trasiego de la cocaína rompieron los equilibrios tradicionales, mientras que la guerra contra las drogas, decretada por los Estados Unidos desde la década de 1970, imponía presiones cíclicas que desorganizaban el mercado. La fragmentación del sistema de venta de protección, provocada por la alternancia local en el poder político, y la guerra desatada por Felipe Calderón, alteraron radicalmente los incentivos: los grupos de narcotraficantes comenzaron a armarse y a reclutar ejércitos privados con una intensidad exponencial.

A partir de entonces, las autoridades locales comenzaron a perder el control territorial y la violencia se desquició. Las reformas necesarias para construir un sistema de justicia eficaz llegaron tarde, y en la mayoría de los casos, los políticos, renuentes a perder el control del uso arbitrario de la Ley, se limitaron a maquillar los viejos ministerios públicos y a disfrazarlos de fiscalías. Aunque el Poder Judicial Federal había comenzado a ganar autonomía y profesionalismo desde las reformas de 1995, la justicia en los estados de la Federación siguió tan politizada como en los tiempos del monopolio priista, pero con mucha menor eficacia frente a la proliferación de la violencia. Las Fuerzas Armadas se presentaron como salvadoras y avanzaron hacia el control total de la seguridad pública, frente a unas policías civiles destartaladas, tradicionalmente incapaces de realizar labores policiales complejas, dedicadas sobre todo a encerrar borrachos y atrapar ladrones de poca monta.

Durante nuestro breve espacio democrático se perdió la oportunidad de construir un sistema de justicia profesional, eficaz y respetuoso de los derechos humanos. El meollo de esa omisión fue la incapacidad para transformar de raíz al ministerio público: nunca se quiso dotar a las fiscalías de autonomía real, ni se profesionalizaron los cuadros capaces de integrar casos sólidos. La justicia siguió dependiendo de la voluntad política y no de la Ley.

Para subsanar esa falla estructural, se optó por la vía más sencilla: levantar un sistema de excepción para el crimen organizado. Primero fue el arraigo, después vinieron las listas negras y los testigos protegidos de pacotilla. Hoy ese sistema de excepción se ha convertido en regla. Las reformas que ampliaron la prisión preventiva oficiosa a casi cualquier delito han aniquilado la presunción de inocencia en México. Y mientras se erosiona el principio básico del debido proceso, se debilita a los poderes judiciales, que ahora están en la mira como otro botín del reparto político, bajo la fórmula populista de su elección por voto directo.

La militarización sigue su marcha, pero no frena la violencia, ni reduce el mercado ilegal de drogas, ni detiene la extorsión que desangra a los pequeños negocios. Frente a este panorama, lo más probable es que crezca el clamor por la mano dura. Ya Bukele levantó la mano y se ofreció como modelo para resolver “el caso mexicano”. No faltará quien proponga un Bolsonaro o un Duterte a la mexicana. Exactamente lo contrario de lo que hace falta. México no necesita un caudillo vengador. Lo que se requiere, con urgencia, es reconstruir un Estado de derechos, sin arbitrariedad, sin impunidad y sin discrecionalidad política, nada más lejano al proyecto de la actual coalición de poder. 

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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