Jorge Javier Romero Vadillo
24/04/2025 - 12:02 am
Una elección a ciegas
Por eso, no creo que valga la pena votar en esta elección. No se trata de abstencionismo cínico, sino de una postura racional. Participar sólo refuerza la ilusión de que hay algo que decidir. No lo hay.
Desde que cumplí 18 años estuve ansioso por votar. Eran los tiempos de la reforma política. Tal vez por influencia paterna y por el entorno donde me crie, las reformas constitucionales de 1977 y la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales me entusiasmaron y me impulsaron a militar en un partido político que participaría por primera vez en las elecciones de 1979. Desde entonces, nunca dejé de votar, con excepción de las elecciones de 1991 y 1994, porque entonces no vivía en México y no existía el voto desde el extranjero. Es verdad que en 2009 llamé al voto nulo, pero era una forma de votar contra lo que sigo creyendo que es un sistema de registro que limita el derecho a la organización política, no un llamado a la abstención. No fue sino con las consultas y plebiscitos inventados por López Obrador cuando, por primera vez en mi vida adulta, decidí no acudir a las urnas. Por supuesto, no acudiré a avalar con mi voto la engañifa de la elección judicial.
Elegir a jueces, magistrados y ministros por voto popular no es una idea revolucionaria ni democratizadora. Es una añagaza para perpetrar la captura completa del poder judicial por una camarilla política tramposa y autoritaria. No busca acercar la justicia al pueblo, sino domesticar a los tribunales, reducirlos a ventanillas del Ejecutivo o convertirlos en agentes de los poderes fácticos que influyan en su elección. Bajo la máscara de la participación se esconde la intención de suplantar la legalidad por la lealtad. No se trata de democratizar la justicia, sino de formalizar la arbitrariedad que tradicionalmente ha imperado en la judicatura mexicana, pero ahora con el disfraz de la legitimidad electoral.
La reforma judicial impulsada por López Obrador y respaldada sin una sola objeción por la Presidenta desde su llegada al cargo implica que la ciudadanía elija en las urnas a nueve ministras y ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, 464 magistraturas de circuito, 386 juezas y jueces de distrito, además de magistraturas del Tribunal Electoral y del Tribunal de Disciplina Judicial. Un total de 881 cargos federales. A esto se suman elecciones en entidades federativas, como el Estado de México, donde se elegirán 88 cargos judiciales locales. Ya están en marcha las campañas, con listas interminables y confusas, promociones ridículas en redes sociales, candidatos bailando en TikTok y llamando al voto porque, según dicen, están “más preparados que un chicharrón”. Un espectáculo grotesco que disfraza de participación una farsa. Lo que se presenta como empoderamiento del pueblo es, en realidad, una condena al desvarío democrático: obligar a votar sin información, sin contexto y sin criterio.
El concepto de ignorancia racionalmente elegida describe con claridad por qué este tipo de elecciones fracasan antes de comenzar. El ciudadano promedio no tiene incentivos para informarse sobre cientos de candidatos cuyas trayectorias, méritos y posturas jurídicas son opacas para casi todos. Votar por una terna para la Corte es ya un exceso. Hacerlo por cientos de jueces es simplemente absurdo. No se trata de que el electorado sea incapaz, sino de que nadie puede, en condiciones reales, acceder a esa información de manera suficiente y oportuna. No hay tiempo, no hay medios, no hay razones. El resultado será una elección dominada por la propaganda, el oportunismo y el clientelismo judicial.
Los ejemplos internacionales no ayudan. En Estados Unidos, donde algunos jueces locales se eligen, la experiencia ha sido todo menos edificante. Las elecciones judiciales han politizado los tribunales, han minado la imparcialidad de los jueces y han convertido los cargos en botín de guerra partidista. La financiación de campañas por parte de intereses particulares ha contaminado las decisiones judiciales. Las condenas se endurecen en años electorales. La justicia se vuelve un espectáculo. Y eso en un sistema con controles institucionales mucho más robustos que los nuestros. En estados como Texas, Ohio o Wisconsin, la elección de jueces ha derivado en pugnas abiertas entre grupos ideológicos, financiamiento opaco, captura partidista y una desconfianza creciente hacia las resoluciones judiciales. El Juez deja de ser un árbitro y se convierte en candidato. Aumentan las condenas populistas, los fallos espectaculares y los discursos estridentes. La jurisprudencia se degrada. La justicia se caricaturiza.
Y aun en esos escenarios, las elecciones judiciales se limitan a ámbitos locales, no al máximo tribunal constitucional. En México, se pretende que las pasiones del voto popular definan la integración de la Suprema Corte. Y no mediante mecanismos de democracia deliberativa o de control ciudadano, sino con listas de decenas de nombres, sin garantía alguna de que los votantes conocerán siquiera los nombres, mucho menos sus sentencias.
Coincido con Mauricio Merino en su artículo de esta semana: el votante ni siquiera sabrá con claridad qué cargos se elegirán, ni cómo distinguir entre las candidaturas. Habrá que escribir los números en boletas múltiples, por separado entre hombres y mujeres, y la única referencia que tendrá el votante será la sigla del ente que los postuló: PE, PL, PJ o EF. Una sopa de letras institucional que sólo asegurará que ganen quienes tengan respaldo político, clientelas movilizadas o estructuras partidistas. Nada que ver con méritos, experiencia o conocimiento de la Ley. Una maquinaria hecha para repartir el poder judicial entre los leales.
El modelo actual es defectuoso, sin duda. La designación por el Ejecutivo con ratificación del Senado no garantizó que los ministros de la Corte entre 1995 y 2025 fueran siempre autónomos y competentes. Pero el remedio que propone Morena no democratiza el sistema: lo vuelve monstruoso. Lo entrega al capricho de las mayorías momentáneas y a la manipulación informativa de quien tenga más recursos propagandísticos. No elimina la política de las decisiones judiciales; la vulgariza.
Nunca he idealizado al Poder Judicial mexicano. Sus vicios son bien conocidos. Pero al menos en el ámbito federal se había logrado cierto avance en profesionalización. Algunos controles internos funcionaban, la carrera judicial comenzaba a consolidarse, el sistema acusatorio tenía elementos rescatables. Todo eso se tira por la borda con esta reforma.
Por eso, no creo que valga la pena votar en esta elección. No se trata de abstencionismo cínico, sino de una postura racional. Participar sólo refuerza la ilusión de que hay algo que decidir. No lo hay. Las candidaturas estarán controladas desde el Gobierno, el Legislativo dominado por Morena, o los poderes fácticos locales. Elegir jueces en las condiciones actuales no es democracia. Es populismo judicial. Es usar la participación como coartada para concentrar aún más poder. Frente a eso, abstenerse no es evasión: es resistencia.
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