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Jorge Javier Romero Vadillo

08/05/2025 - 12:02 am

Presidentes, memorias y miserias

Zedillo no fue un héroe. Fue, simplemente, un Presidente que entendió que el poder debía contenerse. Que la democracia exige instituciones fuertes, reglas claras y límites al capricho presidencial.

Presidentes, memorias y miserias
Ernesto Zedillo, expresidente de México, durante la inauguración de international Bar Association en el Centro de Convenciones Citibanamex en septiembre de 2024. Foto: Andrea Murcia, Cuartoscuro.

La reaparición de Ernesto Zedillo en la arena pública desató la ira de la Presidenta y su corte de corifeos. Incapaces de refutar sus argumentos, han respondido con amenazas de persecución: se habla de “investigar su gestión”, de revisar el FOBAPROA y otros fantasmas cuidadosamente seleccionados del pasado. Es una reacción ominosa, típica del populismo autoritario: frente a la crítica, el escarnio; frente al argumento, el amago penal. Lo cierto es que, más allá de los defectos de su sexenio, Zedillo aparece hoy como el menos indecente de los presidentes que ha tenido México en los últimos 65 años —los que tengo de vida—. Y eso dice más sobre los demás que sobre él.

Nací durante la presidencia de Adolfo López Mateos, en tiempos de crecimiento económico y modernización. En mi familia había simpatía por ese Presidente que se decía de “extrema izquierda dentro de la Constitución”. Aquella “atinada izquierda”, que arropó a la revolución cubana frente al cerco de Kennedy y acercó a México al Movimiento de los No Alineados, reprimió con rudeza el movimiento ferrocarrilero que desafió al corporativismo. Miles de trabajadores fueron detenidos y los líderes Campa y Vallejo, juzgados por “disolución social”, pasaron once años en Lecumberri. Al final, López Mateos dio un paso modesto pero relevante: la reforma que creó los “diputados de partido”, germen de una oposición legal con representación.

De Díaz Ordaz hay poco que agregar. Su Gobierno fue el epítome del autoritarismo priista. Aplastó el sindicalismo médico, reprimió las protestas estudiantiles desde antes del 68 y selló su sexenio con la matanza del 2 de octubre, aberración brutal de un régimen que le temía a la disidencia. Duro por fuera, pero incapaz de convencer sin prebendas ni clientelismo, el PRI comenzaba a mostrar las grietas de un modelo agotado. Fue también el sexenio en que la industrialización orientada al mercado interno, sostenida por un empresariado parasitario, comenzó su declive. Mis recuerdos entonces son puntuales, pero vívidos: crecí en una familia muy politizada.

Fue durante el Gobierno de Luis Echeverría cuando se formó mi conciencia política. Lo recuerdo desde su proclamación como candidato del PRI en 1969. Un presidente hiperactivo, desbordado, que quiso congraciarse con la izquierda con una apertura fallida. Las heridas del 68 y la estupidez del 10 de junio de 1971 mantenían al Partido Comunista en la desconfianza, mientras muchos jóvenes y campesinos, seducidos por el espejismo cubano, se fueron a la guerrilla. Echeverría pretendió liderar un frente tercermundista en plena guerra fría. En México sonaba a demagogia; en Washington, a alarma. Los empresarios le negaron una reforma fiscal y lo obligaron a endeudarse para financiar el crecimiento que perdía fuelle. El asesinato de Garza Sada y la presión estadounidense lo empujaron a emprender una guerra sucia que terminó por degradar cualquier impulso reformista. Su sexenio cerró con una desgarradura económica que anunciaba la quiebra.

La grandilocuencia de López Portillo, con su prosa inflamada y su compulsión por el derroche, tuvo como contrapartida la reforma política de 1977, decisiva para frenar el brote violento por la izquierda. Aquella reforma abrió la primera avenida institucional hacia el pluralismo electoral. La representación proporcional y una vía de registro partidista no clientelar fueron catalizadores del proceso de democratización. También lo fue la amnistía a los delitos de la guerrilla. El clima político se oxigenó, pero la economía se ahogó. El despilfarro petrolero y el endeudamiento barato, en tiempos de petrodólares abundantes, empujaron al país al abismo. El mercado interno colapsaba: salarios castigados, miseria rural, yugo corporativo. Paradójicamente, la nacionalización de la banca en 1982 rompió la alianza PRI-empresariado y abrió paso al PAN como oposición real.

A Miguel de la Madrid le tocó administrar las ruinas. Su presidencia fue tecnocracia gris, discurso de “cambio estructural” y opacidad frente al desastre. La respuesta titubeante al sismo de 1985, el fracaso de su renovación moral y la creciente pobreza, producto del brutal recorte al gasto público, convirtieron su Gobierno en el prólogo del colapso priista. Pero también abrió, casi sin querer, la puerta a la emergencia de la sociedad civil y la politización de las clases medias. Su sexenio cerró con la primera gran ruptura del PRI en tres décadas y el ascenso del descontento canalizado electoralmente.

Carlos Salinas comenzó su sexenio marcado por el fraude de 1988. Fue arrogancia ilustrada: modernización sin democracia. Impuso reformas profundas sin legitimidad y construyó un régimen de simulación política basado en acuerdos cupulares. Cambió de raíz el modelo económico, apostó por la apertura comercial, enterró el nacionalismo revolucionario y sostuvo una retórica social grandilocuente como cobertura para reconstruir el clientelismo. Convirtió al Estado en liquidador de empresas públicas y vendió la banca a una oligarquía voraz. Fue el artífice del TLCAN, operador de una élite tecnocrática sin vocación democrática. Pactó con el PAN para cerrar el paso a la izquierda. Fue vitrina de modernización hacia el exterior, pero no resolvió la desigualdad estructural. Su programa Solidaridad no fue más que una reedición tecnocrática del viejo clientelismo. La apariencia se desmoronó cuando el EZLN mostró que las desgarraduras sociales seguían intactas.

Zedillo heredó el naufragio: crisis económica, conflicto político, descomposición institucional. Y, sin embargo, inició el tránsito real hacia la superación del régimen de partido hegemónico. Por eso irrita a los nostálgicos del régimen: porque hizo lo que otros no se atrevieron. Estabilizó la economía tras el colapso del error de diciembre, sorteó la amenaza de fractura del sistema y sentó las bases institucionales de la transición democrática.

Se le reprocha el rescate bancario del FOBAPROA. Fue costoso e impopular, sí. Pero sus críticos —López Obrador entre ellos— nunca explican cómo habrían enfrentado una crisis de esa magnitud sin provocar una catástrofe mayor. La fórmula —rescate estatal para evitar el colapso bancario— ha sido usada desde Estados Unidos hasta Europa. No fue una concesión gratuita al capital, sino una decisión de Estado ante el incendio.

Zedillo no fue un héroe. Fue, simplemente, un Presidente que entendió que el poder debía contenerse. Que la democracia exige instituciones fuertes, reglas claras y límites al capricho presidencial.

Seguiré con el recuento de los presidentes del siglo XXI. Porque la memoria importa. Y porque, frente a la propaganda, hay que sostener el juicio.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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