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Jorge Javier Romero Vadillo

15/05/2025 - 12:02 am

Presidentes, memorias y miserias (2)

Peña Nieto no sólo no logró consolidar las reformas; facilitó las condiciones para el regreso de una forma autoritaria de poder, esta vez legitimada por el fracaso de la alternancia.

Presidentes, memorias y miserias (2)
Felipe Calderón Hinojosa y Vicente Fox Quesada en el homenaje que se le brindó a Luis H. Álvarez por sus correligionarios panistas en 2009. Foto: Ricardo Castelan, Cuartoscuro.

Continúo con el recuento memorioso de los presidentes que me ha tocado vivir, un dechado de indecencias. Para quienes nacimos durante la época clásica del PRI y llegamos a la vida adulta en tiempos de liberalización política, el pacto electoral de 1996 fue un parteaguas. Incluyó a todas las fuerzas relevantes y dio lugar a una nueva institucionalidad comicial. Lo recibimos con optimismo, aunque desde entonces mostraba sus límites: apostaba todo al voto y dejaba intactas las estructuras clientelares y corporativas del viejo régimen. Fuera de lo electoral, sólo la autonomía del Banco de México, la creación del INEGI como organismo independiente y la reforma al Poder Judicial Federal apuntaban a una reestructuración parcial del Estado.

Las elecciones de 1997 confirmaron que la alternancia era inminente. Cuauhtémoc Cárdenas ganó la capital, el PRI perdió la mayoría en la Cámara y la pluralidad se extendió a gobiernos estatales y municipales. La candidatura de Vicente Fox capturó el anhelo de cambio. Muchos creyeron que bastaba con sacar al PRI de Los Pinos para que el país se transformara.

Pero Fox llegó como caudillo, no como estadista. Se impuso a su partido y usó una retórica populachera que sedujo incluso a algunos conversos de “la izquierda azul”. Ganó con el grito ramplón del “hoy, hoy, hoy”, pero una vez en el cargo, evidenció su indigencia política. Nombró un gabinete técnicamente competente en algunas áreas, pero sin operadores con oficio para conducir una verdadera transición. Un de sus intentos relevantes de reforma —la profesionalización del servicio público— naufragó pronto. Mientras que sólo la legislación de transparencia y acceso a la información pública puede contarse como un logro democratizador. Su equipo político pronto recurrió a los viejos métodos: reglas corporativas, control sindical y uso faccioso del aparato estatal. El PAN, que nació para enfrentar el corporativismo y el clientelismo, terminó repitiendo su lógica.

Fox fue incapaz de desmontar el sistema de prebendas. Por el contrario, lo reactivó en beneficio de su propia clientela. Su eminencia gris—convertida en su esposa— encarnó el oportunismo sin escrúpulos. Y él, cada vez más exhibido como el simplón que siempre fue, quedó capturado por lo más rancio del panismo. Al final, fue derrotado en su propio partido. Su sucesor fue elegido por el ala que siempre lo despreció.

Felipe Calderón llegó al poder con un déficit de legitimidad que nunca saldó. El resultado estrecho de la elección de 2006 y la narrativa del fraude impulsada por López Obrador dejaron heridas profundas. En vez de reconstruir confianza, Calderón optó por el puñetazo en la mesa. Se presentó como el Presidente del orden y la firmeza, cuando la tasa de homicidios era la más baja de la historia reciente —ocho por cada cien mil habitantes. Compró sin regateos la guerra contra las drogas de George W. Bush y pactó con el Ejército su protagonismo político en la etapa postpriista. Militarizó el país, desató una espiral de violencia y no tocó ni de lejos las redes del narcotráfico. Las matanzas se multiplicaron, la letalidad de las fuerzas armadas se disparó y el horror se volvió cotidiano. 

Calderón fue un Presidente de reflejos autoritarios y ánimo vengativo. Mantuvo al SNTE como socio político a cambio de respaldo electoral y presupuesto, trató el empleo público como botín y convirtió el Estado de derecho en un instrumento faccioso. El episodio del “michoacanazo” fue ejemplar: detenciones masivas de alcaldes sin pruebas ni procesos, como castigo político. Fue, sin duda, el Presidente más tóxico de nuestro breve espacio democrático.

Su Gobierno tuvo algunas políticas públicas relevantes —el Seguro Popular, algunas medidas ambientales—, pero quedaron sepultadas bajo su estilo iracundo y su desdén por el diálogo. A eso se sumó la parálisis económica: crecimiento magro, salarios deprimidos y una economía informal —legal y criminal— en expansión. La coalición panista, empeñada en su cruzada antifiscal, se negó a construir una política económica de crecimiento de largo plazo. Apostó a la disciplina presupuestaria, pero sin construir nuevos pilares de certidumbre institucional ni alternativas al TLCAN como ancla del desarrollo.

El sexenio de Enrique Peña Nieto comenzó con la promesa de reformar el Estado mediante el llamado “Pacto por México”. El documento fue ambicioso: reformas estructurales en materia energética, de competencia económica, educativa, fiscal y de telecomunicaciones. Pero el intento de construir una nueva arquitectura institucional no fue acompañado de un verdadero consenso social. Fue un proyecto tecnocrático, pactado por cúpulas partidistas, sin arraigo popular ni legitimidad fundacional. Las resistencias de los sectores afectados no tardaron en surgir.

Los perdedores de las reformas encontraron pronto una causa común. Empresarios acostumbrados a las protecciones estatales, el magisterio tradicional —tanto el SNTE como la CNTE—, burócratas reacios a perder sus privilegios regulatorios: todos encontraron en López Obrador un canal para expresar su descontento. La política de comunicación del Gobierno fue torpe, cuando no arrogante. Y los escándalos de corrupción —como el caso de la Casa Blanca— destruyeron cualquier capital simbólico acumulado por la transición democrática. La desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa selló el destino del sexenio: mostró la continuidad del horror, la impunidad estructural y el vacío de autoridad moral.

Peña Nieto no sólo no logró consolidar las reformas; facilitó las condiciones para el regreso de una forma autoritaria de poder, esta vez legitimada por el fracaso de la alternancia. A López Obrador, y a su proyecto de restauración personalista del poder, lo dejo para la siguiente entrega.

Jorge Javier Romero Vadillo
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.

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