Jorge Javier Romero Vadillo
29/05/2025 - 12:02 am
La justicia no se vota
No es un juicio excesivo. Es un diagnóstico fundado. Lo que se decide este domingo no es una votación más. Es la abolición de la justicia como función autónoma del Estado. Por eso no votaré. Porque el voto, en este caso, es una renuncia a la República.
Este domingo no voy a ir a votar. Y no iré porque la elección de jueces, magistrados y ministros representa un atentado contra la esencia del tipo de Estado que creo necesario construir en México. Mi abstención es una afirmación tajante, no una protesta apática. No quiero avalar con mi sufragio una farsa institucional que degenera el ideal republicano y desmantela las bases de un orden social de acceso abierto.
La función judicial no debe ser una prolongación del poder representativo. El cobro de impuestos y su aplicación en gasto público son decisiones con consecuencias distributivas: por eso el Legislativo y el Ejecutivo deben surgir de mecanismos que agreguen intereses sociales. Para eso sirven las elecciones: para procesar, con todas sus imperfecciones, los conflictos sobre cuánto recaudar, a quién cobrar, cómo gastar y a quién beneficiar. Pero más allá de esos espacios, el voto directo no es ni justo ni eficaz.
El resto del aparato estatal debe estar integrado por cuerpos profesionales especializados, reclutados por conocimientos, formados por méritos y promovidos por desempeño, no un botín a repartir entre los electos. Esa es la lógica de un Estado moderno. La judicatura, en particular, debe ser una función técnica. Su mandato no es representar intereses, sino resolver controversias con base en un sistema codificado de reglas. La Ley es producto del debate democrático; su aplicación exige neutralidad, no representación. Es evidente que los jueces profesionales tienen convicciones y funciones de utilidad propias –no son arcángeles– pero el principio de reclutamiento basado en el mérito mitiga el faccionalismo. La elección lo potencia.
Elegir a los jueces por voto popular convierte a los árbitros en candidatos. Somete la aplicación de la norma al juicio volátil de la opinión. Introduce un sesgo estructural en la toma de decisiones: los jueces pasan a depender de su popularidad, no de su imparcialidad. Cuando la permanencia en el cargo depende de lo que el público quiera oír, la justicia deja de ser justicia y se convierte en espectáculo. No hay imparcialidad posible si el cargo depende de una elección futura.
Los defensores de la elección judicial repiten que el pueblo debe decidir. Pero esa frase no resiste el menor examen. ¿Cómo decidir, si no hay información clara, si los perfiles se ocultan entre simulaciones, si las candidaturas se arman con lealtades, no con méritos? El proceso que culmina este domingo no fue un acto democrático: fue una componenda. Una selección amañada desde el poder para fabricar una judicatura sumisa, moldeada por el caudillo y sellada por la nueva mayoría. Pero, sobre todo, el principio mismo de votar árbitros de los conflictos por popularidad o afinidad es una aberración. La democracia no puede ser un pretexto para licuar la división de poderes ni una coartada para vaciar de contenido la función judicial.
Los sistemas comparados muestran que la elección popular de jueces tiende a generar incentivos perversos. En contextos de baja información, los votantes se guían por etiquetas partidistas, campañas emotivas y presiones corporativas. Los jueces electos responden a quien los financió o los impulsó, no al orden jurídico. En lugar de blindar la justicia, la abren a la captura. En lugar de profesionalizarla, la degradan. Aquí ya sabemos quiénes van a ganar: los que respondan mejor a los intereses de los intermediarios clientelistas que reparten acordeones entre sus acólitos.
El caso de Estados Unidos, tan citado por quienes quieren importar modelos sin contexto, ofrece más advertencias que ejemplos virtuosos. La proliferación de campañas costosas, el sesgo ideológico en las decisiones, el miedo a las represalias electorales y el predominio de los intereses económicos han corrompido muchas judicaturas estatales. No es un modelo que México deba imitar: es un error que debemos evitar. Y eso para no hablar del caso boliviano, tan caro al caudillo inmarcesible. Los cristianos deberían recordar que cuando se sometió al voto popular, el redentor resultó crucificado.
México no parte de cero. El Poder Judicial, al menos el federal, había tenido avances significativos desde la reforma de 1994, con la profesionalización de jueces de carrera, la consolidación de un sistema de escalafón meritocrático y la creciente formación especializada en derecho constitucional. Los vicios persisten, pero se combaten con buenas reformas profesionalizantes, no con elecciones. No se corrige la falta de independencia entregando la toga a los partidos ni a los caudillos, cuando no a los criminales mismos.
Lo que viene no es un nuevo modelo judicial: es la instalación de una maquinaria de obediencia y de representación facciosa. Un poder al servicio del Ejecutivo. Una Corte subordinada a la voluntad presidencial. Un aparato que decidirá no por derecho, sino por consigna. Y lo más grave: con el respaldo formal del voto. Esa legitimación electoral, simulada y manipulada, dará cobertura a un sistema ilegítimo en el fondo.
Elegir a los jueces destruye la lógica del Estado profesional. Equivale a transformar a los árbitros en actores políticos. Rompe el principio esencial de separación de funciones. Es, en términos institucionales, una regresión brutal al patrimonialismo, a la captura del Estado, a la imposición de una lógica de lealtades sobre la de la Ley. La judicatura se convierte en una tajada más del botín, en premio de cuotas, en garante de impunidad.
Por eso no voy a votar. Porque no quiero ser cómplice de esta farsa. Porque no creo en una justicia electa a mano alzada ni a golpe de propaganda. Porque me niego a legitimar un Poder Judicial surgido de la manipulación. Porque me rebelo, desde mi convicción liberal y socialdemócrata, contra la disolución de la autonomía judicial. No me abstengo por indiferencia, sino por rechazo. Por defensa del Estado constitucional. Por respeto a la idea de justicia.
Lo que el oficialismo ha orquestado es la colonización del poder judicial, disfrazada de democratización. No es una ampliación de derechos: es un cerco al derecho. No es una expresión de soberanía popular: es una farsa con boletas. El resultado será un poder judicial títere de intereses particulares, sin voz, sin libertad, sin prestigio. La Corte que surja de este proceso, y toda la judicatura sometida a ese principio ilegítimo, serán órganos de una tiranía.
No es un juicio excesivo. Es un diagnóstico fundado. Lo que se decide este domingo no es una votación más. Es la abolición de la justicia como función autónoma del Estado. Por eso no votaré. Porque el voto, en este caso, es una renuncia a la República.
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