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Fabrizio Mejía Madrid

19/06/2025 - 12:04 am

Carta a nadie

Esta es una carta a nadie porque, si estallara alguno de los reactores de energía nuclear bajo tierra en Irán, este planeta cambiaría en un segundo. A los que me miraban, y escuchaban esas guerras racistas y de exterminio hace un segundo les habrá cambiado la vida casi instantáneamente.     

Éramos esos que veían lo que tenían delante de los ojos unos diez milisegundos por detrás. Ni siquiera podíamos ver en tiempo instantáneo nuestra propia nariz, menos el resto. Y es que la luz era muy lenta para nuestras pretensiones de verlo y saberlo todo al instante. Tuvimos un satélite natural, nada más uno, que brillaba todas las noches por un sólo lado y aún ésta se burlaba de nosotros. La luna que veíamos tenía un segundo más de existencia al momento en que la volteábamos a ver. Pero aun así le hicimos canciones, poemas, le tomamos fotos y algunos hasta la pisaron y brincaron sobre ella. Todos los que lo vieron se sintieron parte de algo mucho más grande. Pero también somos los que nos tocan los rayos del sol ocho minutos después de que se generan. Cuando vemos a Marte, está a 12 minutos de distancia, Júpiter a 40 y a Sirio, la estrella más brillante de nuestras noches, la vemos como era hace más de ocho años. Pero cuando observamos a Betelgeuse, la décima estrella más brillante, la vemos como era hace más de quinientos años. Y la luz de la galaxia de Andrómeda, el objeto más distante visible a simple vista, tiene dos millones y medio de años de haber salido de su destino original. Muy bien pudo haber desaparecido ya y no nos hemos dado cuenta. 

Nos maravillaba poder captar en las ondas de radio largas, en la estática de las antiguas televisiones de antena, el origen del universo que fue explosivo y violento y caliente pero su primera luz nos llegaba a nosotros ya como un halo nervioso, casi una tos. El universo observable tiene más de 90 mil millones de años luz de diámetro y contiene unos dos billones de galaxias, pero no por mucho tiempo. El cosmos a nuestro alrededor se expande, se aleja más rápido lo que está más lejos y muy pronto ya sólo podremos ver una parte de las estrellas que antes abundaban en nuestro cielo. En unos cien mil millones de años, se llevará consigo a todas las galaxias excepto las más cercanas: nuestra Vía Láctea, junto con Andrómeda, el Triángulo, y unas galaxias enanas, conocidas colectivamente como el Grupo Local. El resto desaparecería para siempre de nuestra vista. Alrededor de ese momento, todo el Grupo Local se fusionaría en una gran galaxia, "Lactómeda", y eso será todo: la única galaxia que podríamos ver, desde cualquier lugar. El universo, al expandirse, se iba a hacer cada vez más uniforme, más espacioso con más silencios y menos luces. Fuimos como un cubo de hielo en un vaso de agua. A la larga sabíamos que seríamos una sola cosa con el cosmos: apagada, uniforme, y muda. 

Pero en el planeta en el que vivíamos y al que llamábamos Tierra ---aunque era más agua que nada--- no todos tuvimos una idea clara de nuestra condición de cubo de hielo. Nuestra existencia no tenía un sentido, sino que debíamos encontrarle ese sentido casi a diario. La mayoría de nosotros tratábamos de hacerle un bien a los demás, a los hijos, a las parejas, a los vecinos, y hasta a personas que nunca veríamos en nuestras vidas, no por la lenta velocidad de la luz, sino porque sólo eran parte de lo que imaginábamos que era la Patria. La democracia era un ejercicio de imaginación. Quienes teníamos el sentido de que la vida, como todo el cosmos, tenía un final, de que éramos un cubo de hielo, tratamos de bailar, reir mucho, llorar lo menos, indignarnos, reclamar, resistir. También cantábamos usando el ritmo del latido del corazón o el crujir de las hojas secas bajo los pies de nuestros perros. Algunos hacían poemas usando los lenguajes del mundo. Otros sabían hacer eso con los sabores y olores y otros más con las imágenes. Desde el inicio estuvimos obsesionados con guardarlo todo para la posteridad, que era un momento antes de que todo se deshiciera. Todos tendíamos al anonimato pero unos se resistían más que otros. Incluso escribir esta carta tiene ese sentido de tiempo venidero que es otro de los artificios de nuestra imaginación. Y qué bueno, porque, si no existiera, no haríamos nada por los demás. En lo primero en que todos éramos iguales era precisamente en que nos íbamos a morir y lo demás, a extinguir. Hay que decirlo: conocí a mucha gente en esta Tierra y la gran mayoría sabía que esa vulnerabilidad, ese fracaso cantado de antemano, era lo que nos juntaba. En el débil, en el enfermo, en el anciano, residía ese adhesivo sin el cual no hubiéramos podido poblar el planeta que habitamos. La vida era una permanente colaboración entre seres condenados a desaparecer. Lo sabíamos y tratábamos de que los que vinieran tuvieran mejores condiciones para reír mucho y llorar lo necesario antes del final. Y que el final no contara tanto como la sendero hacia él.  

Pero he aquí que había otros muchos que no veían las cosas como nosotros. Para ellos el sentido estaba en aniquilar a los que consideraban inferiores por sus diferencias. Los juzgaban como no parte de la humanidad ---así le pusimos a los que tenían conciencia de su fracaso ante la muerte--- y los esclavizaron, masacraron, humillaron, y agredieron. Ese parecía ser el sentido de sus vidas: odiarlos hasta un día tener la posibilidad de borrarlos de la faz de la tierra. El sentido para ellos era matarlos antes, disponer de sus finales como si fueran dioses energúmenos, iracundos, petulantes, superiores. Nunca se dieron cuenta que ese odio los empequeñecía ante los que conocíamos sus bufonadas. Siempre fue doloroso verlos porque nos generaban, también en nosotros, un odio y una indignación incómodas. Pero acabarlos nunca fue ese el sentido de nuestras vidas. Veníamos desde otro lado.

Pero, ¿de dónde venían estos otros, a los que llamamos racistas? Había animales y humanos pero ellos creían en una categoría intermedia: los monstruos. Éstos éramos todos los que no eran ellos. Desde el Mediterráneo imaginaron un mundo dividido en mosntruos en el sur y en el norte. Sólo el clima del Mediterráneo propiciaba el desarrollo de humanos racionales, morales y temerosos de Dios. Los demás debían ser esclavizados y, más importante, despojados. Estos humanos navegaron el planeta arrebatando tierras, selvas, bosques a quienes ahí habitaban. Estaban justificados porque estaban liberando a las próximas generaciones de los monstruos, incapaces de ser humanos, es decir, de ser mediterráneos. Debían ser exterminados y arrancadas sus posesiones por la fuerza porque significaban un contagio para los verdaderos humanos. Así, por el bienestar y confort de cada humano verdadero hay miles, millones de otros que son sacrificados. Desde ahí hablan los racistas.  

Empecé hablando de lo que tardamos en ubicarnos con nuestros propios ojos en el cosmos para seguir con los racistas porque las dos cosas se han juntado en las imágenes tanto de Israel atacando a la población inerme de Palestina, en Gaza y Cisjordania, como en el intercambio de misiles con Irán. Parece que vemos una guerra de exterminio y otra entre potencias de Medio Oriente en tiempo real y que podemos sacar conclusiones de una y otra. Pero lo instantáneo no permite pensar, sólo reaccionar. Así, los comentarios en tiempo real de lo que ocurre son puras respuestas de odio racial, gusto ciego por el exterminio de unos o de otros, y la creencia de que si gana la batalla al que le vamos, somos mejores que los demás. Los medios están hablados, escritos, ilustrados por los otros humanos, los que viven del odio. No hay casi expresiones que reconozcan que sólo se puede tener afinidad y compasión por los débiles en esta historia desde 1945: los palestinos. Más aún las imágenes confunden la realidad atroz de la guerra con la celebración del odio racial. Están enmarcadas en códigos que les permiten desligarse de la muerte de miles de palestinos, muchos de ellos niños y niñas, para dar paso al juego de quién tiene el armamento más potente, qué meme es más ofensivo, qué domo de protección falló. Eso es lo que han generado tanto Israel como Europa y los Estados Unidos: una aumento exponencial de la crueldad. Nada debe esconderse, ningún adjetivo hiriente, ninguna ofensa. Entre menos políticamente correcto, mayor será la percepción de que eres auténtico y que dices la verdad. Que no haya palabras indecibles. Lo que cuenta es el impulso de dominar, la gratificación de que se ha infligido daño, que se ha ganado una disputa. El apetito por la pelea en el Coliseo digital es la necesidad de que el otro quede aplacado, sin posibilidad de respuesta, como en la guerra misma, como en el genocidio palestino. El público lo celebrará con más y más rápidos reconocimientos. Mensajes digitales e imágenes de bombardeos son los mismo: hay que eliminar al contrincante, ganar sobre él, destruirlo. Avergonzar al otro, hacerle saber quién manda, quién tiene más integridad, quién es más sofisticado quién más congruente. La medida es que no exista medida alguna. 

Cómo hacer conexiones, representarte a los demás con todas sus opacidades, contradicciones y límites, y encontrar un significado a todo lo que muchas veces no está en lo que llamamos “lo que hay”, lo dado, lo instantáneo, que nos obliga a reaccionar con furia para tener la razón y la verdad, y la autoridad moral. Esta es una carta a nadie porque, si estallara alguno de los reactores de energía nuclear bajo tierra en Irán, este planeta cambiaría en un segundo. A los que me miraban, y escuchaban esas guerras racistas y de exterminio hace un segundo les habrá cambiado la vida casi instantáneamente.     

El sentido requiere imaginación y tiempo. Cómo nos hace falta la mediación, el tiempo, la paciencia de darle un sentido a lo que parece tan apremiante como un emoji y una etiqueta: urgente, atractivo, homogeneizante. Nadie nos da el espacio, la distancia, el tiempo para imaginar valores y sentidos distintos, un rato para poner atención y silencio para pensar. Un rato para sentarse a contemplar las luces que ya tienen millones de años de haber sido emitidas por estrellas que probablemente ya se apagaron. 

Fabrizio Mejía Madrid
Es escritor y periodista. Colabora en La Jornada y Aristégui Noticias. Ha publicado más de 20 libros entre los que se encuentran las novelas Disparos en la oscuridad, El rencor, Tequila DF, Un hombre de confianza, Esa luz que nos deslumbra, Vida digital, y Hombre al agua que recibió en 2004 el Premio Antonin Artaud.

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